John James Park, Los Dogmas de la Constitución, edición y estudio preliminar de Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, traducción del inglés y epílogo de Ignacio Fernández Sarasola, Tecnos, Madrid, 2015 (J. J. Park, O el golpe definitivo a los teóricos de la balanced constitution).
doi: 10.18543/ed-64(1)-2016pp413-421
I
En el año 1605, Miguel de Cervantes Saavedra, de quien este año 2016 se conmemora el cuarto centenario de su fallecimiento, publicaba la primera parte de su novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Es bien conocido el argumento de la obra, por lo que no es el momento ni el lugar de entrar en el mismo ni en profundizar en las posibles intenciones del autor al darla a luz, que el hoy injustamente olvidado Ramiro de Maeztu desgranó en su magistral ensayo incluido en el libro Don Quijote, don Juan y la Celestina; lo importante es que en la novela se mostraba cómo un hidalgo manchego de finales del siglo xvi se empeñaba en ajustar su conducta a un lenguaje y unos códigos caballerescos propios de la Alta Edad Media que, aun cuando siglos atrás constituyeron principios y normas admitidos por la caballería medieval, habían perdido su vigencia ya a mediados del siglo xv, no digamos ya en los umbrales del siglo xvii. El efecto de la obra fue fulminante. Si aún en pleno siglo xvi, cuando ya se había superado con creces la época del ideal caballeresco, se publicaron todavía algunas novelas que ensalzaban los usos de la caballería –buena prueba de ello son tanto la reelaboración del Amadís de Gaula debida a Garci Rodríguez de Montalvo como las secuelas a que dicha obra dio lugar, entre las que destaca sobremanera Las sergas de Esplandián- el ataque efectuado en la obra cervantina ocasionó la total desaparición de las novelas de caballerías, incapaces de sobreponerse no ya a la realidad, sino al mortal golpe que Cervantes les había asestado.
Puede decirse que algo similar acaeció en el campo del análisis constitucional en el Reino Unido al finalizar el primer tercio del siglo xix. En pleno desarrollo industrial y con un imperio que se extendía prácticamente por todo el orbe, aún podían encontrarse tratadistas que continuaban analizando el sistema político inglés bajo los esquemas de la balanced constitution teorizados por John Locke y sancionados jurídicamente en el Bill of Rights de 1689. No obstante, a lo largo del siglo y medio transcurrido entre 1689 y 1832, las mutaciones constitucionales que tuvieron lugar en el Reino Unido, consistentes en el desapoderamiento de facto del monarca en favor de un gabinete responsable ante la Cámara de los Comunes (mutaciones que tuvieron lugar al margen del derecho escrito) tuvieron dos consecuencias fundamentales. La primera, en el orden político, al producirse un divorcio entre la realidad constitucional y el derecho escrito que supuso en el ámbito de la teoría política el paso de una monarquía constitucional a una monarquía parlamentaria. El segundo, y buena parte consecuencia del anterior, es la división de los publicistas británicos entre quienes aún a finales del siglo xviii y comienzos del siglo xix persistían en analizar la constitución inglesa sobre la base del derecho escrito orillando las mutaciones producidasy quienes en sus reflexiones se hacían eco de esos cambios políticos que de facto alteraron la constitución inglesa; en otras palabras, entre quienes veían a Gran Bretaña como una monarquía constitucional y quienes la contemplaban como una monarquía parlamentaria. No obstante, en el año 1832 se va a publicar una obra que, como el Quijote para los libros de caballerías, va a tener un efecto fulminante para los teóricos de la balanced constitution, con la única diferencia que ni el autor ni la obra iban a gozar de la misma fama y reconocimiento que el escritor alcalaíno; nos estamos refiriendo a The dogmas of the Constitution, de John James Park. Esta obra, desconocida fuera del ámbito inglés y no suficientemente valorada en su país, ha tenido una importancia fundamental, al liquidar definitivamente la visión del sistema político inglés efectuada bajo los esquemas de una monarquía constitucional caracterizada por el equilibrio de Rey, Cámara de los Comunes y Cámara de los Lores. Bien es cierto que existían ilustres precedentes que ya se hacían eco de algunas de las instituciones del naciente parlamentarismo, pero el efecto que la obra de Park tuvo para consolidar los análisis efectuados bajo la óptica de la distinción entre realidad constitucional y derecho escrito (y que culminarán, de alguna forma, en Walter Bagehot y su The English Constitution) fue decisiva.
II
Si hemos de buscar un término apropiado para describir la década de los años treinta del siglo xix desde la óptica del constitucionalismo, sin duda algunala palabra más apropiada es la de cambio. Basta para ello echar un vistazo a la situación de las principales naciones del orbe. España aún continuaba, es cierto, regida por la aplastante bota del rey Fernando VII (por utilizar una feliz expresión del profesor Sosa Wagner), pero un análisis más detenido permitía otear ya un atisbo de esperanza para quienes deseaban un régimen constitucional, pues de forma silenciosa algunos próceres del liberalismo más templado se habían ido situando en las cercanías del trono, tomando posiciones para el momento en el que el monarca pasase a mejor vida; y, en efecto, así ocurrió cuando apenas seis meses después del óbito del rey felón, el gobierno presidido por Francisco Martínez de la Rosa aprobara el Estatuto Real. En Francia el cambio se produjo por vía revolucionaria, mediante el derrocamiento del rey Carlos X y su sustitución por un integrante de la rama de los Orleáns, Luis Felipe, con una liberalización del sistema de la Carta otorgada por Luis XVIII en 1814, que formalmente se mantenía. Bélgica se rebelaba proclamando su independencia y aprobando su Constitución ese mismo año 1830. Incluso en la otra orilla del Atlántico, en las antiguas colonias británicas mutadas en Estados Unidos, cuando el primer mandato del presidente Andrew Jackson tocaba a su fin y afrontaba en ese año 1832 unos comicios presidenciales que le otorgarían un segundo período al frente de la Jefatura del Estado, se produjo un cambio notable: la transición del sistema original en el que predominaba un cierto elitismo republicano hacia lo que se ha calificado por la historiografía como «democraciajacksoniana»; y es que fue precisamente bajo los ocho años en los queOld Hickory, el héroe de la batalla de Nueva Orleáns, ocupó la presidencia de los Estados Unidos cuando surgen en dicha nación los partidos políticos en el moderno sentido del término y el momento en el que asienta sus bases la moderna democracia estadounidense.
Pues bien, esos aires de renovación política (en ocasiones a través de la vía revolucionaria, en otras por vía reformista) también afectaron y no poco al Reino Unido de Gran Bretaña, que precisamente en ese año 1832, es decir, el mismo en el que John James Park publica su obra sobre la Constitución inglesa, afronta un cambio legal decisivo para asentar a nivel de derecho positivo el parlamentarismo que ya de facto caracterizaba su sistema.
III
Gran Bretaña afronta en 1832 un momento determinante para asentar el parlamentarismo a través de una reforma legal de hondo calado que tiene precisamente eco en la obra de Park, por lo que conviene hacer una breve recapitulación de lo acaecido durante los ciento cincuenta años anteriores, es decir, desde la Glorious Revolution de 1688. No importa, a estos efectos, determinar si se trató de una revolución conservadora y pacífica, como nos indica la historiografía tradicional heredera de Macaulay o si, por el contrario, fue una revolución moderna y violenta, como defiende Steve Pincus en su reciente y detallado estudio analítico del evento, que titula significativamente 1600: La primera revolución moderna. Lo relevante es que tanto a nivel teórico (fundamentalmente gracias a John Locke) como a nivel jurídico se articula una monarquía constitucional garantizada por el equilibrio Rey-Comunes-Lores pero que, a diferencia de lo que ocurrirá en otros países, no culmina en un texto constitucional escrito. Ahora bien, tras la muerte de la reina Ana en 1714 y la subida al trono de Jorge I, príncipe elector de Hannover y primer monarca de tal dinastía, va a tener lugar una silenciosa y progresiva mutación constitucional que opera al margen del derecho escrito y a tenor de la cual se va a desplazar la dirección política del Estado de las manos del rey a las de un gabinete responsable ante el Parlamento. Durante el largo mandato de sir Robert Walpole van a tener lugar dos circunstancias determinantes para la transformación progresiva de la monarquía constitucional en parlamentaria. Una de ellas la aparición en el Gabinete de la figura de una figura, el primer ministro, que va a gozar de preferencia sobre el resto, aspecto ésteen el que tuvo no poco que ver la recia personalidad de Walpole. La segunda, el inicio de la preponderancia de la Cámara de los Comunes sobre la de los Lores o, lo que es lo mismo, del elemento popular sobre el aristocrático; así, el 1 de febrero de 1739 Sir Robert Walpole reconocía precisamente ante la Cámara de los Comunes que: «This House and ParliamentishisMajesty´sgreatest, safest, and bestcouncil. A seat in this House is equal to any dignity derived from post or titles, and the approbation of this House is preferable to all that power, oreven Majesty itself, can bestow; therefore when I speak here as a minister, I speak possessing my powers from his Majesty, but as being answerable to this House for the exercise of these powers». Cabe añadir que igualmente fue determinante en no poca medida la abulia del rey Jorge II, por quien Walpole no debía sentir mucha estima, pues no dudó en referirse al mismo en términos nada elogiosos: «el mayor holgazán político que haya llevado la corona.» Cuando el rey Jorge III, primer monarca de la dinastía de Hannover nacido en Inglaterra, quiso recuperar esas prerrogativas que sus antecesores se habían dejado arrebatar, hubo de enfrentarse a un acontecimiento externo que en vez de facilitar sus objetivos los hizo francamente irrealizables, y ese acontecimiento no fue otro que la rebelión de los colonos americanos. La guerra que dicho conflicto abrió y que finalizó con la derrota inglesa en Yorktown y la pérdida definitiva de las trece colonias, pusieron fin al largo mandato del primer ministro Frederick North, segundo conde de Guilford, quien se vio obligado a dimitir a causa de una moción parlamentaria pese a mantener la confianza regia, convirtiéndose así en el primer dirigente inglés en renunciar a su cargo a consecuencia de la pérdida de confianza del Parlamento, que se imponía así de forma casi definitivafrente a los viejos esquemas de la balanced constitution.
A los cambios políticos se unieron unas alteraciones sociales que influyeron igualmente en el plano institucional. La revolución industrial que tuvo lugar a finales del siglo xviii y primer tercio del siglo xix, mutó notablemente la faz de la nación inglesaen todos los ámbitos. El auge de nuevos establecimientos fabriles e industriales implicó la aparición de un nuevo paisaje urbano, de una nueva clase trabajadora y, sobre todo, grandes bolsas de proletariado industrial. Es la realidad social tan majestuosamente descrita por Charles Dickens (impagable la forma de reflejaresa nueva realidad industrial coetánea que personifica en la Coketown desu novela Tiempos difíciles, o su peculiar visión de las actividades comerciales y educativas que expone en Nicholas Nickleby, magníficas obrasque no son quizá las más conocidas o populares del autor) y que Carlos Marx tomaría ulteriormente para la elaboración de sus teorías económicas anticapitalistas. Pero sobre todo, esa nueva realidad industrial provocó una serie de migraciones interiores que determinarían los inicios de la reforma parlamentaria. La Cámara de los Comunes, que se había erigido en el nervio del sistema político, era elegida conforme a un sistema de representación anclado en la realidad preindustrial, de tal manera que ciudades sin apenas entidad continuaban enviando numerosos representantes a la misma mientras otras que habían incrementado notablemente su población al haberse constituido en importantes centros industriales, o bien carecían de representación o ésta no era en modo alguno proporcional a la importancia adquirida por tales núcleos urbanos. Esa disfunción es la que tratará de superarse con la Reform Act de 1832.
La peculiar situación inglesa anteriormente descrita, es decir, la carencia de un texto constitucional escrito y el divorcio entre la realidad y el derecho escrito, es la que va a propiciar una división entre los autores que se mantenían anclados en las visiones tradicionales de la balanced constitution, y continuaban viendo en Inglaterra un ejemplo de monarquía constitucional y equilibrio de poderes caracterizado por la igualdad entre monarca, lores y comunes (el caso paradigmático sería el de sir William Blackstone y sus CommentariesontheLaws of England, o ya más tarde el de William Paley), y por otra parte quienes no cerraban los ojos a la realidad cotidiana e incidían en el predominio del elemento parlamentario y en la institución del gabinete (caso de Edmond Burke y Jeremy Bentham). Es curiosamente en este momento de confluencia entre los debates políticos sobre la reforma parlamentaria y la división doctrinal que acabamos de mencionar, cuando un prestigioso abogado y profesor del King’s College va a pronunciar una serie de conferencias en el seno de un curso de Derecho, cuatro de las cuales va a recoger en forma de libro. El autor en cuestión era John James Park y el libro no es otro que The dogmas of the Constitution.
IV
Los dogmas de la Constitución es una obra que fue publicada en Españapor vez primera en el año 1998 en la editorial Itsmo, con un amplio estudio preliminar de Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, y pese a tratarse de la primera traducción en lengua no inglesa de la obra de Park, desgraciadamente pasó casi desapercibida, encontrándose además agotada desde hace años. Por fortuna, dicho libro acaba de ser reeditado por la editorial Tecnos en su prestigiosa colección Clásicos del Pensamiento Político, y a la detallada introducción del profesor Varela (actualizada bibliográficamente) se añade ahora a modo de epílogo un interesantísimo estudio de Ignacio Fernández Sarasola que profundiza en esa dicotomía entre teoría y práctica constitucional mediante una exposición de la tesis de los principales analistas políticos británicos desde el siglo xviii hasta bien entrado el siglo xx. Joaquín Varela, como indica en las primeras páginas de su estudio, ha tenido que efectuar una labor «casi detectivesca» para ofrecer al lector un esbozo biográfico de Park, labor muy meritoria si tenemos en cuenta la casi ausencia de fuentes bibliográficas sobre el personaje. Gracias a tal esfuerzo podemos conocer,aunque seaen sus rasgos básicos, la vida y obra de Park, autor a quien el profesor Varela sitúa magistralmente en las coordenadas político-culturales del momento y al que inserta como una pieza más en el amplio mosaico de autores que dedicaron sus esfuerzos a desentrañar las esencias del sistema político inglés. A nivel estrictamente personal quisiera destacar dos aspectos que considero fundamentales para entender en su totalidad al autor y su obra. El primero, la en ocasiones machacona insistencia de Park explicitando esa disfunción o diferencia entre la realidad política inglesa y su derecho escrito, dado que no desaprovecha ocasión para incidir en esa dicotomía tan esencial a la historia reciente de Gran Bretaña. La segunda circunstancia, que a quien suscribe es particularmente cara, es la condición de jurista práctico de Park, pues el mismo unía a su categoría de profesor universitario la de abogado en ejercicio, y creo no es una circunstancia nada baladí que en la portada de su obra el autor anteponga significativamente su condición de barrister at law a la de profesor universitario. En este sentido, en su estudio preliminar Joaquín Varela señala esta condición y hace referencia a la distinción entre solicitor y barrister existente en la abogacía inglesa, dualidad esencial al sistema británico y desconocida en otros países. Esto último me parece determinante, pues consideroampliamente acreditado que la visión de un profesor universitario difiere notablementede la que tiene un abogado en ejercicio, de igual manera que un letrado no aborda el asunto de la misma forma ni con la misma perspectiva de un juez. El abogado, que tiene por fin último la defensa de los intereses de su cliente (en este aspecto es interesantísimo el combate dialéctico mantenido entre Tomás Ramón Fernández Rodríguez y Alejandro Nieto, recogido en el libro El derecho y el revés: diálogo epistolar sobre leyes, abogados y jueces), está más constreñido en su actuación, dado que se enfrenta a situaciones tangibles, muy apegadas a la realidad concreta del momento, lo que implica que en su cotidiano quehacer no busca formular teorías generales ni utiliza conceptos abstractos, sino aplicar soluciones prácticas al caso concreto que se le somete. Por el contrario, el profesor universitario tiene la posibilidad de elevarse sobre la maraña de casos particulares efectuando un análisis global o general que trascienda de esa realidad concreta. Me inclino a creer, por tanto (una idea ésta que el estudio preliminar insinúa aunque, a mi juicio, sin extraer todas las conclusiones de la misma) que esa condición de jurista práctico de Park influyese y no poco en ese apego a la realidad cotidiana y a esa insistencia en discernir entre práctica y teoría, todo ello sin desmerecer en modo alguno la influencia del positivismo de Comte, autor con el que Park abre, precisamente, su obra.
Conviene recordar que el libro comentado se limita a recoger cuatro de las lecciones pronunciadas por el autor en el King’s College, a las que añade un prefacio y dos apéndices. Ya desde las páginas iniciales antepuestas al grueso de la obra, Park enuncia la que va ser la tesis central que aparece una y otra vez a lo largo de la misma, es decir, la distinción entre realidad constitucional y derecho escrito, tesis que pretende demostrar, además,ajeno a toda influencia política, es decir, considerándose a sí mismo distantetanto de la ideología whig como de la tory, aspecto éste que igualmente aparece disperso a lo largo de las páginas del libro y que supone, en cierto modo, una excusatio nonpetita. Esa idea o eje central sobre el que pivota toda la obra, creo la resumen perfectamente dos breves frases insertas en la lección décima (la segunda de las recogidas en la obra) donde se plasma claramente el influjo del positivismo en el autor: «Caballeros, hay dos tipos de teoría, de igual manera que existen dos tipos de filosofía. La teoría o filosofía que prescribe leyes y principios de su propia invención, y la teoría o filosofía que comprueba las leyes y principios mediante el aprendizaje de la observación.» Ya está, pues, consagrada la dualidad teoría-práctica, que aplicada al ámbito jurídico supone distinguir entre principios consagrados en las leyes por un lado y realidad constitucional inglesa por el otro, es decir, lo que apenas ochenta años más tarde José Ortega y Gasset calificaría en su ensayo Vieja y nueva política, aplicado a nuestro país, como España oficial y España vital. Park dejaba clara esta obsesiva idea suya en los párrafos iniciales de la primera de las lecciones, aunque con una evidente exageración al presentarse poco menos que como el pionero en la defensa de dicha tesis: «La Constitución propositiva o teórica de Gran Bretaña (si ha existido en un estado puro, lo cual resulta dudoso), ha dejado de tener existencia desde hace siglo y medio, y ha sido sustituida por una maquinaria totalmente diferente. Pero este hecho no ha sido jamás reconocido o registrado públicamente. La Constitución sustituta no ha sido en ningún momento reducida formalmente a una proposición […] De esta manera, cuando trato del fundamento de la Constitución, mi propósito es analizarla en atención a su realidad; a saber, que durante al menos los últimos ciento cincuenta años ha habido dos Constituciones concurrentes pero esencialmente distintas que han coexistido, aunque sin reconocimiento expreso de tal circunstancia; una en sustancia, la otra tan sólo en la forma.» He aquí resumido en breves palabras toda la intención final del libro: dejar constancia de la distinción entre norma y realidad, entre derecho escrito y derecho vivo. Una transformación que se había producido de forma gradual y silente, como indica en este lúcido párrafo incluido en la decimotercera lección (la cuarta y última de las que recoge en la obra): «Toda la Constitución del país se ha transformado por completo en los últimos ciento cincuenta años. Pero, al haberse observado rígidamente sus formas en muchos aspectos, esta revolución se ha producido de forma silenciosa e imperceptible ante los ojos de los cronistas y tratadistas de la Constitución que se dejan llevar por el sonido de las palabras sin atender a la eficacia de las cosas. Les harán creer que la Constitución aún existe a pesar de que sus principales elementos se hayan perdido, y que sus deviaciones son únicamente corrupciones casuales.» Park deja bien claro, además, que esa Constitución teórica orillada por las convenciones constitucionales, que el autor supo perfectamente identificar aunque no les otorgara una denominación concreta, es más un mito doctrinal que una realidad histórica, de ahí que acuse expresamente a Blackstone y De Lolme de disertar sobre la misma «con más embeleso que Petrarca lo hizo con su Laura, de la que se cree que también fue una persona imaginaria»; por ello, dedica gran parte de las dos últimas lecciones a una investigación histórica en la que defiende la gradual evolución institucional en Gran Bretaña.
Pese a la decisiva influencia en la doctrina posterior, el éxito no acompañó a la obra de Park (quien fallecería justo un año después, en 1833, a la temprana edad de treinta y ocho años), que se sumió en el silencio de la historia incluso en su patria natal. Pero sus tesis acabaron imponiéndose y de ahí la importancia de esta obra que tuvo el mérito indiscutible, como indica el profesor Fernández Sarasola, de «poner de manifiesto con tanta evidencia la discrepancia existente entre el statutelaw y la realidad política de Inglaterra; entre los planteamientos teóricos de los tratadistas más exitosos (de Montesquieu a Paley) y el verdadero funcionamiento del sistema de gobierno de Albión.» Y el golpe que asestó Park a las anticuadas teorías de la balanced constitution fue tan mortal como el asestado dos siglos y cuarto atrás por Cervantes a las no menos anacrónicas novelas de caballerías.
V
Pese a que toda obra, ya sea literaria o política, indudablemente está ligada a las coordenadas socio-temporales en que se ha elaborado, no es menos cierto que existen reflexiones, frases, párrafos o ideas que trascienden a las mismas y pueden aplicarse a cualquier momento o lugar. De hecho, en esta obra existe un párrafo que cobra rabiosa actualidad, y que hace referencia al distanciamiento entre la política y la ciudadanía así como las consecuencias que de ello pueden derivarse. Juzgue el lector si estas palabras, contenidas en la primera de las lecciones, no podrían perfectamente haber sido escritas en 2016 y no en el año 1832: «No puedo sino pensar que uno de los grandes errores que se han cometido en este país es que los hombres de Estado, personas conocedoras del ejercicio práctico del gobierno, no han considerado cuán prudente es poner a la comunidad al corriente de los principios reales y del mecanismo del gobierno en la práctica, sino que han mantenido estos principios en sus propias entrañas a modo de una especie de arcana o conocimiento oculto (como era común en la medicina de hace cincuenta años), como si se tratase de algo que no fuera conveniente que el pueblo conociese. La consecuencia ha sido una creciente falta de comunión de sentimientos y entendimiento entre los hombres de Estado y el pueblo, cuando es posible que, de haber sido adecuadamente instruido o iniciado el público, ambos pudieran haber caminado juntos en muchas cuestiones. Además, el pueblo tendrá nociones, tendrá ideas sobre todas las cuestiones y se guiará por ellas. Y si no os preocupáis de proporcionarle materiales para que tengan unas nociones adecuadas, tomarán nociones ideales y se llegará a un momento en que el público, a partir de ellas, habrá viajado tan lejos, y habrá adoptado una posición tal, que todos los poderes que podáis emplear no serán suficientes para desarraigar esa postura o prevenir que lleven a cabo sobre vosotros un ataque peligroso o incluso destructivo.» Es curioso que justo siglo y medio después de pronunciarse las anteriores palabras, en la propia Gran Bretaña se insistiese en dicha idea de alejamiento entre política y ciudadanía a través de una magnífica serie televisiva ambientada precisamente en el mundo de la alta política inglesa y que, en la mejor gala del humor británico, ponían en solfa las principales corruptelas existentes intramuros del gabinete. Me estoy refiriendo a la ya mítica Yes, minister en cuyo capítulo inicial, significativamente titulado Open government, se denunciaba precisamente que dicho lema electoral no servía para otra cosa que para disfrazar la misma realidad denunciada por John James Park en el King´s College, lo que se hacía de forma elegante y divertidísima través de un diálogo entre el Secretario Privado del ficticio Ministerio de Asuntos Administrativos y el Secretario Permanente del Primer Ministro inglés. Así, mientras aquél preguntaba: «What´s wrong with open government. I mean. Why shouldn´t the public know more about what´s going on?», el segundo respondía: «Are you serious? […] It´s a contradiction in terms. You can be open or you can be government», precisando más tarde la razón de esa dicotomía: «If people don´t know what you are doing, they don´t know what you are doing wrong».
Jorge Pérez Alonso
Universidad de Oviedo