Francisco Javier Díaz Revorio, Estado, Constitución, Democracia. Tres conceptos que hay que actualizar, Palestra Editores, Lima, 2017, 125pp. ISBN: 9786124218705.
doi: http://dx.doi.org/10.18543/ed-65(2)-2017pp413-419
Durante los últimos años ha sido constante en la doctrina el esfuerzo por reformular los conceptos tradicionales que han dominado el Derecho Constitucional (Constitución, soberanía, democracia, Estado, nación). No obstante, dicha tendencia se agudizó tras el estallido de la crisis económica iniciada en 2008. Se evidenció entonces la urgente necesidad de reformular la clásica Teoría del Estado y de la Constitución. El testigo es recogido por el profesor Francisco Javier Díaz Revorio en su monografía «Estado, Constitución, Democracia. Tres conceptos que hay que actualizar» publicada por la limeña editorial Palestra. Consciente de los nuevos conflictos y de las tensiones emanadas de la interrelación entre ordenamientos, especialmente motivadas por el fenómeno de la globalización, la intención del autor no es tanto reescribir una institución concreta de Derecho Constitucional como ofrecer un marco coherente en el que situar los «conceptos en crisis» que permita una posterior discusión, sosegada y en perspectiva, de los mismos. Una vez más el profesor Díaz Revorio aporta a la doctrina científica una monografía de una enorme claridad expositiva que, como es habitual en sus obras, arroja luz sobre un tema de indudable complejidad. Democracia, Estado y Constitución constituyen el objeto de los tres primeros capítulos, a los que sigue una definición de las necesidades urgentes del Estado Constitucional.
En el primer capítulo («Algunas reflexiones sobre democracia y representación política: desde la Edad Antigua al Estado social y democrático de Derecho»), el autor realiza un recorrido histórico por el concepto de democracia que tiene por destino el establecimiento de los caracteres mínimos del Estado democrático. Asumiendo la inviabilidad de una democracia plenamente directa, se nos ofrece una relación de la progresiva aparición de los tres elementos nucleares del Estado democrático: la propia noción de democracia, el Parlamento y los partidos políticos. Así, la Atenas clásica fue la cuna de la democracia, pero de una democracia no representativa en la que el concepto «ciudadano» quedaba reducido a un reducido número de personas. Las reuniones de los estamentos con el rey medieval son el antecedente de la noción de representación, aun sin desprenderse de su cariz de Derecho privado. A pesar de que en la Edad Media no existe democracia pero sí representación, los Parlamentos medievales representan el primer paso para la limitación del poder del rey. La debilidad del principio democrático propia de esta etapa se agudiza con la preeminencia de las monarquías absolutas de la Edad Moderna en la que, no obstante, encontramos textos que inspirarán las futuras Constituciones y Declaraciones de derechos (Habeas Corpus Act o Bill of rights). En la Edad Contemporánea, el triunfo de la «soberanía de la nación» de Sieyès frente a la «soberanía del pueblo» de Rousseau, y la consiguiente asunción de centralidad del Parlamento, exigen una auténtica representación política, lo que conlleva la aparición de los partidos políticos. A comienzos del siglo xx, la crisis del Estado liberal provocará por un lado, el surgimiento de modelos alternativos comunistas y fascistas y, por otro lado, la evolución hacia un modelo de Estado que sitúa la igualdad real en el eje del sistema. Se produce así el nacimiento del Estado social y democrático de Derecho, el tránsito de la soberanía nacional a la soberanía popular y el establecimiento del sufragio universal. Como conclusión a este capítulo, Díaz Revorio propone reducir la ambigüedad del concepto «democracia» mediante el establecimiento de tres requisitos sin los cuales no se puede considerar a un Estado como democrático y por encima de los cuales se puede hablar de una mayor o menor «calidad de la democracia»: pluralismo político, asumiendo que la democracia es un sistema en el que gobierna la mayoría pero se respeta a las minorías; reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales; separación de poderes y limitación de poderes y sometimiento de éste a la ley.
El profesor Díaz Revorio parte en el segundo capítulo («El Estado: una teoría jurídica del poder y su crisis en un mundo globalizado») de una definición genérica de Estado como concreta e histórica forma de organización política (del poder) de la población sobre un territorio determinado. Apunta el autor que lo que realmente caracteriza al Estado (moderno o en sentido estricto) no es la suma de poder, población y territorio (presentes también en un concepto amplio de Estado), sino la igualdad (el Estado como expresión de un principio de igualdad geográficamente limitado) y la unidad (un único y autónomo poder político, unidad territorial y una población igual). A continuación, procede a analizar los tres elementos básicos del Estado: poder, población y territorio. Respecto al primero, a pesar de que siempre han existido fenómenos de poder, se incide en la conveniencia de considerar el poder del Estado como un poder racionalizado y objetivo, único e independiente a otros poderes, superior y global, que dispone del monopolio del uso legítimo de la fuerza. Se trata, en definitiva, del poder propio del Estado de Derecho. Respecto al concepto de soberanía, Díaz Revorio considera que han desaparecido las notas con las que Bodino lo caracterizaba: las revoluciones del siglo xviii acabaron con el carácter absoluto e ilimitado de un poder indivisible en manos de un príncipe e instauraron la separación de poderes, y la aparición de las organizaciones internacionales del siglo xx cuestionaron el carácter supremo del poder. El poder soberano, no obstante, sigue siendo el único poder originario respecto a los demás poderes. El concepto clásico de soberanía sirvió para explicar el poder del monarca, pero no funcionó en el tránsito hacia la soberanía nacional (residente en el Parlamento) y desde ésta hacia la soberanía popular (elección de los representantes mediante sufragio universal para un Parlamento que ya no es el titular de la soberanía, sino su representante).
En relación con el segundo elemento constitutivo del Estado, Díaz Revorio vincula el concepto de población con el de soberanía, en el sentido de que los Estados modernos se configuran como Estados nacionales. El autor opta por una postura positivista en el tratamiento de la nación española. Si bien compartimos la definición, generalizada, de nación como comunidad con rasgos culturales comunes que posee conciencia de tal y que tiene voluntad de configurarse como una comunidad política, «normalmente constituyendo un Estado», consideramos que no responde a una pregunta de candente actualidad: la determinación del número de naciones de España. Díaz Revorio se limita a analizar la solución, opinamos que provisional, del constituyente: existe una única e indivisible nación española integrada por una pluralidad de pueblos o comunidades culturales y lingüísticas (regiones y nacionalidades). Dicha respuesta es, no obstante, claramente insatisfactoria en el panorama jurídico-constitucional actual. Si aceptamos la definición anterior como válida, pocos argumentos encontraremos para negar la consideración de nación a determinadas Comunidades Autónomas.
Con respecto al territorio, particular interés reviste la graduación que efectúa el autor con relación a las formas de Estado según la organización territorial del poder. Por un lado, el Estado unitario, aquél en el que existe un único centro de poder. No obstante, la aceptación de una «desconcentración administrativa» (existen entes distintos al central subordinados al mismo) o una «autonomía administrativa» (estos entes gozan de autonomía pero no de poderes), permite la existencia de Estados unitarios simples y de Estados unitarios descentralizados. Por otro lado, en el Estado compuesto existen varios poderes de decisión política, aunque formalmente la soberanía sea única (lo que lo distingue de la Confederación). Regida por los principios de autonomía y participación de los entes autónomos en la configuración de la voluntad estatal, el Estado compuesto suele ser un Estado regional o un Estado federal. Aquél se identifica con la «autonomía política», ya que los entes autónomos gozan, al menos, de los poderes legislativo y ejecutivo, las regiones poseen una norma superior (Estatutos) que no son Constituciones, puesto que requieren de la aprobación de los órganos centrales, y suelen carecer de un Poder Judicial propio. El Estado federal, por su parte, se vincula a la «autonomía constitucional»: cada Estado miembro posee su propia Constitución, aprobado por él, y unos poderes ejecutivo, legislativo y un judicial propios, aunque sometidos a los principios de cooperación y lealtad federal. Unas breves reseñas sobre la capitalidad y los símbolos del Estado cierran este capítulo.
El tercer capítulo («Diversos conceptos de Constitución») se enfrenta con el clásico problema de la definición de Constitución En un sentido jurídico-formal, la Constitución es un texto que se diferencia por su nombre, porque su aprobación y reforma exigen el cumplimiento de requisitos especiales y porque goza de una superioridad jerárquica respecto a las demás leyes. Díaz Revorio considera que este concepto formal ha de ser el punto de partida de cualquier definición de Constitución, ya que le dota de elementos nucleares como el carácter de norma jurídica, suprema y de superioridad garantizada. No obstante, reconoce, como principal inconveniente, la neutralidad axiológica de un concepto de Constitución estrictamente formal, que impediría excluir del mismo los sistemas autoritarios.
Desde una perspectiva material o sustantiva, aquélla que define a la Constitución en base a su contenido, el autor distingue cuatro concepciones. En primer lugar, la Constitución como conjunto de normas que regulan aspectos esenciales de determinadas materias. En concreto, los órganos del Estado («parte orgánica»), las relaciones entre el Estado y los ciudadanos («parte dogmática») y, añade, las fuentes del Derecho. Sin embargo, han de apreciarse diferentes matices en este primer concepto de Constitución, ya que puede referirse, por un lado, a normas que se encuentran en el texto constitucional y que se refieren a las materias anteriores, no siendo Constitución, por tanto, todo el contenido del texto. Por otro lado, puede significar normas, incluidas o no en el texto constitucional, que se refieran a estas materias y, finalmente, puede incluso que estas materias sean Constitución y no se encuentren redactadas en ningún texto. En segundo lugar, la Constitución como conjunto de normas que regulan aspectos esenciales de determinadas materias y en un determinado sentido. Este «concepto garantista» o «político» de Constitución, vinculado a su origen histórico, exige que la organización del Estado se base en la separación de poderes y la relación entre Estado y ciudadanía en el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales. Díaz Revorio propone en este punto la unión del concepto material con el concepto formal de Constitución, de modo que ésta sea la norma jurídica suprema que garantice la separación de poderes y los derechos fundamentales. Así, la Constitución parte de un concepto formal (norma jurídica suprema) pero encuentra su legitimidad en un contenido político (la garantía de separación de poderes y derechos fundamentales). En tercer lugar, la Constitución «en sentido sociológico-político», que contrapone la «Constitución real», esto es, la suma de los factores histórico-sociales y de las fuerzas políticas y sociales que detentan el poder efectivo y determinan la voluntad del Estado, a la mera Constitución escrita, con los diferentes matices aportados por Lassalle y Mortati. Finalmente, la Constitución como «concepto decisionista», cuyo máximo exponente es Schmitt. Según su postura, en el fondo de toda norma se encuentra una decisión política del titular del poder constituyente, lo que implica que el carácter político de determinadas decisiones prima sobre el carácter jurídico de la Constitución.
El autor defiende que, frente a quienes optan por relativizar la importancia de la distinción, ésta sigue teniendo sentido, siendo necesario además la búsqueda de un concepto de Constitución aplicable, al menos, a nuestro entorno político-cultural. A tal efecto, sostiene que la Constitución es «la» norma jurídica suprema del Estado cuyo fin legitimador es la garantía de la separación de poderes, los derechos fundamentales y el principio democrático y su contenido habitual viene conformado por la regulación de los poderes del Estado, la relación Estado-ciudadanía y las fuentes del Derecho. La existencia de valores en la Constitución provoca una penetración de elementos materiales en el concepto formal de Constitución. De esta manera, Díaz Revorio aúna el plano jurídico-formal y el garantista y los eleva al carácter de definitorios. El resto de contenidos materiales, en particular los «factores reales de poder» quedan relegados a la categoría de simplemente «relevantes».
El tercer capítulo finaliza con unas reflexiones sobre el carácter de norma jurídica suprema de la Constitución. La Constitución es una norma porque establece reglas de conducta generales y abstractas vinculantes para los poderes públicos, en un sentido negativo (no pueden vulnerarlas) y positivo (están afectados por mandatos de actuación y deben hacer efectivos los valores y principios constitucionales) y para los ciudadanos, como límites negativos. Es una norma jurídica porque el ordenamiento reacciona mediante sanciones a la violación de la Constitución. Y es una norma jurídica jerárquicamente superior al resto del ordenamiento jurídico. Díaz Revorio realiza un repaso de las diferentes ideas sobre la posible fundamentación de la superioridad constitucional: el propio reconocimiento en la ley de dicha superioridad, la rigidez constitucional, la existencia de una jurisdicción constitucional, su carácter de «norma de normas», su propia afirmación en la Constitución o la teoría kelseniana de la «norma fundante básica», según la cual la validez de la Constitución tiene que ser presupuesta, lo que significa que debe acatarse lo dispuesto por los «padres» de la Constitución y por las autoridades facultadas por la misma, excluyendo cualquier fundamentación metajurídica. El autor, no obstante, se decanta por identificar el fundamento de la superioridad constitucional en su consideración como obra del poder constituyente, esto es, un poder soberano y originario. El poder, pues, es previo al Derecho.
Pese a que Díaz Revorio no es indiferente a ninguno de los temas planteados y adopta, pues, una toma de postura respeto a los mismos, en el cuarto capítulo («Las tareas urgentes del Estado Constitucional: regeneración, calidad democrática y transparencia») el autor expone directamente sus reflexiones en torno a cuestiones esenciales del debate actual, no sin antes ofrecer una explicación y visión panorámica de los mismos. Y ya advierte desde su inicio que la reforma constitucional es una necesidad ineludible, tanto porque la Constitución de 1978 se aprueba en un contexto en el que predominaba el interés por afianzar la gobernabilidad y no tanto la calidad democrática, como porque la realidad político-social de la actualidad es muy distinta a la de hace cuarenta años. Ahora bien, no se trata de iniciar un proceso constituyente, sino una amplia reforma tendente a la superación de la desafección ciudadana cuyos efectos serán apreciables, en la mayoría de las ocasiones, a medio o largo plazo. Entre esos retos de regeneración democrática se encuentra el incremento de la participación ciudadana en la adopción de decisiones política, la mayor y mejor comunicación entre representantes y representados, la reforma del sistema electoral, la apuesta por la transparencia y el «buen gobierno», la revisión de las prerrogativas y las situaciones de concentración temporal de poder o el control de la gestión de los recursos públicos, la financiación de los partidos políticos y la corrupción. Desterrado ya el debate entre democracia representativa y democracia directa, en los últimos años se empieza a hablar de democracia deliberativa, democracia inclusiva y democracia participativa. Es la democracia participativa la que mayores adeptos ha conseguido y se fundamenta en tres exigencias: la flexibilización de los instrumentos de democracia directa (reducción de firmas para la iniciativa legislativa popular, referéndum vinculante), una participación más activa de la ciudadanía en la vida política, económica, cultural y social (a lo que, sin duda, coadyuvan las nuevas tecnologías) y la mayor comunicación entre electores y representantes. Ello debido a que una de las mayores críticas al sistema democrático es su conversión en un sistema partitocrático. Siendo inviable un sistema no representativo, pero intolerable también el fáctico mandato imperativo de los partidos políticos hacia los representantes, la única salida posible es un mayor acercamiento de los partidos políticos a la ciudadanía. A tal efecto, el autor propone, entre otros, intensificar la democracia interna mediante un sistema abierto de elección de cargos directivos y las primarias abiertas para la elección de candidatos.
Díaz Revorio realiza en la última parte del ensayo todo un catálogo de propuestas que, a su parecer, contribuirán a la tan demandada regeneración democrática. A título de ejemplo, podemos citar la conversión del derecho de acceso a la información pública en un auténtico derecho fundamental, la supresión de prerrogativas como la inmunidad y la restricción de los aforamientos a los casos estrictamente imprescindibles o la lucha contra la corrupción mediante, ex ante, una mayor transparencia en materia económica y, ex post, una justicia más ágil y rápida. Finalmente, apuesta por introducir nuevos instrumentos de exigencia de responsabilidad política como instituciones propias de los modelos presidencialistas (limitación de mandatos presidenciales o referéndum revocatorio respecto a candidatos electos).
Aunque recomendable al público en general, la monografía resulta de especial interés para dos colectivos. Por un lado, para la doctrina científica, pues la, en ocasiones, desmesurada especialización con la que acostumbramos a trabajar provoca muchas veces un distanciamiento con los conceptos troncales del Derecho Constitucional que nunca pueden perderse de vista. Por otro lado, constituye a nuestro parecer una casi obligada lectura para los estudiantes que se inician en Derecho, no sólo por su prosa clara y precisa, sino especialmente porque el mayor logro del ensayo es haber vinculado la formulación y evolución clásica de los conceptos con la exposición de las tensiones a las que se enfrentan y con los problemas actuales del Estado constitucional. Conceptos como regeneración, transparencia, democracia participativa o buen gobierno se encuentran en el debate público y son un indudable atractivo para estimular el interés de los jóvenes en el estudio del Derecho Constitucional.
Adrián García Ortiz
Universidad de Alicante