Estudios de Deusto

ISSN 0423-4847 (Print)

ISSN 2386-9062 (Online)

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed

Vol. 69/1 enero-junio 2021

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed-69(1)-2021

Recensiones

Coello de Portugal Martínez del Peral, José María. La Jefatura del Estado, Thomson Reuters Aranzadi, Cizur Menor (Navarra), 2020, 251 pp. ISBN 978-84-1345-873-1.

http://dx.doi.org/10.18543/ed-69(1)-2021pp281-286

I. 

La Jefatura del Estado como institución propia del derecho público surge en 1837 de la mano de Wilhem Eduard Albrecht quien, al igual que sus homólogos de la extraordinaria Escuela alemana de Derecho Público, aplica las doctrinas de la personalidad jurídica provenientes del derecho privado al Estado y las sitúa en una institución que detenta su manifestación jurídica última, logrando bifurcar la representación política de la jurídica, residenciando la primera en el Parlamento y encarnando la segunda en un nuevo actor jurídico-político: la Jefatura del Estado.

Esta institución, de singularísimo interés, expresa el proceso evolutivo del Estado en el siempre difícil tránsito del Estado absolutista al Estado constitucional, racionalizando la naturaleza jurídica del Estado para construir un nuevo sujeto que, cupular como primera magistratura del Estado, personifica como actor jurídico-político su permanencia y representatividad. No es, en ese sentido, un actor político, sino netamente jurídico con limitadas –y contadas– funciones políticas.

Su concreta institucionalización –monárquica o republicana–, aun aportando diversos perfiles y matices, en nada desluce su conceptualización como primera magistratura del Estado. Es más, pluraliza su significante sin mermar su significado en un Estado constitucional: la personificación jurídica del Estado mismo. Una personificación que ha superado modelos y regímenes, perviviendo en todos ellos de forma sustancialmente orgánica, revelando así que su «desnudez política» es el síntoma que su buena salud predica: un órgano cabal, pasivo políticamente en cuanto a su competencia, pero activo en su sustrato jurídico. En definitiva, nada más y nada menos que el Estado mismo.

II. 

El libro de José María Coello, profesor contratado doctor de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid, asume en esta obra una tarea ingente: afrontar, por vez primera en una obra única y compacta, un estudio sólido y riguroso de la naturaleza histórico-jurídica que justifica el surgimiento de la Jefatura del Estado como institución de derecho constitucional.

A lo largo de doce capítulos de amena y ágil lectura, el autor desgrana el instituto desde una óptica integral, abordando el nacimiento, el desarrollo histórico, sus características, clases y elementos esenciales, sus funciones y acceso, su dotación y protección para, finalmente, realizar un análisis crítico-dogmático que deslinda el instituto de la jefatura del Estado en la perspectiva del derecho constitucional de la que se realiza en el ámbito del derecho internacional público.

En relación con su génesis, el profesor Coello parte de una relevante premisa, y es que no existe «un concepto jurídico que la defina, sino solo una intuición acerca de sus rasgos externos, identificándola simplemente por su situación en la cúpula del Estado o por las funciones constitucionales que asume en cada régimen, olvidando así su verdadera esencia histórica, política y jurídica». Una cuestión que se ha manifestado de forma preclara en los diversos análisis de la institución que, consciente o inconscientemente, se alejan del concepto para centrarse en sus diversas manifestaciones y, concretamente, en las formas republicana y monárquica en las que necesariamente se manifiesta.

El autor, en ese sentido, expone el devenir jurídico del concepto partiendo de la propia biografía personal de su creador, Wilhem Eduard Albrecht, quien, asumiendo las teorías sobre la personalidad jurídica de Savigny, de quien era discípulo, las aplicará directamente al Estado, lo que supondrá «una garantía de percepción del Estado como un ente único en su conjunto y limitado en su poder, sin propiciar su sublimación –antesala de su absolutización– a través de la existencia de una personalidad moral; de racionalización de la burocracia estatal a través de una distribución formal de las competencias y procedimientos». Junto a ello, y como consecuencia necesaria, Albrecht dará un paso ulterior, y es el diseño «de una nueva instancia jurídicamente representativa de su conjunto». Surge así la doble representación de la personalidad del Estado, desgajando la representación política –que corresponde al Parlamento–, de su representación jurídica –que, desde ese momento, recae en un jefe de Estado constitucional–. Albrecht, no obstante, hereda de Kant el término propuesto para la Jefatura del Estado –Staatsoberhaupt– preveniente de la obra del alemán en 1784 ¿Qué es la Ilustración? Una obra capital que influenciará de modo significativo a los iupublicistas alemanes a lo largo de todo el siglo XIX.

Interesante y audaz, pero dogmáticamente imprescindible, es la aportación que hace el autor afrontando el desafío de definir la magistratura, que sintetiza como «Institución jurídica que situada en la cúspide de la organización política del Estado constitucional, asume forma orgánica dentro del mismo y, dotada de legitimidad democrática y racionalidad jurídica, representa formalmente la personalidad jurídica del Estado constitucional, su soberanía política, su integridad territorial y la dependencia de todos los poderes estatales de un mismo pueblo y de un mismo poder constituyente».

Esta definición permite entender el proceso evolutivo y su desarrollo histórico, que naturalmente parte de la monarquía absoluta o, más bien, con su ocaso definitivo, permitiendo la transformación constitucional de la monarquía. Una profunda transformación que, sin embargo, como acertadamente explica el autor, supuso que «la institución frente a la cual se edificó el Estado revolucionario va a ser, paradójicamente, uno de sus nuevos referentes, uno de sus más notables factores de estabilización e incluso en muchos casos, su más clara simbolización». Su conversión en poder moderador, en suma, permitió su supervivencia y consolidación al margen de su concreta institucionalización como sujeto electivo o hereditario. Esto es, que el surgimiento, a finales del siglo XIX, de «monarcas presidenciales», apoya esta mutación político-jurídica que, no obstante, presenta un claro matiz de notable calado que explica el profesor Coello y que afecta a su legitimidad: «la del Presidente emana de la elección, la del Monarca constitucional emana directamente de la Constitución que da forma al poder del conjunto del Estado». Los poderes, en ambos casos, son sustancialmente homogéneos, con las notables y explicables excepciones de los regímenes presidenciales o semipresidenciales aunque, evidentemente, y pese a la aparente confusión entre la jefatura del Estado y la del Ejecutivo en dichos regímenes, resulta perceptible la neta distinción constitucional entre ambas funciones aunque se residencien orgánicamente en la misma persona. La Jefatura del Estado, siempre y en todo caso, existe porque «algún órgano tiene necesariamente que representar la personalidad jurídica del Estado constitucional».

Los caracteres que la institución reviste, para el autor, se pueden resumir en cuatro órdenes: su naturaleza orgánica –esto es, que con carácter previo se exige una «existencia jurídica, así como un procedimiento igualmente objetivado y jurídicamente delimitado de acceso y abandono de estas funciones»–, su carácter necesario –«el Estado constitucional precisa de manera necesaria la existencia de un órgano constitucional que represente jurídicamente de forma unitaria o conjunta al Estado, recayendo esta función sobre la jefatura del Estado»–, y permanente –«la Jefatura del Estado como órgano representativo está necesariamente dotada de una permanencia que se identifica con la permanencia del conjunto del Estado constitucional y con la existencia con carácter estable y sin solución de continuidad de su funcionamiento, al margen de que se renueve periódicamente»–, además de genérico –en el seno de la jefatura del Estado «caben numerosas formas y tipos específicos»–.

Respecto a las clases, y más allá de su concreta forma monárquica o republicana, singular o plural, electiva o hereditaria, temporalmente limitada o potencialmente vitalicia, hay un hecho sustantivo y vertebrador de la misma, indisociable de su naturaleza y que justifica su existencia: su carácter constitucional. Así, para el profesor Coello, «Lo esencial para que exista Jefatura del Estado es que exista un verdadero Estado constitucional con los Poderes divididos, una sujeción de todos los Poderes a Derecho y sobre ellos una magistratura encargada de ejercer la representación jurídica del Estado por atribución constitucional, por medio de un órgano debidamente racionalizado y legitimado». Por ello, en suma, «todo Estado constitucional es, desde este punto de vista, republicano y no pierde su condición de tal por el hecho de que su Jefe de Estado se denomine Rey».

Sus funciones, derivadas de su función sustancialmente ordenadora, se manifiestan en tres definidos ámbitos, sin perjuicio de la ya resaltada función genérica de ostentar la más alta representación jurídica del Estado que permite que, en palabras del autor, «mediante la intervención del Jefe del Estado, el Derecho puede producir el milagro de la imputación del acto de un concreto Poder estatal al conjunto del Estado constitucional». Una función que se deslinda de forma precisa de la representación política, que corresponde al Parlamento. Esos ámbitos son la función de integración entre la sociedad y el Estado –«es un órgano constitucional cuyo titular tiene la delicada y trascendental función de representar los valores constitucionales»–, la función de integración simbólica de los territorios –«una Jefatura del Estado fuertemente representativa (…), constituye un importante elemento de cohesión unificadora aunque no necesariamente centralizadora»–, sin perjuicio de otras concretas manifestaciones de su funcionalidad, como la Jefatura de las Fuerzas Armadas –recordando la experiencia española el 23-F, el profesor Coello recuerda que «en situaciones de intento de alteración del orden constitucional, el papel del Jefe del Estado como su representante jurídico máximo y a un tiempo más alto mando simbólico del Ejército puede coadyuvar o incluso ser determinante para la evitación de la alteración por la fuerza del orden constitucional»–, o el conferimiento de empleos civiles y militares del Estado o el ejercicio del derecho de gracia.

III. 

La naturaleza de la Jefatura del Estado, al margen de la concreta forma jurídico-constitucional que adopte, –republicana o monárquica–, reviste una relevante importancia en la historia del constitucionalismo.

Una importancia que surge en el siglo XIX, con la paulatina evolución de las monarquías decimonónicas, traduciéndose en el nacimiento de una magistratura capital para forjar un modelo constitucional presidido por el Estado de Derecho gracias a la racionalización jurídica de una institución que había mutado de la personificación del Estado absolutista hasta constituirse en epítome del Estado constitucional pero que, sin embargo, no puede considerarse heredera directa de ella.

Es, en suma, y en palabras del propio autor, un «órgano de relevancia constitucional en el sentido de que la Jefatura del Estado, solo puede estar presente en el seno del Estado constitucional y jamás en un estado autocrático».

La obra del profesor Coello de Portugal, en suma, resulta de indudable interés por la profundidad de su análisis, por la perspectiva rigurosa que afronta y por los sutiles matices en los que, a modo de panóptico histórico-jurídico, el autor destila un estudio que no descuida ningún aspecto relevante de la que se ha situado, ex constitutione, como la primera magistratura de nuestro Estado constitucional.

David Delgado Ramos

Profesor Ayudante Doctor de Derecho Constitucional

Universidad Rey Juan Carlos

 

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