Estudios de Deusto

Revista de Derecho Público

ISSN 0423-4847 (Print)

ISSN 2386-9062 (Online)

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed

Vol. 70/1 enero-junio 2022

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed7012022

Monográfico: Democracia, Estado de Derecho e independencia judicial en Europa

DEMOCRACIA ILIBERAL, POPULISMO Y ESTADO DE DERECHO

Iliberal Democracy, Populism and the Rule of Law

Astrid Barrio López

Profesora Titular de Derecho Constitucional

Universitat de Valéncia

https://doi.org/10.18543/ed.2493

Recibido: 25.05.2022

Aceptado: 14.06.2022

Publicado en línea: junio 2022

Resumen

El artículo aborda la afectación de la democracia iliberal y del populismo sobre el Estado de Derecho. En primer lugar se discute acerca de la idoneidad de concepto de democracia iliberal que desde el punto de vista teórico y normativo resulta un oxímoron. En segundo lugar se aborda la vinculación entre la democracia liberal y el populismo asumiendo que el primero es un elemento consustancial. Por último se analizan las prácticas iliberales de algunas democracias modernas, sus pautas comunes y como ello incide en el Estado de Derecho

Palabras clave

Democracia iliberal, populismo, Estado de Derecho.

Abstract

The article addresses the impact of illiberal democracy and populism on the rule of law. In the first place, the suitability of the concept of illiberal democracy is discussed, which from the theoretical and normative point of view is an oxymoron. Second, the link between liberal democracy and populism is addressed, assuming that this one an inherent element. Finally, the illiberal practices of some modern democracies, their common guidelines and how this affects the rule of law are analyzed.

Keywords

Illiberal democracy, populism, Rule of Law.

Sumario: I. Introducción. II. El controvertido concepto de democracia liberal. III. La democracia iliberal y el populismo. IV. La amenaza de las democracias iliberales al Estado de Derecho. V. Conclusiones. VI. Bibliografía.

I. INTRODUCCIÓN

La idea de democracia iliberal está cada vez más presente tanto en el debate académico como en el debate público a fin de describir una serie de prácticas que tienen lugar en sistemas políticos que cumplen muchos de los requisitos para ser considerados democráticos. Ello se explica porque a pesar de que no trata de un fenómeno nuevo, de hecho Faared Zakaria (1994) ya lo había detectado hace más de un cuarto de siglo, sobre todo en democracias recientes o en vías de consolidación, los métodos iliberales se han extendido incluso algunas de las democracias que parecían más asentadas. Tanto es así que, a pesar de que la democracia está más extendida que nunca, hay quien plantea que nos encontramos ante una tercera ola de autocratización (Lührmann y Lindberg, 2019) entendiendo como tal el declive de los atributos democráticos y el alejamiento de la democracia plena. Y una ola además que, a diferencia de etapas anteriores en que las que democracia acostumbraba a verse interrumpida súbitamente por crisis o por golpes de estado, se caracteriza porque las democracias se ven erosionadas de una manera más gradual y sutil, siempre bajo la apariencia de legalidad y sin llegar a su completo colapso.

La evidencia empírica revela la existencia de unos sistemas políticos en los que se mantienen las formas democráticas pero en los que se ve erosionada la dimensión liberal que suele acompañarlos. Se constata una debilitación de la separación de poderes y de los pesos y contrapesos habituales en favor de un mayor protagonismo del ejecutivo que concentra poder, una reducción de los derechos y libertades de los ciudadanos, en particular de las minorías, un menoscabo a la libertad de prensa y una deslegitimación tanto de la fiscalización interna que puede ejercer la sociedad civil y las ONG como de la externa que es llevada a cabo por las organizaciones internacionales. Ante esta situación ha arreciado el debate en torno a la tipificación de este tipo de regímenes y hay quien discute la conveniencia de referirse a ellos como democracias iliberales al considerar que desde un punto de vista normativo este concepto es un oxímoron. La primera parte de este artículo da cuenta de este debate y trata de delimitar los contornos del fenómeno.

Se da la circunstancia, además, que buena parte de los países en los que se están observando prácticas iliberales son países en los que han accedido al poder líderes o partidos que pueden ser considerados populistas de distinta tendencia ideológica. De ahí que resulte altamente conveniente explorar la vinculación que hay entre el populismo y la democracia iliberal. Al igual que con este último concepto también existe una gran discusión en torno a qué es el populismo y a cuáles son sus atributos. Sin embargo, hay bastante consenso acerca de que el populismo siempre se sustenta en una división dicotómica de la sociedad en dos bandos antagónicos con atributos morales opuestos, el pueblo, que personifica la virtud, y la élite que es el exponente de la corrupción, y en la asunción de que la política ha de ser el resultado de la voluntad general (Mudde, 2004). Pero también hay autores que consideran que su rasgo más distintivo es precisamente su concepción iliberal de la democracia (Kriesi y Pappas, 2015). Ello no quiere decir que todas las democracias iliberales sean populistas pero sí que todos los populismos comparten rasgos iliberales que derivan en todos los casos de la primacía otorgada a la voluntad del pueblo. El segundo apartado se dedica a abordar esta cuestión.

Finalmente en el tercer apartado se explora la afectación que tienen las prácticas iliberales sobre el estado de derecho a través del análisis de dos países, Hungría y Polonia, que se pueden considerar los mejores exponentes de la deriva iliberal en democracias recientes pero consolidadas.

II. EL CONTROVERTIDO CONCEPTO DE DEMOCRACIA LIBERAL

A pesar del creciente uso del concepto democracia iliberal no puede decirse que exista acuerdo acerca de la idoneidad del mismo. Esta adjetivación de la democracia surgió en oposición a la clásica idea de democracia liberal que está integrada por dos componentes que han tendido a ir asociados y a reconocerse como indisolubles. El primero de los componentes, la democracia, asume que la selección de un gobierno de mayoría se lleva a cabo a través de la representación y que para que ello tenga lugar deben darse ciertas condiciones: deben celebrarse elecciones libres y justas, ha de existir libre competencia entre distintas opciones políticas, debe haber medios de comunicación plurales, la limpieza del proceso debe estar garantizada así como la neutralidad de las autoridades electorales y el voto debe ser igual, universal, directo y secreto. Así solo es el ejercicio del voto sino las condiciones para el ejercicio del voto, algo que se encuentra muy vinculado al segundo de los componentes, el liberalismo constitucional. Este se concibe como un freno a la arbitrariedad del poder y a la tiranía de la mayoría sobre la minoría e implica por un lado, el imperio de la ley, es decir que tanto los ciudadanos como los poderes públicos estén sometidos a una misma ley y que ésta sea elaborada por un parlamento elegido democráticamente, y por el otro, que estén garantizados los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. Asimismo también es preceptivo en el liberalismo constitucional que existe una separación de poderes orgánica, funcional y personal entre poder legislativo, ejecutivo y judicial de acuerdo con la clásica fórmula del barón de Montesquieu.

Tras observar ya en la última década del siglo XX que muchos regímenes políticos cuyos representantes y gobiernos eran elegidos por medio de elecciones acababan no viéndose constreñidos por los límites constitucionales al poder y que tendían a restringir o sustraer a los ciudadanos algunos derechos y libertades básicos y así como de la constatación del crecimiento del número de presidentes que ignoraban o eludían a los parlamentos gobernando por decreto y que aprobaban leyes que atentaban contra las minorías o contra el ejercicio de las libertades Faared Zakaria acuñó el concepto de democracia iliberal, en su célebre ensayo The Rise of Illiberal Democracy (1997). De entrada, el autor, ya reconocía las dificultades para detectar esta problemática porque desde la democratización de los regímenes liberales en el mundo occidental a partir de finales del siglo XIX lo habitual era identificar la democracia con la democracia liberal, es decir con un sistema político en el que conviven la celebración de elecciones libres y justas con los principios del liberalismo constitucional, a saber, el imperio de la ley, la división de poderes y la protección de los derechos humanos, al menos los de primera generación.

Sin embargo y a pesar de que por su coincidencia en el tiempo siempre se ha tendido a vincular el liberalismo constitucional con el ascenso de la democracia lo cierto es que, si bien las prácticas democráticas como mecanismo de selección de gobernantes han ido en aumento como consecuencia de las últimas olas democratizadoras, por utilizar la terminología de Huntington (1991), ello no se ha producido necesariamente en paralelo con el asentamiento de las prácticas del liberalismo constitucional. Es decir, ha crecido el número de países en los que se celebran elecciones pero ello no ha dado lugar a un incremento del liberalismo constitucional por lo que ambos conceptos, empíricamente, han quedado disociados.

Porque si se interpreta que la democracia es, como lo hacen muchos de sus teóricos, eminentemente como un mecanismo de selección de gobernantes por medio de la competición por el voto, lo cual no implica por definición, que de esa selección de derive necesariamente un buen gobierno, la democracia fácilmente se puede deslindar del liberalismo constitucional, máxime cuando este sí lleva asociado, si no una idea de buen gobierno, sí como mínimo una concepción de cuales ser los objetivos del gobierno, esto es, proteger a los individuos de la tiranía por medio de la garantía de derechos y libertades, de la separación del poderes y de la existencia de tribunales imparciales, y todo ello regulado por una ley fundamental encargada de limitar a los poderes y de proteger a los ciudadanos frente a la arbitrariedad.

De acuerdo con ello, se puede hablar de democracia pero no necesariamente liberalismo constitucional, siempre y cuando no se establecen o cuando se rebajan los límites de las autoridades gubernamentales que concentran y amplifican su poder y lo hacen, en muchas ocasiones, en detrimento de las minorías y buscando legitimidad al amparo de la existencia de amplias mayorías que les dan apoyo. La evidencia empírica permite pues hablar de democracia iliberal, un concepto que analíticamente parte de la disociación de dos componentes que teóricamente parecían indisolubles, la democracia y el liberalismo constitucional y que enfatiza una concepción de democracia que prioriza la dimensión electoral y que es entendida únicamente como un mecanismo de selección de gobernantes y como la fuente de legitimidad de las decisiones pero que desecha aspectos fundamentales de las elecciones. En concreto no hay certeza acerca de la limpieza del proceso electoral, no hay garantías de la libre competencia entre las opciones políticas diversas, no hay una autoridad electoral neutral, no existe una pluralidad de fuentes de información fiables y el sufragio no es necesariamente igual, libre, directo y secreto y tampoco existen instituciones que garanticen que las política gubernamentales dependen de las preferencias de los ciudadanos a pesar de que se justifiquen y busquen legitimarse basándose en ello. Por estas ausencias este concepto de democracia liberal es controvertido y para muchos, desde un punto de vista normativo, un oxímoron.

No debe extrañar, por tanto, que existan muchas dudas acerca de la conveniencia de referirse a este fenómeno como democracia iliberal y que haya quien prefiera utilizar otros conceptos que puedan generar menos contradicciones desde un punto de vista teórico y normativo. Así en el campo de la ciencia política desde el momento en que, como consecuencia de la tercera ola democratizadora proliferaron los regímenes que no eran claramente democráticos pero tampoco eran netamente autoritarios, ha habido una notable profusión de términos para referirse a esta realidad, en muchos casos adjetivando la democracia (Collier y Levitsky, 1997) como ya hizo el propio Zakaria, y en otros optando por la más neutra denominación de regímenes híbridos (Diamond, 2002) para referirse a regímenes que cumplen con algunos de los requisitos de la democracia pero que también presentan algunos rasgos autoritarios. Todo ello no es más que una pequeña muestra de que el debate acerca de lo que es democracia y lo que no lo es sigue inacabado y de que los estudiosos siguen teniendo enormes dificultades para hacer clasificaciones en un repertorio cada vez más variado de regímenes políticos. Una solución, por ejemplo, que trata de superar esta lógica es hablar de variedades de democracia, como hace el proyecto V-Dem que incorpora las distintas concepciones de la misma y trata de dilucidar grados y tipos[1].

Por otra parte, en contra de lo que, a las puertas de la descomposición del bloque soviético y de la victoria de occidente, anticipa la famosa previsión de Fukuyama (1989) acerca de la inevitabilidad del liberalismo democrático como destino de la humanidad, la democracia liberal podía no ser el destino final de la vida democrática sino solo una de sus posibles salidas, algo de lo ya alertó el propio Zaakaria (1997). Ciertamente la presunción del triunfo de la democracia liberal se basaba no solo en la derrota del comunismo sino también en la inexistencia de cualquier opción alternativa mínimamente viable y extrapolable. Ni lo eran las teocracias de corte islámico ni lo era la vía china al capitalismo, que desde el punto de vista ideológico eran las únicas cosmovisiones alternativas, ni ningún otro tipo de régimen poseía ni la reputación ni la capacidad para contagiar políticamente más allá de sus áreas de influencia. Y a pesar de que se asumía que la democracia liberal podía no triunfar de lo que había pocas dudas era acerca de su capacidad de supervivencia en los países con democracias liberales consolidadas e incluso a su irreversibilidad, algo que se vinculaba a determinados niveles de desarrollo y de bienestar y a una cultura política de naturaleza cívica (Almond y Verba, 1963) . Pero se da la circunstancia de que incluso algunas de las democracias consideradas plenamente consolidadas han experimentado retrocesos y parecen no ser capaces de sustraerse a una cierta deriva iliberal. El caso estadounidense bajo la presidencia de Donald Trump sería el caso más paradigmático. Pero ello no sólo por la actividad de los gobiernos o por las actitudes de los gobernantes sino también porque en muchos sistemas políticos democráticos cada vez más ciudadanos se muestran descontentos con su funcionamiento y con sus rendimientos y empiezan a tener pulsiones autoritarias (Moghaddam, 2019), las mismas de las que ya habían alertado Eric Fromm y Theodor Adorno a propósito del ascenso del fascismo y del nazismo.

Así pues y aunque como se ha señalado desde un punto de vista teórico y normativo la idea de democracia iliberal presenta dificultades, la evidencia empírica pone de manifiesto y cada vez más la posibilidad de disociar sus dos componentes, la democracia y liberalismo razón por la cual se entiende por democracia iliberal aquella en la que el gobierno es elegido democráticamente pero que una vez en el poder tiende a ignorar los límites constitucionales y a no respetar los derechos y las libertades individuales. En la práctica iliberal se pueden distinguir dos tipos de actuaciones que están estrechamente vinculadas entre sí. Por un lado aquellas encaminadas a garantizar el dominio de las instituciones y por otro aquellas relacionadas con la limitación de los derechos y libertades fundamentales.

Uno de los principales rasgos distintivos de las democracias iliberales es su voluntad de hacerse con el máximo control de las instituciones. Una vez, conseguido el acceso al gobierno por medio de elecciones y por tanto tras haberse asegurado el control del poder ejecutivo, pero también gracias al disfrute de la mayoría en el parlamento que le asegura el control del poder legislativo se impulsa legislación, en muchas ocasiones en forma de decreto, tendente a perpetuarse en el poder y a minimizar el poder o a hacerse con el control del resto de instituciones. Así abundan las reformas institucionales encaminadas a favorecer su permanencia en el poder mediante reformas electorales y también aquellas que buscan socavar la división de poderes, especialmente en relación con el poder judicial o con el órgano encargado de ejercer el control de la constitucionalidad. Suele hacerse por medio de la alteración de las normas a fin de garantizarse jueces afines al gobierno, bien sea por medio de su designación, bien sea por medio de la obstaculización de la tarea o de la destitución de los magistrados imparciales o no alineados con el gobierno. En paralelo y también gracias al control del ejecutivo y del legislativo se tienden a copar los cargos públicos y a situar a sus afines en puestos de responsabilidad y en todas las instituciones del Estado, de modo que en las democracia iliberales abundan las prácticas de patronazgo y de clientelismo que acaban por socavan los mecanismos de pesos y contrapesos. Igualmente y con el objetivo de evitar cualquier tipo de fiscalización los gobiernos iliberales reacios a someterse a control externo y suelen impugnar la legitimidad de los organismos e instituciones internacionales de los que forman parte, llegando en ocasiones a ignorar sus acuerdos y directrices y a desafiarlos abiertamente.

En cuanto a la limitación de derechos y libertades el acceso al poder y la adopción de lógicas mayoritarias avaladas, como veremos, por la asunción literal de la idea de la voluntad del pueblo, allana el camino para la aprobación de legislación contraria a los derechos de las minorías, siendo blanco habitual los colectivos LGTBI, los inmigrantes o las mujeres. Del mismo modo es habitual promover legislación que limita el pluralismo. Por un lado el pluralismo informativo, que se materializa sino directamente en una restricción de la libertad de prensa sí en la obstaculización de la capacidad de actuación de la prensa no subordinada al poder que puede ser criminalizada o perseguida persecución. Y esto en paralelo al desarrollo de un poderoso aparato de propaganda que en muchos casos se dedica a difundir noticias falsas para reforzar sus posicionamientos políticos. Por el otro también se limita el activismo cívico y en ocasiones político dificultando las actividades de los grupos de oposición. Como es fácilmente deducible esta es no es una agenda políticamente neutra y aunque se pueden identificar prácticas iliberales en gobiernos de signo político muy diverso lo cierto es que en los sistemas políticos considerados democráticos la deriva iliberal es atribuible casi en exclusiva a formaciones y de líderes situados a la derecha del espectro político y que se consideran populistas de derecha radical (Mudde, 2017).

III. LA DEMOCRACIA ILIBERAL Y EL POPULISMO

Del anterior apartado se deduce que la democracia iliberal y el populismo se encuentran estrechamente relacionados. De hecho, tanto que el aumento de las prácticas iliberales, sobre todo las que se manifiestan en las democracias hasta hace poco consideradas consolidadas, tiene mucho que ver con el crecimiento del populismo. Y aunque puede haber democracia iliberal sin populismo, el populismo suele llevar aparejadas derivas iliberales hasta el punto que en el profuso debate en torno a este concepto el iliberalismo, como veremos, es considerado por algunos de sus principales estudiosos su rasgo más distintivo.

Al igual que sucede con el concepto de democracia iliberal el concepto de populismo también es objeto de discusión. Y eso que no se trata de un nuevo vocablo utilizado para referirse solo a un fenómeno actual sino que al contrario, tiene una larga trayectoria y ha sido profusamente utilizado para denominar a una gran diversidad de movimientos, partidos, líderes e ideas políticas en distintos espacios geográficos y en distintas etapas históricas. Se trata de una palabra que en el ámbito académico y a pesar de la multiplicidad de acepciones y aproximaciones, tiene una dimensión eminentemente descriptiva y analítica pero que cada vez está más implantada en el lenguaje político cotidiano y que más que para describir neutralmente una realidad, su uso suele contener un juicio de valor y a asociarse, desde un punto de vista normativo, a un concepción negativa de la política. Tanto es así que las organizaciones o los líderes que son considerados populistas raramente aceptan reconocerse como tales.

El fenómeno populista ha sido abordado desde distintas aproximaciones y desde distintas disciplinas como la historia o la ciencia política y todas ellas, a pesar de las diferencias, se distinguen por tener en común, como consecuencia de la constatación de que en el populismo siempre se da una contraposición entre el constructo pueblo, que siempre tiene una naturaleza virtuosa, y la élite dirigente que siempre es de naturaleza corrupta, que el populismo se distingue por su dualismo. Sin embargo, hay poco consenso más allá de este común denominador, y tal cómo han sugerido Moffit y Torney (2014), a partir de aquí todo son divisiones entre quienes consideran que el populismo es una ideología, aquellos que lo ven como una lógica de funcionamiento, aquellos que sostienen que es un discurso o un estilo de comunicación y aquellos lo ven como una estrategia o como una forma de organización.

La consideración del populismo como una ideología emana de la asunción de que este contiene un conjunto coherente de ideas acerca de cómo organizar la sociedad y de cómo ejercer el poder. Sin embargo, se suele contemplar que, más que una ideología en sentido estricto con todos sus componentes, el populismo es una “ideología delgada” (Stanley, 2008). Ello supone que necesita mezclarse con otras ideologías consideradas gruesas o con otras ideologías delgadas como el nacionalismo de modo que el populismo serviría completar a otras. En cambio los que asumen que el populismo es una lógica de funcionamiento buscan desmarcarse de las disputas semánticas y centrarse en la dimensión ontológica del fenómeno. En esta línea de interpretación se ubica uno de sus principales teóricos, Ernesto Laclau quien considera que el populismo es una lógica que estructura la vida política enmarcada en la lucha por la hegemonía (Laclau, 2005). De acuerdo con esta concepción un movimiento, un partido o un líder no deberían ser considerado populista porque sus políticas o su ideología contengan elementos que claramente puedan ser identificados como tales, sino porque muestra una particular lógica de articulación de los mismos. La aproximación del populismo entendido como un patrón discursivo o como un estilo de comunicación subraya la idea de que el pueblo es un ente virtuoso que ha sido traicionado por unas élites corruptas a las que hay que derrocar y hace de este su principal argumento comunicativo. Y por último el enfoque que percibe al populismo como una estrategia o una forma de organización por medio la cual los líderes personalistas tratan de ejercer el poder a través del apoyo directo, inmediato y no institucionalizado ni organizado de sus seguidores. A fin de superar las limitaciones de las distintas aproximaciones, Moffit y Torney (2014) plantean que el populismo sea considerado sobre todo un estilo político. Un estilo se caracterizaría en primer lugar por la apelación al pueblo como portador de la soberanía y por su oposición respecto a la élite corrupta, en segundo por la asunción de que la existencia de una situación de emergencia derivada de la una crisis o de una amenaza que puede ser real o percibida y por último por la utilización sistemática de los malos modos, es decir de la incorrección política. Estas diferencias han llevado a que algunos estudiosos a plantear la necesidad de reconciliar las diferentes tradiciones de investigación existentes y busquen un enfoque multidimensional que permita determinar una gama más amplia de atributos del populismo y facilitar la identificación de grados y variedades (Olivas Osuna, 2021)

Pero pesar de que persistan numerosas discrepancias en cuanto al enfoque mucha de la investigación politológica en torno al populismo se ha basado en aproximación ideacional y en la adopción de la definición de Cass Mudde, otro de los grandes exponentes en el estudio del populismo que considera el populismo es una ideología. Según dicho autor el populismo “is an ideology that considers society to be ultimately separated into two homogeneous and antagonistic groups, ‘the pure people’ versus ‘the corrupt elite’, and which argues that politics should be an expression of the volonté générale (general will) of the people” (Mudde, 2004: 543). Esta definición recoge buena parte de las aportaciones efectuadas distintas aproximaciones y contiene, tal y como han apuntado Kriesi y Pappas (2015) sus elementos fundamentales: la asunción de la existencia de dos grupos homogéneos, el pueblo y la élite que mantienen relaciones antagónicas entre ellos; la concepción del pueblo como soberano; y, una perspectiva maniquea de la política basada en una concepción positiva del pueblo frente a una concepción negativa de la élite.

Sin embargo la aportación más novedosa de Kriesi y Pappas (2015), es la aseveración de que principal rasgo distintivo del populismo es la concepción iliberal de la democracia Este iliberalismo se expresaría, en primer lugar, en la asunción literal de la idea de gobierno del pueblo y en el rechazo a los clásicos controles y equilibrios liberales, es decir a la idea de pesos y contrapesos que quedan sometidas a la lógica mayoritaria. En segundo término, se manifestaría en una enorme hostilidad hacia los intermediarios y en la preferencia por la vinculación directa de las masas con los líderes, lo que les llevaría a decantarse por mecanismos de democracia participativa. Y finalmente, en que se asumiría que la existencia de una voluntad del pueblo absolutamente monolítica que no dejaría resquicio alguno al pluralismo. Y es precisamente de esta concepción monolítica del pueblo de la que deriva no solo el antagonismo hacia las élites sino también la posibilidad de que existan antagonismos hacia otros colectivos que ni forman parte de la élite ni estarían incluidos en la categoría pueblo, que en muchos casos es definido en términos identitarios. De ahí surge la concepción nativista que incorporan algunos populismos, , en particular los partidos populistas de derecha radical sobre todo en Europa (Marzouki, McDonnell y Rey, 2016) y su fobia hacia los inmigrantes o hacia las minorías que pueden suponer una amenaza a su concepción monolítica de pueblo.

El surgimiento y el auge del populismo, en particular en el mundo occidental, se ha atribuido a razones económicas y a la percepción por parte de algunos colectivos de que la globalización es una amenaza pero también se debería a un problema políticos que vendrían gestándose desde hace tiempo y que habría provocado la erosión de los partidos tradicionales por las dificultades para ser su vez responsables y responsivos en situaciones de crisis habría debilitado el vínculo representativo (Mair, ) y habría favorecido el ascenso del populismo. Su éxito, sin embargo a pesar de que las condiciones sean similares en las distintas sociedades, su éxito no es homogéneo sino que se halla sujeto a factores de distintas naturaleza. Por un lado aquellos vinculados a la cultura política (Norris y Inglehart, 2019) de modo que habría sociedades más o menos permeables a la pulsión populista. Por otro, a factores institucionales tales como el sistema electoral o las constricciones para el acceso de nuevas formaciones. Y por último a factores de tipo político como pueden ser la persistencia de las fracturas políticas tradicionales y el grado de institucionalización de los partidos y de los sistemas de partidos que dificultarían el surgimiento y enraizamiento del populismo. En cualquier caso el común denominador que explica su ascenso suele ser el surgimiento de un líder que personifica al pueblo y cuyo acceso al poder tiene lugar con la promesa de dar cumplimiento a la voluntad del pueblo, algo que acaba sucediendo por medio de la abolición de los mecanismos institucionales que le impiden llevar a cabo la voluntad del pueblo. El populismo, por tanto, se puede considerar democrático en el sentido de que quiere llevar a cabo la voluntad del pueblo pero es iliberal porque no concibe que haya ningún límite esa voluntad. Como veremos en el siguiente apartado a propósito de los casos de Hungría y Polonia los líderes populistas llegan al poder por canales democráticos y lo utilizan para perpetuarse en él mediante prácticas iliberales. Lo hacen socavando la división de poderes, particularmente tratando de controlar a los tribunales y a las autoridades electorales, haciéndose con el control de los medios de comunicación y limitando la capacidad la oposición, cercenando los derechos de colectivos a los que consideran sus enemigos y tratando de obviar cualquier posibilidad de fiscalización interior y exterior.

IV. LA AMENAZA DE LAS DEMOCRACIAS ILIBERALES AL ESTADO DE DERECHO

Existe una gran pluralidad de países en los que tras la llegada al poder de líderes y partidos populistas han iniciado el tránsito hacia la democracia iliberal y prácticamente, no hay área geográfica del planeta que haya escapado a ello. Existen una gran diversidad de prácticas iliberales pero a pesar de esta diversidad todos los países tienen en común que ejecutivos electos socavan el estado de derecho bien sea mediante reformas institucionales destinadas a reforzar el poder del ejecutivo y a minimizar el del resto de poderes y su capacidad de control, bien sea limitando los derechos de los ciudadanos, la libertad de prensa y la libre competencia de opciones políticas o bien mediante una combinación de todo ello (Bermeo, 2016).

Estas prácticas iliberales que se han extendido por todo el globo. En Estados Unidos el mandato de Trump y su pésima relación con la prensa crítica y su afición por las noticias falsas y sobre todo su salida del poder tras el asalto al Capitolio con su beneplácito por parte de sus seguidores es el principal ejemplo de que las viejas democracias no son inmunes a la deriva populista e iliberal pero también dan cuenta de la importancia de que la solidez de los diseños institucionales y el mantenimiento de los pesos y contrapesos es un poderoso freno a las tendencias autocráticas. En América del Sur encontramos el caso de Brasil tras la llegada de Jair Bolsonaro en 2019 se ha caracterizado por sus constantes desafíos al Congreso, en el que no dispone de mayoría, o al Tribunal Supremo, dos instituciones que han logrado contener sus ambiciones mayoritarias y antipluralistas y sobretodo la Venezuela bolivariana primero de Hugo Chaves y más tarde de Nicolás Maduro que no solo ha dejado de ser liberal sino también democrática incluso desde el punto de vista procedimental. El chavismo por medio de la reforma de la Constitución se ha hecho con el control de todas las instituciones del estado, ha penetrado en la sociedad civil y ha socavado la capacidad de la oposición y la de los medios de comunicación críticos y de modo que no solo es iliberal desde el punto de vista del liberalismo constitucional sino que tampoco es democrática porque a pesar de celebrar elecciones el proceso suscita muchas dudas. Asia, por su parte, no ha escapado a esta tendencia. En Turquía desde la victoria de Recep Tayyip Erdoğan se han restringido las libertades de prensa, de asociación y de reunión y se persigue a la oposición, al tiempo que se ha erosionado la separación de poderes y la independencia de la justicia. Igualmente la mayor democracia del mundo, la India , también ha experimentado una deriva iliberal desde la llegada de Narendra Modi al poder que se ha plasmado, entre otros, en la ley de ciudadanía que priva del acceso a la ciudadanía a los residentes musulmanes. La ola de iliberalismo también ha llegado a Filipinas a través de la guerra contra el crimen ajena al respecto por los derechos humanos emprendida por el presidente Rodrigo Duterte, y también a Singapur donde el largo mandato del primer ministro Lee Hsien Loong, que sistemáticamente es reelegido democráticamente, es compatible con amplias restricciones a la libertad prensa y a la libre competencia política.

Los comportamientos iliberales también han hecho su aparición en el seno la Unión Europa y aunque no de manera exclusiva los países donde más han aflorado ha sido en los países integrantes del grupo de Visegrado, a saber, Hungría, Polonia, Eslovaquia y la República Checa, todos ellos antiguos de países de la órbita soviética que habían abrazado la democracia liberal en la cuarta ola democratizadora. En la última década los diversas formaciones que han llegado al poder en todos estos países, en la mayor parte de casos pertenecientes a la familia de partidos populistas de derecha radical, han tratado de alterar la naturaleza de esos regímenes (Zielonka, 2018) llevando a cabo revisiones constitucionales que buscan modificar el funcionamiento de las distintas instituciones como el gobierno, el parlamento, los tribunales o los bancos centrales con el objetivo de reducir su independencia y de centralizar el poder. Algunas de estas decisiones, además, se han justificado como la vía para resolver los problemas estructurales que arrastran estos países y que se han tratado de vincular a la pérdida de soberanía derivada de su pertenencia a la Unión Europea o a otras instituciones internacionales cuya legitimidad ha sido cuestionada y cuyo poder ha sido desafiado.

De entre todos estos países destaca Hungría que se puede considerar el decano del iliberalismo europeo no solo por haber sido el primero en llevar a cabo prácticas iliberales sino también por haber sido el primero en reconocer sin ningún tipo de rubor esta adjetivación. Su primer ministro, Víctor Orban, en 2014, pronunció un célebre discurso, en el que no dudó en defender la conveniencia y las bondades del iliberalismo afirmado “We needed to state that a democracy is not necessarily liberal. Just because something is not liberal, it still can be a democracy. Moreover, it could be and needed to be expressed, that probably societies founded upon the principle of the liberal way to organize a state will not be able to sustain their world-competitiveness in the following years, and more likely they will suffer a setback, unless they will be able to substantially reform themselves[2] y en reafirmar la senda illiberal de Hungría anunciando que “ we have to abandon liberal methods and principles of organizing a society, as well as the liberal way to look at the world”[3].

Desde su segundo acceso al poder en 2010, Orban, que ya había sido primer ministro entre 1998 y 2002, la democracia húngara se ha ido deteriorando. Gracias a una amplia mayoría parlamentaria emprendió una serie de reformas institucionales que afectaron a la división de poderes, a la libre competencia política, a la pluralidad de los medios de comunicación y a los derechos de los minorías. Orban ha reformado la Constitución hasta en diez ocasiones y ha elaborado una nueva ley electoral con el objetivo de favorecer a su partido, el FIDESZ. Asimismo ha reformado el Tribunal Constitucional y el poder judicial para forzar la jubilación de los jueces críticos con el gobierno con el objetivo de controlar su composición y de situar a jueces afines cuyo nombramiento ha pasado a depender del poder ejecutivo. Del mismo modo ha impulsado una ley de medios de comunicación que coarta la libertad de expresión y que limita la capacidad de los medios críticos con el gobierno, al tiempo que ha restringido los derechos de las minorías, en particular de los inmigrantes y de las personas LGTB, todo ello a raíz de una concepción de matriz católica. Una de las decisiones más controvertidas ha sido la relativa al trato de las ONG y a la Universidad Centroeuropea de Budapest fundada por el magnate George Soro a través de la Ley de Educación Superior no solo limitaba la autonomía universitaria sino también la presencia de instituciones de educación superior de origen extranjero que eran obligadas a disponer de una sede en sus respectivos países de origen, un requisito que Soros no cumplía razón por la cual la institución se vio obligada a trasladar su sede a Viena. En el fondo esta actitud hacia la Universidad Centroeuropea era un ejemplo de la voluntad de limitar la autonomía de la sociedad civil así como todas las vías que pudieran suponer el menor atisbo de fiscalización externa. Esta conducta se ha exacerbado hasta el punto de que la Hungría de Orban ha desacatado las decisiones del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Su creciente actitud de desafío a la Unión Europea, le ha valido reproches y advertencias por parte de instituciones y autoridades comunitarias aunque sin llegar a ejecutar sanciones aunque el FIDESZ sí que ha abandonado el Partido Popular Europeo tras una reforma de los estatutos que allanaba su expulsión.

Al igual que en Hungría el comportamiento de Polonia desde 2016 ha levantado todas las alarmas en el seno de la Unión Europea. El gobierno del Partido Ley y Justicia liderado por Jarosław Kaczyński ha tratado fraudulentamente de llevar a cabo reformas constitucionales por medio cambios legislativos impulsados por el ejecutivo con el aval del parlamento con el objetivo de condicionar funcionamiento del Tribunal Constitucional, de limitar su independencia y subordinarlo al resto de poderes (Natirski, 2016). El Tribunal Constitucional declaró nulos los cambios al considerarlos inconstitucionales e invalidó el nombramiento de los nuevos jueces desatando un enfrentamiento con el jefe de Estado, el gobierno y la mayoría parlamentaria que se negaron a acatar la decisión, un desacato que provocó quejas por parte de la UE y del Consejo de Europa. En consecuencia y de manera no solo ilegítima sino también ilegal se han designado más jueces que los que correspondía y han introducido modificaciones en los plazos para dilatar la toma de decisiones como mecanismo para dilatar los procesos de fiscalización y de control constitucional. Con ello se trataba de evitar que el Tribunal Constitucional actuase como contrapeso ante una agenda política muy conservadora que aspira a limitar los derechos de las minorías, en especial de la comunidad LGTBI y de los inmigrantes. Estas actuaciones fueron el preludio de restricciones a la independencia y libertad de expresión de los medios de comunicación así como del intento de prohibir la propiedad extranjera de los medios de comunicación. Del mismo modo se ha producido una reducción de las garantías de los ciudadanos frente a las fuerzas de seguridad y se han subordinado los derechos individuales a principios religiosos, por ejemplo en cuestiones como el aborto. El colofón a todo ello ha sido el cuestionado y dividido Tribunal Constitucional polaco ha decretado que diversos aspectos de los tratados de la Unión Europea son incompatibles con la Constitución polaca y que no es competente para evaluar la justicia polaca provocando un enfrentamiento con el Parlamento Europea que con un amplísimo apoyo (502 votos a favor frente a 153 en contra y 16 abstenciones) aprobó una resolución que establecía que en esas condiciones el Tribunal Constitucional carecía de independencia y de validez jurídica y que por tanto no estaba cualificado para interpretar la Constitución.

Como señala Bień-Kacała (2021) tanto Polonia como Hungría han desarrollado un constitucionalismo que puede ser etiquetado como iliberal, un tipo de constitucionalismo que no es completamente opuesto al constitucionalismo liberal y que no equivale a autoritarismo pero que se se aparta del primero y tiende hacia el segundo. Asimismo constata que la democracia todavía existe, al igual que los derechos humanos y que el estado de derecho existe y son observables, pero ninguno prevalece en su totalidad.

En todos los países en los que hay conductas iliberales por parte del poder ejecutivo el estado de derecho se resiente. Desde el punto de vista institucional la división de poderes se ve amenazada y los pesos y contrapesos se ven invalidados, muy especialmente a través de los intentos de intervenir el poder judicial y los órganos de vigilancia de la constitucionalidad cuyo control resulta fundamental para eludir la fiscalización, en muchos casos, de la legislación restrictiva con los derechos fundamentales. Esta limitación de derechos que suelen promover estos regímenes y que afecta a las minorías también lamina el estado de derecho porque puede llegar a socavar el principio de igualdad ante la ley. Y por último lado la penetración y la patrimonialización de las instituciones que llevan a cabo los líderes y partidos populistas dificulta las garantías de legalidad y neutralidad de la administración así como su transparencia y capacidad para rendir cuentas. El estado de derecho no desaparece en su totalidad pero se ve seriamente amenazado hasta el punto de que su capacidad de supervivencia se ve cuestionada. Pero el iliberalismo no solo afecta la dimensión liberal y que se asocia al Estado de Derecho sino también dimensión democrática dado que se la libre competencia política se ve cuestionada, se producen limitaciones en la libertad de prensa y el proceso electoral no siempre tiene garantías de neutralidad.

V. CONCLUSIONES

La democracia iliberal está cada vez más extendida como pone de manifiesto la evidencia de múltiples regímenes en los que, como se ha visto se produce una disociación de dos ideas, la democracia y el liberalismo que desde un punto de vista teórico se concebían como indisolubles. Esta constatación ha dado lugar a una discusión en torno a la idoneidad del concepto de democracia liberal y ha llevado a algunos autores a sugerir otras denominaciones para este fenómeno que estén desprovistos de criterios normativos. Sin embargo, el concepto se ha asentado tanto en la jerga académica como en el lenguaje común y se usa para referirse a sistemas políticos en los que el gobierno es elegido democráticamente pero que una vez en el poder tiende a ignorar los límites constitucionales y a no respetar los derechos y las libertades individuales.

Se da la circunstancia , además, de que muchos de los líderes y partidos que promueven la democracia liberal reúnen las condiciones para considerar populistas, de ahí la pertinencia de abordar la relación entre la democracia iliberal y el populismo. Sobre este concepto existe un profuso debate pero hay acuerdo acerca de la asunción maniquea de la existencia de dos grupos homogéneos, el pueblo, que se concibe como un ente virtuoso, y de una élite corrupta, que mantienen relaciones antagónicas entre ellos. Asimismo el populismo se distinguiría por una concepción iliberal de la democracia basada principalmente en la exaltación de la idea de gobierno del pueblo y en el consecuente rechazo a los clásicos controles y equilibrios liberales.

Y este es precisamente el comportamiento que se observa en las democracias iliberales que se distinguen por tener un patrón de actuación bastante uniforme. Tras el acceso al poder de líderes y partidos populistas y gracias a la obtención de sólidas mayorías que le permiten invocar la idea de la voluntad del pueblo sin límites promueven reformas que socavan la división de poderes dando una gran preeminencia al ejecutivo. Tratan especialmente de controlar los tribunales ordinarios y los órganos de control de la constitucionalidad introduciendo a jueces afines o dificultando el papel de los jueces que presentan resistencias por medio, por ejemplo de traslados o jubilaciones forzosas. Asimismo el intento de controlar de los distintos organismos estatales por medio de prácticas clientelares y acaba socavando el sistema de pesos y contrapesos. Del mismo modo impulsan legislación contra las minorías o los extranjeros que limitan los derechos y libertades individuales, cuya defensa ya no pueden ser garantizada por los tribunales. Ello provoca la condena por parte de las organizaciones internacionales u ONG que denuncian las violaciones de los derechos humanos contra opositores, minorías y extranjeros, ante lo cual las autoridades políticas suelen reaccionar tratando de deslegitimar a esas instituciones acusándolos de violentar su soberanía. Y por último se intenta controlar los medios de comunicación y las fuentes de pensamiento así como de imponer un relato oficial plagado de noticias falsas. Todo ello, en muchos casos intensificando la represión, restringiendo el papel de la sociedad civil y de los partidos de la oposición aunque sin abolir las elecciones con formato competitivo que permiten mantener la apariencia de democracia aunque minimizando sus rasgos liberales.

Fruto de todo ello la calidad del estado de derecho se ve amenazada. La división de poderes y los pesos y contrapesos quedan en entredicho al igual que las garantías de legalidad y neutralidad de la administración a causa de la colonización de las instituciones y los derechos de los ciudadanos, sobre todo de las minorías son laminados. La dimensión liberal de la democracia se ve mermada y aunque los gobernantes son elegidos por medio de elecciones, estas restricciones también acaban afectando a la dimensión democrática que ve cuestionada su calidad.

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[1] Para más detalles véase https://www.v-dem.net/es/.

[3] Idem.

 

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