Estudios de Deusto

Revista de Derecho Público

ISSN 0423-4847 (Print)

ISSN 2386-9062 (Online)

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed

Vol. 70/2 julio-diciembre 2022

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed7022022

Estudios

SÍMBOLOS, NEUTRALIDAD E INTEGRACIÓN CONSTITUCIONAL

Symbols, Neutrality and Constitutional Integration

Josu de Miguel Bárcena

Profesor de Derecho Constitucional

Universidad de Cantabria

https://doi.org/10.18543/ed.2651

Recibido: 29.11.2022

Aceptado: 14.12.2022

Publicado en línea: diciembre 2022

Resumen

El presente trabajo pretende analizar los conflictos simbólicos que vienen sucediéndose en España, desde un punto de vista constitucional. Para ello se aborda el símbolo como noción jurídica que contribuye a la integración de la comunidad política. Es importante tener en cuenta que las polémicas sobre banderas y otros emblemas se producen en lo que puede calificarse como espacio y tiempo iusfundamentales, es decir, ámbitos donde concurren derechos fundamentales y potestades de las administraciones públicos. Se propone, en tal sentido, usar el concepto de neutralidad institucional para ensanchar el principio de objetividad y así resolver en el contexto jurisdiccional o de la legalidad ordinaria, los problemas de semiótica política.

Palabras clave

Símbolos políticos; espacio iusfundamental; integración constitucional; neutralidad institucional; principio de objetividad.

Abstract

The present work aims to analyze the symbolic conflicts that have been taking place in Spain in the last years, from a constitutional point of view. For this, the symbol is studied as a legal notion that contributes to the political integration of the national community. It is important to take into account that the controversies over flags and others emblems occur in iusfundamental time and space, that is, areas where rights and power of public administrations coincide. In this sense, it is proposed to use the concept of neutrality to broaden the principle of objectivity ans thus resolve, in the jurisdictional and legality context, the problems of political semiotics.

Keywords

Political symbols; iusfundamental space; constitutional integration; institutional neutrality; principle of objectivity.

Sumario: I. Introducción. II. El símbolo como concepto jurídico y como mecanismo de integración constitucional. III. Los símbolos en el espacio y tiempo públicos: delimitación jurídica. IV. Breve excurso: los derechos fundamentales en la praxis simbólica. V. Conflictos jurídicos en torno al uso de banderas y otros símbolos en el espacio público e institucional. 1. La obligación de utilizar la bandera de España en edificios y actos públicos y sus incumplimientos. 2. Instalación de banderas y otros símbolos autonómicos en otras Comunidades Autónomas. 3. La exhibición en edificios públicos de banderas y símbolos partidistas. VI. La neutralidad institucional y las manifestaciones simbólicas en el espacio público. VII. Conclusiones. VIII. Bibliografía.

I. INTRODUCCIÓN

Las últimas décadas han sido especialmente conflictivas en materia de símbolos en nuestro país. Son diversos motivos los que explican esta conflictividad: en primer lugar, la nación española, reconocida como sujeto político en el art. 2 CE, es ampliamente discutida por los nacionalismos periféricos. Estos nacionalismos no se han contentado con tener un reconocimiento jurídico constitucional y estatutario de sus propios símbolos, sino que han puesto en cuestión los símbolos comunes en sus propios territorios, lo que ha llevado, sobre todo tras la puesta en marcha de los ciclos soberanistas, a tensiones de gran alcance con amplio reflejo en la jurisdicción ordinaria (Moreno Luzón y Núñez Seixas, 2017). Algo, no mucho, hablaremos sobre esta cuestión en el presente trabajo.

Por otro lado, estamos ante una gran repolitización de la esfera pública y de la vida institucional. La democracia que emergió tras la II Guerra Mundial desconfiaba mucho de la soberanía y de la propia política, lo que condujo a un reforzamiento del Estado de Derecho y a la construcción de consensos conservadores en torno a la redistribución y los servicios públicos (Judt, 2006). A comienzos de la década de 1970, generalizada la crisis económica, en Estados Unidos y en Europa se ponen en entredicho los modelos contramayoritarios y la democracia se reconvierte en una lucha agonista de grupos minoritarios por ver reconocidos sus derechos (Levitsky y Ziblatt, 2021). La proliferación de procesos identitarios de autodeterminación personal –consecuencia, precisamente, del retorno de la soberanía como concepto operativo– y la recuperación de la fuerza moral de la mayoría, también se expresan a través de un combate semiótico de gran relevancia[1].

Este combate, con amplios reflejos jurídicos, tiene sentido, precisamente, en el contexto de una forma política sentimental que ha recuperado las ideas que caracterizan al ser humano como animal simbólico: en la sociedad tecnológica la imagen parece haber sustituido a la palabra en la formación de una opinión pública que dé sentido a los procesos democráticos (Arias Maldonado, 2016). Los nuevos movimientos sociales y políticos no han descreído, como a veces se piensa, de las instituciones formales: conocen perfectamente su prestigio democrático y pretenden utilizar su soporte legitimador para hacer llegar sus reivindicaciones a la mayoría de la población (Villaverde, 2018). En tal sentido, las reformas legislativas o reglamentarias suelen venir precedidas de una praxis simbólica que ha pretendido desnivelar la balanza política sobre temas centrales para la sociedad, haciendo uso de declaraciones, pancartas u otros símbolos de notable importancia para la posterior formación de la voluntad del Estado en sus diferentes manifestaciones.

No es casualidad que la mayor parte de los conflictos simbólicos tengan lugar en los ayuntamientos y entes locales: es en la parcela más cercana, en el espacio municipal, donde nos identificamos más fácilmente con la economía simbólica. Así las cosas, el juez o tribunal que ha tenido que abordar un problema concreto por el colgamiento de una bandera, una pancarta o un emblema distintos de los oficiales, ha venido utilizando distintos criterios interpretativos para salir del paso a la hora de encontrar soluciones que satisfagan los intereses en liza. A veces basta con un acercamiento gramatical a la legalidad, bien sea constitucional, estatutaria u ordinaria. En otras sobresale, en los últimos tiempos, el recurso al principio de neutralidad, que suele ser confundido sin mayor cuestionamiento con la objetividad reconocida en el art. 103 CE.

El tema simbólico tiene una multitud de aristas legales. Afecta a la integración constitucional, asunto que casi nunca se plantea cuando por ejemplo se aborda el espinoso tema de la “guerra de las banderas”. También tiene relación con la creación de un espacio y un tiempo públicos de carácter iusfundamental en los que los ciudadanos participen de una forma o de otra en los asuntos políticos. Por supuesto, en el caso de las administraciones locales, muestra problemas de carácter competencial que afectan, teóricamente, a la autonomía constitucionalmente garantizada. Por último, confronta en no pocas ocasiones con el ejercicio legítimo de derechos fundamentales, tanto en su dimensión activa como pasiva, sobre todo cuando aquellos tienen la función de expresar el pluralismo social y político. A continuación, trataremos estos y otros temas partiendo de una noción amplia de símbolo que, aunque haga hincapié en las banderas, trate de recoger sus más variadas expresiones, descartando las voluntades que se canalizan normativamente o a través de declaraciones o actos de carácter político (Martínez Otero, 2020).

II. EL SÍMBOLO COMO CONCEPTO JURÍDICO Y COMO MECANISMO DE INTEGRACIÓN CONSTITUCIONAL

No es casualidad que la definición del hombre como animal simbólico la realizara uno de los filósofos más importantes del periodo de entreguerras: Ernst Cassirer (2016). Cassirer anuncia un desplazamiento epistemológico de las premisas aristotélicas que atribuían al ser humano una dimensión racional y sociable: existe un universo simbólico creado históricamente a través de la ciencia, el lenguaje, los mitos, la ética, la política y el arte y que repercute notablemente en la mente y acción humanas. Recuérdese que las reflexiones sobre la relación entre lo racional e irracional se realizaron en el contexto de una naciente República donde se discutía intelectualmente sobre el fundamento social sobre el que se tenía que levantar constitucionalmente. Los acontecimientos fácticos inmediatos a la inauguración del tiempo de Weimar muestran cómo las tropas que volvían del frente se enfrentaban fratricidamente en la patria, blandiendo, unas, las insignias de los Freikorps y otras, obedeciendo las consignas del Rat que lideraba a marinería y soldados rojos. Una amenaza de conflagración que, más allá de lo constitucional, se trasladaría a la determinación de los colores de la bandera nacional, negro –rojo– oro para unos y negro –blanco– rojo para otros. Todo un dilema que terminaría convirtiendo su proclamación oficial como tal estandarte nacional en una disputa mal solucionada que pronto conmovería a toda Alemania (Möller, 2015: 231)[2].

Lo que se discutía en aquel instante era cuál iba a ser el lazo que debería servir para organizar la convivencia una vez que la sociedad había dejado de estar modelada en base a las estructuras organicistas corporativo –medievales y que la fuerza de las bayonetas se demostraba incapaz de actuar como alternativa estructural permanente para la vertebración de los seres humanos.

Toda esta polémica social abonaría el terreno y se convertiría en controversia intelectual a partir del ensayo de Rudolf Smend, Constitución y derecho constitucional, de 1928 (Smend, 1986). Un libro que si, por un lado, ponía sobre la mesa el concepto “integración”, por otro se esforzaba en construir una argumentación de otro tipo que haría de la Constitución la pieza clave desde la que se operaba la unificación social a través del derecho, rompiendo de esta suerte con la pretendida asepsia de la interpretación positivista característica de la doctrina iuspublicista precedente, que todavía era el saber académico oficialmente imperante en Weimar (García, 2021: 21). Y es verdad que, mientras uno de sus grandes contendientes, Hans Kelsen, proponía como fórmula para organizar el poder la articulación de un derecho neutral y puro que permitiera engarzar el pluralismo y encauzar el conflicto, el concepto de integración de Smend tenía la ventaja de incorporar a la naciente Teoría de la Constitución formas de expresión que basculaban entre lo irracional o lo simbólico[3].

Está doctrinalmente asumido que las Constituciones incorporan elementos irracionales que están presentes en la organización social y atraen al ser humano: estos elementos mantienen unido al pueblo en los aspectos no públicos y las Constituciones los reconocen como identidad cultural que las vivifica. La Norma Fundamental no solo organiza el Estado, sino que racionaliza determinados símbolos del propio Estado, que se beneficia para su estabilidad del ingrediente cultural constitucional y de un simbolismo que le permite conectarse espiritualmente con la comunidad política o nacional (Vernet, 2003: 107). A su vez, el símbolo manifiesta una idea que no siempre es accesible a través de las palabras. De este modo, los símbolos constitucionalizados incorporan una psicología colectiva que permite integrar realidades heterogéneas y cumplen importantes funciones representativas que tratan de fortalecer, con mejor o peor fortuna, al sujeto constituyente. El rey es símbolo de la unidad y permanencia del Estado (art. 56.1 CE), mientras que la bandera y símbolos como el himno o el escudo, representan con su tangibilidad las realidades políticas a las que se refieren (Troncoso, 2018).

Como se sabe, nuestra Constitución reconoce símbolos nacionales y autonómicos. Empecemos por apuntar, en términos históricos, que la Constitución de 1931 señalaba en su art. 1.4 que la “bandera de la República española es roja, amarilla y morada”. El derecho comparado, por su parte, ofrece no pocos ejemplos de regulación constitucional de la bandera y otros símbolos del Estado, lo que pone de manifiesto que se trata de un bien constitucional no disponible por los poderes constituidos. Las Constituciones de Francia (art. 2), Portugal (art. 11), Alemania (art. 22.2), Italia (art. 12) o Austria (art. 8) así lo hacen. Por el contrario, países caracterizados por su estabilidad o por no haber vivido recientemente cambios bruscos en su régimen político no mencionan su bandera en la Constitución: Suiza, Suecia, Luxemburgo, Dinamarca, Países Bajos, Finlandia o Malta. Particulares son los casos de Bélgica, que retiró los símbolos nacionales de la Constitución de 1831 mediante reforma, o de Chipre, un país donde las comunidades turco –chipriota y greco– chipriota han estado tradicionalmente enfrentadas, lo que ha tenido reflejo en la bandera[4].

La regulación en la Constitución de 1978 de la bandera en el Título Preliminar muestra la importancia que los constituyentes quisieron dar al símbolo de la bandera. La bandera aparece tras la definición de nuestro Estado como social y democrático de Derecho, la atribución de la soberanía al pueblo español o la afirmación de que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española (González del Campo, 2003). El art. 4 CE llama la atención, en todo caso, por otros dos datos importantes. El primero, que muestra una voluntad deliberada de no hacer referencia a otros símbolos nacionales como el himno, el escudo o las divisas, después de una dictadura caracterizada por la exaltación constante y abusiva de aquellos. La bandera es de España y no de la nación. Por otro lado, el art. 4.2 CE es una novedad en nuestra historia constitucional y en el derecho comparado. Constitucionaliza las enseñas autonómicas, con reserva estatutaria y una obligación que ha causado no pocos conflictos: el uso conjunto de las banderas autonómicas junto a la bandera de España (Solozábal, 2008). A este respecto, la STC 119/1992 señalará que “El art. 2 instaura un Estado complejo: sin necesidad de insistir en el sentido anfibológico del término Estado, no cabe duda de que, siendo los principales símbolos del Estado las banderas y su escudo, también son símbolos del Estado español las banderas autonómicas, que constituyen la expresión de la autonomía que la Constitución ampara y de la pluralidad del Estado que configura” (FJ 1).

En definitiva, los símbolos que se reconocen en el Estado de Derecho consagran un paso del mito a la razón, camino que está en el nacimiento del propio Estado de Derecho, canalizando la utilización de este como elemento, parte o componente que se reconoce en derechos y libertades. Los símbolos constitucionalizados integran jurídicamente, como reconocía la STC 94/1985, a la comunidad política mediante el reconocimiento de elementos diacrónicos que promueven una respuesta socioemocional, contribuyendo a la formación de una conciencia comunitaria cada vez más aislada[5]. En cualquier caso, en la cuestión de su protección penal, esa integración jurídica tiene por lo general que ceder ante la potencia de los derechos fundamentales, que se presentan como un listón más elevado de integración constitucional porque son el principal fundamento y preocupación del orden político (art. 10.1 CE) (Belda, 2019).

III. LOS SÍMBOLOS EN EL ESPACIO Y TIEMPO PÚBLICOS: DELIMITACIÓN JURÍDICA

El espacio y el tiempo son conceptos sociales y, por lo tanto, susceptibles de ser producidos jurídicamente[6]. Con respecto al tiempo y su relación con los símbolos, poco habría que decir en principio: en efecto, en este ámbito hay que distinguir entre tiempo normal y tiempo electoral, que es el que determinan los arts. 50 y 51 de la LOREG. Pues bien, en el marco de esta distinción la Junta Electoral Central ha tenido que determinar en numerosas ocasiones la neutralidad temporal asociada a espacios concretos. La neutralidad se construye aquí a partir de la prohibición implícita contenida en el art. 50.2 de la LOREG, que considera a los partidos, candidatos, federaciones, agrupaciones y coaliciones los únicos sujetos legitimados para captar sufragios durante la campaña. Por lo tanto, ello genera un tiempo en el que los poderes públicos no podrán llevar a cabo actuaciones –en nuestro caso simbólicas– que puedan ser consideradas partidistas, desnivelando la igual competición entre formaciones. La doctrina es abundante y los conflictos significativos, sobre todo desde que se iniciara el procés independentista en Cataluña.

En tal sentido, y sin ánimo de ser exhaustivos, los Acuerdos 55 y 383/2019 de la Junta Electoral Central, establecieron que la bandera estelada y los lazos amarillos simbolizaban las aspiraciones de una parte de la sociedad catalana, pero no de toda ella. Los partidos pueden hacer uso libre de los símbolos que consideren oportunos, pero los poderes públicos estarían obligados a ser rigurosamente neutrales en procesos electorales, en particular en los espacios tutelados por ellos[7]. Según la Junta Electoral Central, por espacio público habría que entender “cualquier edificio público, local electoral, lugar de titularidad pública o cualquier espacio que esté bajo el control de la administración pública, incluyendo el mobiliario urbano dependiente de los ayuntamientos y otras administraciones”[8].

Merece la pena reseñar, para acabar con la cuestión del tiempo electoral, otras dos decisiones que relacionan símbolos y neutralidad. Por un lado, el Acuerdo de 18 de diciembre de 2017 de la Junta Electoral Provincial de Barcelona, que corrigiendo a la Junta Electoral de Zona de Barcelona determinó que los símbolos oficiales no eran de carácter partidista y podían considerarse neutrales desde un punto de vista político. Se trataba de una bandera oficial de España y de Cataluña en un despacho de un concejal, pero visibles desde la calle. Por otro lado, en el Acuerdo 619/2015 la Junta Electoral Central estableció que los miembros de las mesas, interventores y apoderados que participaran en la jornada electoral en el interior de los colegios, no podían utilizar vestimentas o símbolos que contuvieran alusiones partidistas.

El espacio, su tratamiento simbólico y su relación con el ejercicio de derechos fundamentales, es una cuestión más compleja que la del tiempo (Aláez Corral, 2017). Conviene comenzar apuntando que existe una superestructura ideológica que condiciona la infraestructura espacial (Bastida Freijedo, 2016). Es decir, el paso del Estado liberal al Estado democrático provocó una reconsideración del espacio urbano como ámbito propicio para el ejercicio de derechos de participación en un sentido amplio (libertad de expresión, reunión y asociación). Si el siglo XIX se caracterizó por un despliegue restrictivo de la participación, las calles y plazas de las ciudades terminaron por convertirse en los ámbitos de protesta propicios que precedieron la consecución del sufragio universal. Durante el siglo XX los partidos y sindicatos parece que hubieran monopolizado el uso del espacio público con fines políticos, ajustándose a la construcción de una esfera pública de carácter vertical y en parte elitista según el diseño de Habermas (Innerarity, 2006). La situación actual sería verdaderamente paradójica: la privatización comercial de los centros de las ciudades, la formación de guetos culturales y la expansión incontrolada de lo urbano haría más difícil el uso de un espacio público que, sin embargo, se presenta como la continuación física ideal de un ágora digital que ha sido caracterizada como democracia simulativa (Blühdorn, 2020).

En la utilización de símbolos partidistas, la primera cuestión a dilucidar es saber qué es espacio público. En términos políticos, la jurisprudencia y la doctrina norteamericanas han construido la teoría de los foros públicos, ámbitos informales de carácter físico donde la ciudadanía puede participar, en nuestro caso, haciendo uso de los símbolos (Vázquez Alonso, 2017). Así, frente a los foros privados –por ejemplo, domicilios y otros recintos comerciales– habría que distinguir entre foros tradicionales (calles y plazas), donde existe la máxima libertad de acceso en el ejercicio de los derechos fundamentales, y foros calificados como abiertos al público con un uso determinado, donde el Tribunal Supremo admite limitaciones y restricciones importantes (teatros, museos, aeropuertos o recintos deportivos). En España, esta distinción puede observarse en las modalidades de reunión en lugares cerrados y en lugares de tránsito público que realiza la LO 9/1983, reguladora del derecho de reunión.

La delimitación normativa del espacio público es determinante para la solución de una controversia en la que la que la muestra de un símbolo político puede ser consecuencia del ejercicio de un derecho fundamental. Así, la sentencia 16861/2003 del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, consideró que la resolución del alcalde de Torrelodones, que ordenaba la retirada de la bandera tricolor republicana de un chiringuito del partido Izquierda Unida donde ondeaba en las fiestas patronales por generar eventualmente alguna situación de riesgo y de alteración del orden público, suponía una vulneración del derecho a la libertad de expresión. Aunque el Tribunal se centre en el posible carácter discriminatorio, racista o incitador del odio de la bandera republicana, es evidente que la argumentación se sostiene sobre un a priori implícito de cierta relevancia: el recinto ferial de una localidad es un foro abierto al público donde los ciudadanos pueden ejercer una libertad (de expresión) simbólica que concurre en un espacio idóneo para participar colectivamente.

Nótese que ese espacio público demanial, propicio para que los ciudadanos ejerzan la participación política no formalizada, se presenta también como un campo fértil para que los poderes públicos puedan tomar parte en las batallas simbólicas de nuestro tiempo. Dejamos de lado, pues no es nuestro tema, las campañas y mensajes de sensibilización que las administraciones públicas pueden realizar en el marco de lo que se ha llamado nuevo derecho paternalista[9]. Los poderes públicos, en el espacio público demanial deben de ser contenidos a la hora de mostrar símbolos que no sean constitucional, estatutaria o legalmente oficiales. La sentencia 579/2018 del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, abordó un recurso contra la decisión del acuerdo municipal que ordenaba la colocación de un mástil con una bandera independentista al alcalde de Sant Cugat. Al margen de algunas cuestiones consolidadas –las instituciones no gozan de derechos fundamentales y la decisión mayoritaria no avala la legalidad de la sucesión de actos que se produjo– el Tribunal determinó que la colocación de un mástil y una bandera estelada de forma permanente en un espacio público tutelado por los poderes públicos, supuso la privatización del espacio de uso común porque el símbolo tenía carácter partidista. Se vulneraron, de esta forma, los principios de objetividad y neutralidad que deben guiar la actuación de las administraciones.

Si nos alejamos de los foros públicos, la cuestión simbólica se centra en la colocación de banderas, emblemas o estandartes –incluso pancartas– en los edificios públicos. Pero, ¿qué hay que entender por edificio público? La doctrina no ha abordado con precisión esta cuestión, dada la dificultad de relacionar el espacio físico con un régimen jurídico que en ocasiones tiene una dimensión mixta, es decir, público –privada. En nuestra opinión, además de los edificios oficiales –gobiernos, parlamentos, ayuntamientos y órganos directamente dependientes de estos– hay que entender por edificio público todo espacio físico interior y exterior relacionado con lo que la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público considera el ámbito subjetivo del sector público (art. 2): administración general del Estado, las administraciones de las Comunidades Autónomas, las entidades que integran la administración local y, por último, el sector público institucional (organismos públicos y entidades de derecho público vinculados o dependientes de las administraciones públicas, las entidades de derecho privado vinculadas o dependientes de las administraciones públicas, cuando ejerzan potestades administrativas, y las universidades públicas).

Dentro de los edificios públicos, la jurisprudencia ordinaria ha ido delimitando de forma casuística los conflictos entre derechos fundamentales, la colocación de símbolos y lo que puede considerarse como espacio propiamente público o privativo de personas que trabajan o representan a los ciudadanos en las distintas administraciones[10]. En cuanto al espacio propiamente público, la colocación de dos banderas republicanas por el Ayuntamiento de Buñol en un balcón de la fachada lateral del consistorio –manteniéndose las banderas oficiales en los mástiles del balcón principal– vulneró diversos preceptos de la Ley 39/1981 por la que se regula el uso de la bandera de España y otros símbolos oficiales: además de no respetarse el deber de objetividad y neutralidad que debe regir la actividad de las administraciones públicas, se utilizó el edificio municipal para la exhibición de una bandera que reflejaría una determinada ideología que choca con lo dispuesto en el art. 1.3 CE (la forma política del Estado es la monarquía parlamentaria)[11].

Con respecto a la delimitación del espacio público para un uso privativo donde se coloquen símbolos, la jurisprudencia ordinaria y los pronunciamientos administrativos también han sido más o menos claros (aunque no abundantes y cualitativamente significativos). El Tribunal Administrativo de Navarra –que agota la vía administrativa– señaló en la Resolución 4863/2013 que la exhibición de símbolos no oficiales en espacios municipales propios pero que se vean desde el exterior –bandera republicana pegada a los cristales del despacho del grupo municipal– puede dar lugar a confusión entre la ciudadanía sobre la pretendida oficialidad del símbolo en cuestión. Ello habilita una competencia de la alcaldía para ordenar su retirada en virtud del ornato y protección de los espacios públicos. El Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, en el mismo sentido, ha sentenciado la licitud del requerimiento del Delegado del Gobierno para retirar una bandera republicana de un balcón del Ayuntamiento de Miranda de Ebro que era de uso exclusivo de los concejales de Izquierda Unida: la libertad de expresión de los concejales no ampara el uso de símbolos no oficiales “ni en el balcón principal, ni en cualquiera de sus fachadas o ventanas, se trate o no de un mástil o cualquier otro tipo de exhibición pública, de otra bandera que no sea la oficial o la propia bandera del Municipio”[12].

Por el contrario, las libertades de expresión e ideológica sí ampararían que, dentro de los despachos propios de cada representante, concejal o grupo político, de un ayuntamiento u otra institución pública, se colocaran o exhibieran banderas, carteles, pancartas, anuncios, fotografías, escritos o cualesquiera otros elementos en que se plasman sus ideas. Este es el parecer, a nuestro modo de ver correcto, de nuevo del Tribunal Administrativo de Navarra en su Decisión 179/2015, que abordó la legalidad de un requerimiento de la alcaldía para que un concejal del partido Bildu retirara de su despacho una ikurriña, bandera no oficial en la Comunidad Autónoma de Navarra. En definitiva, la licitud de la demostración de símbolos descansa en buena medida en el uso público o privado que se haga de los mismos a partir de su previa y no siempre fácil delimitación jurídico-espacial (Bauzá Martorell, 2021).

IV. BREVE EXCURSO: LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN LA PRAXIS SIMBÓLICA

Una de las cuestiones clave a la hora de abordar los conflictos que estamos analizando es determinar previamente los sujetos y los posibles derechos fundamentales que puedan estar ejerciendo en el contexto de la praxis simbólica dentro de un espacio público determinado. Los sujetos, ya los hemos identificado: las instituciones públicas y los ciudadanos y grupos, bien sean partidos, sindicatos o cualquier otro tipo de asociación amparada por la ley. Veamos ahora, brevemente, qué derechos fundamentales pueden ejercer y con qué limitaciones unos y otros.

Ha sido frecuente que en los asuntos que han tenido que dirimirse ante la jurisdicción ordinaria, las instituciones y organismos públicos utilicen el argumento de que las libertades de expresión e ideológica ampararían una política simbólica que obedeciera a la voluntad política mostrada por las personas que los integran. Sobre esta cuestión, apenas existe discusión: es reiterada y pacífica la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que sostiene que las instituciones públicas, a diferencia de los ciudadanos, no gozan del derecho fundamental a la libertad de expresión que proclama el art. 20 CE (SSTC 254/1993, 14/2003 y 244/2007). Son los ciudadanos, y no las instituciones, los que básicamente –con la excepción, por ejemplo, de la tutela judicial efectiva o la inviolabilidad del domicilio– disfrutan de derechos fundamentales. Nadie duda de que la administración pública puede hablar a los ciudadanos haciendo uso de las potestades y competencias que tiene atribuidas, teniendo en cuenta el art. 97 CE, el principio de pluralismo (art. 1.1 CE) y las diferentes fuentes del derecho que la Constitución y los Estatutos reconocen.

Ahora bien, en el marco simbólico si los poderes públicos se inmiscuyen en el debate político hablando en nombre de la colectividad y utilizando medios que son de todos para tomar partido por una determinada causa objeto de controversia, se estaría desnivelando dicho debate porque lo que dice una institución no solo puede tener efectos jurídicos, sino que viene acompañado de una auctoritas que puede desequilibrar el igual peso que debe tener en el proceso de comunicación pública toda opinión que circula en él (Zunón Villalobos, 2016: 8). En torno a esta cuestión, tampoco debería quedar en el olvido, a nuestro parecer, el concepto constitucional de vinculación positiva de los poderes públicos al ordenamiento jurídico (Galán, 2010).

El acercamiento es completamente distinto en el caso de los ciudadanos. Como ya hemos apuntado, la ciudad, las calles y el espacio común son ámbitos ideales donde expresar el contenido político de la vida pública, la manera como se debaten y definen los asuntos de interés colectivo y se ejerce la ciudadanía. Cuando se utilizan símbolos en el espacio demanial, los sujetos que no son instituciones pueden estar ejerciendo la libertad ideológica amparada en el art. 16 CE y la libertad de expresión reconocida en el art. 20.1 CE. Ambos derechos protegen todo tipo de formas de emisión de opiniones, tanto las orales como escritas, como otras de carácter gestual o simbólico, como puede ser aplaudir, abuchear, colgar o exhibir un lazo de determinado color[13]. Como se sabe, el orden público protegido por la ley y el respeto de otros derechos fundamentales reconocidos en el Título I de la Constitución –en particular, el honor, la intimidad y la imagen– se presentan como límites a la libertad ideológica y de expresión, respectivamente. Por consiguiente, puede afirmarse que los ciudadanos y grupos cuentan con una presunción favor libertatis a la hora de emplear el espacio urbano como ámbito para sus mensajes simbólicos.

Ahora bien, esta presunción debe conjugarse, como acabamos de señalar, con otros derechos y principios constitucionales. Dejemos de lado, por el momento, el concepto de neutralidad, que será abordado más adelante. En su función de policía administrativa, algunas leyes –de dudosa constitucionalidad– permiten a los poderes públicos prohibir o retirar de los foros públicos símbolos asociados a ideologías consideradas totalitarias o que puedan resultar ofensivos para ciertos colectivos por su orientación sexual[14]. Asimismo, el art. 85 de la Ley 33/2003, del Patrimonio de las Administraciones Públicas, señala que el uso de los bienes de dominio público debe hacerse “de acuerdo con la naturaleza del bien”. En tal sentido, la utilización de símbolos en el espacio demanial público podría verse limitada por razones de limpieza: ensuciar el casco urbano con banderas, pancartas o lazos no solo puede perjudicar el patrimonio artístico o cultural (art. 46 CE), sino el propio medio ambiente (Martínez Otero, 2020). Como puede comprobar el lector, las tareas de policía administrativa en materia simbólica no contarían, con la problemática excepción aludida, con un soporte legislativo claro que designara en qué situaciones y circunstancias un símbolo puede ser retirado de la vía pública.

V. CONFLICTOS JURÍDICOS EN TORNO AL USO DE BANDERAS Y OTROS SÍMBOLOS EN EL ESPACIO PÚBLICO E INSTITUCIONAL

Los conflictos en torno a símbolos en el espacio público en España han sido muy frecuentes desde prácticamente el inicio de la década de 1990. Como dijimos al comienzo, la a veces difícil convivencia entre nacionalismos dentro del propio Estado ha propiciado una “guerra de banderas” nada despreciable y con amplio reflejo en la jurisprudencia ordinaria. El nacionalismo español ha pasado, desde que echó a andar la democracia en 1978, por distintas fases esencialistas y banales (eventos deportivos), mientras que los nacionalismos periféricos tampoco han tenido, a pesar de lo que pueda pensarse, una convivencia pacífica en términos simbólicos: recuérdese que en Cataluña la señera oficial ha pretendido ser sustituida por la estelada, mientras que en el País Vasco el concepto cultural de Euskal Herria ha llevado a que la izquierda nacionalista reivindique nuevos símbolos que reemplacen a los oficiales para representar una nueva entidad política que también incluya a Navarra[15].

El problema de la confrontación simbólica ha pasado, en la década de 2010, de las instituciones a los foros públicos, es decir, calles y lugares habilitados para que los ciudadanos puedan participar. Es de sobra conocido todo lo sucedido durante el procés independentista en Cataluña y la emergencia del concepto de neutralidad para tratar de poner límites a la potencia simbólica del nacionalismo irredentista. Sea como fuere, más allá de lo nacional, es patente una repolitización de la sociedad española que ha llevado a los partidos y movimientos sociales a canalizarla a través de un uso cada vez más frecuente de símbolos en todo tipo de espacios públicos (incluidos los edificios oficiales). Esa repolitización ha conducido a una puesta en cuestión de la legitimidad constitucional y de toda la simbología consensuada durante la Transición. Se trata de dar una visión panorámica sobre los niveles conflictuales surgidos y las soluciones jurisdiccionales halladas por los jueces y tribunales ordinarios. Vale recordar, en tal sentido, que, a pesar de todo el escenario descrito, sigue vigente la Ley 39/1981 por la que se regula la bandera de España y el de otras banderas y enseñas. El art. 3.1 de dicha Ley señala lo siguiente: “La bandera de España deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional, autonómica, provincial o insular y municipal del Estado”.

1. La obligación de utilizar la bandera de España en edificios y actos públicos y sus incumplimientos

El incumplimiento de la obligación de utilizar la bandera de España en todos los edificios públicos establecida por el art. 3.1 de la Ley 39/1981 comenzó a generalizarse en el País Vasco a finales de la década de 1980. La STS 2617/1988, en relación con la inobservancia del Ayuntamiento de Bilbao del requerimiento del Gobierno Civil para que figurara la enseña nacional junto con la de la Comunidad Autónoma y la del propio municipio en el exterior de la casa consistorial, subrayó que el art. 4.2 CE debería haber bastado para el adecuado uso de la bandera. La Ley 39/1981 vendría a utilizar expresiones gramaticales en sentido imperativo. Por tanto, “existe una exigencia legal de que la bandera de España ondee todos los días y en los lugares que expresa, todo ello como símbolo que los edificios o establecimientos de las Administraciones Públicas del Estado son lugares donde se ejerce directa, o delegadamente, la soberanía y en ellos se desarrolla la función pública en toda su amplitud e integridad”.

La STS 5429/2007 tuvo que abordar un recurso de casación del Gobierno Vasco en el que alegaba “extemporaneidad” del requerimiento de colgar la bandera de España, que llevaba 20 años sin ondear en la Academia de Policía Vasca de Arkaute. El Tribunal Supremo determinó que una actuación administrativa continuada no consolidaba ninguna ilegalidad y que la situación de inseguridad jurídica no provenía de la exigencia del cumplimiento de la Ley sino de la actuación anterior. En términos procesales, la STS 6564/2008 estableció que no era necesario el requerimiento previo del incumplimiento de la Ley 39/1981 para el acceso a la vía jurisdiccional, dejando claro que el verdadero contenido del recurso era la inactividad permanente en la ejecución de lo que dispone la norma del Estado. Pese a ello, han sido frecuentes las ejecuciones fraudulentas de fallos judiciales, como fue el caso de las Juntas Generales de Guipúzcoa, que, junto a la bandera de España situada en el lugar legalmente asignado, colocaron una placa con la siguiente inscripción: “he ahí la bandera, símbolo de esta situación, puesta; por quien no desea hacerlo, a la que el viento ondea con ironía”[16].

2. Instalación de banderas y otros símbolos autonómicos en otras Comunidades Autónomas

Como hemos apuntado, el art. 4.2 CE establece que los Estatutos podrán reconocer banderas y enseñas propias de las Comunidades Autónomas. La STC 94/1985 resolvió el conflicto de competencia promovido por la Diputación Foral de Navarra que solicitaba la facultad exclusiva para disponer sobre el uso de su escudo de armas, frente al Acuerdo del Consejo General Vasco, que adoptó en noviembre de 1978 su escudo e incluyó en el mismo las cadenas del escudo de Navarra ante la previsión de que la Comunidad Foral se incorporara al País Vasco según lo previsto en la Disposición Transitoria 4ª CE (González García, 2021). En dicho pronunciamiento, el Tribunal Constitucional optó por un criterio puramente competencial para resolver el conflicto (las competencias de las Comunidades Autónomas no se deducen solo de las cláusulas específicas establecidas en los arts. 148 y 149 CE, sino de cláusulas como el art. 4.2 CE que contienen reservas estatutarias)[17]. Así las cosas, los símbolos no pueden ser utilizados sin el consentimiento de la Comunidad Autónoma a que corresponden, ni apropiarse de ellos aisladamente, ni integrándolos como tales símbolos identificadores en el emblema de otra Comunidad. El contenido de la competencia así definida supone, por consiguiente, un límite de los poderes de cada Comunidad Autónoma para establecer o configurar su propio emblema.

Con respecto a la instalación de banderas autonómicas en otras Comunidades Autónomas, inicialmente el Tribunal Supremo –Sentencia de 15 de junio de 1993– consideró que la colocación de la ikurriña en municipios de Navarra no contravenía la Ley 39/1981 si no se oponía a la legislación autonómica en la materia (Ley Foral 7/1986 de Símbolos de Navarra) y permanecían ondeando las banderas oficiales de Navarra y España. Ese había sido el parecer de la Sentencia de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Superior de Justicia de Navarra en su Sentencia de 20 de junio de 1990: la “cuarta bandera” era legal porque las leyes de banderas estatal y autonómica prescribían unas, pero no prohibían otras. En nuestra opinión, esta jurisprudencia ha ido variando según subía la intensidad del nacionalismo vasco y se fue transformando en soberanismo con ambiciones territoriales sobre la Comunidad Foral de Navarra[18].

Así las cosas, finalmente se ha ido imponiendo el principio inclussio unius exclussio alterius: en la Sentencia 564/2008, el Tribunal Superior de Justicia de Navarra consideró que existía fraude de ley al colocar la bandera oficial del País Vasco a escasos metros de la fachada de un ayuntamiento. La vulneración también puede ser flagrante mediante artificios como los de alterar el ámbito material de aplicación de reglas con subversión de su finalidad. En cualquier caso, el argumento principal reside en que el régimen legal es taxativo: con las banderas y otros símbolos solo puede hacerse lo que está normativamente permitido, prohibiéndose hacer algo distinto. La sede municipal comprendería cualquier espacio, dependencia o instalación municipal vinculada a aquella por su proximidad, función u otras características. Argumentos parecidos se siguieron en la Sentencia 335/2013, también del Tribunal Superior de Justicia de Navarra, en la que se analizó la existencia de vías de hecho para la exhibición en ayuntamientos de banderas ajenas a la Comunidad Foral, en virtud de la hoy derogada Ley Foral 24/2003, de símbolos de Navarra, que permitía extraordinariamente la presencia de banderas de otras autonomías exclusivamente como acto de cortesía con autoridades en visita oficial.

3. La exhibición en edificios públicos de banderas y símbolos partidistas.

Los símbolos partidistas son aquellos que asumen posiciones políticas, ideológicas o religiosas de una parte de la sociedad, procurando provocar una adhesión racional o emocional a las mismas. Se trata, por tanto, de mensajes cercanos a la publicidad o a la propaganda, y que dividen a la comunidad política (Vázquez Alonso, 2017:49). La doctrina sentada por la jurisprudencia reciente resulta nítida con respecto de banderas que pretenden identificar a la colectividad desplazando a los símbolos oficiales: piénsese en la bandera de la II República o la bandera estelada. Más dudas están suscitando otros símbolos –la bandera arcoíris o, por ejemplo, la exhibición de la bandera de Ucrania– que no quieren describir la identidad completa de la comunidad política, sino defender pública y ocasionalmente una determinada causa.

Con respecto a esta última cuestión, recientes pronunciamientos han discutido la legalidad de establecer vías de hecho que sirvan para colocar banderas arcoíris que reivindican los derechos del colectivo LGTBI[19]. Por ejemplo, la Sentencia de 1 de julio de 2022, del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León aborda la colocación de la bandera en un patio interior de la Diputación de Valladolid por funcionarios de la institución, en virtud de un acuerdo del Pleno del año 2014. El Tribunal Superior, basándose en la jurisprudencia del Tribunal Supremo que aludiremos a continuación, razona que el deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones Públicas impide colocar banderas y símbolos distintos a los oficiales en el exterior de edificios y espacios públicos. En el FJ 3 apunta que la bandera arcoíris es un símbolo con carga o significación ideológica: “la realidad social y política demuestra, precisamente, que en el epicentro del debate político se hallan posiciones encontradas de diferentes partidos y grupos sociales […] la lucha por determinados derechos del colectivo LGTBI en concreto el matrimonio homosexual, la adopción o el aborto son cuestiones que directamente dividen a los ciudadanos hasta el punto que son también los partidos políticos quienes residencian ante el Tribunal Constitucional diferentes recursos contra estas cuestiones”.

Por el contrario, la Sentencia nº 261/2022 del Tribunal Superior de Justicia de Aragón ha entendido compatible con el ordenamiento jurídico la instalación de una pancarta con la bandera arcoíris en el Ayuntamiento de Zaragoza, porque no vulnera la neutralidad ideológica al considerarse una acción positiva prevista por el art. 2.2 de la Ley 18/2018 de igualdad y protección integral contra la discriminación por razón de orientación sexual, expresión e identidad de género de la Comunidad de Aragón[20]. Sin embargo, el motivo fundamental para avalar la colocación del símbolo reivindicativo ha sido que una pancarta no es una bandera: las banderas serían telas rectangulares que se aseguran por uno de sus lados a una asta y que se enarbolan y ondean, cosa que no puede hacer una pancarta (FJ 4). El escapismo argumentativo parece evidente, estando ausente cualquier consideración sobre el posible uso partidista de un edificio y un espacio que deben ser considerados públicos a efectos de la posible ponderación de las competencias de los poderes públicos en materia simbólica.

Cuando el conflicto ha tenido que ver con símbolos oficiales que representan las diferentes comunidades políticas reconocidas en la Constitución –estatal, autonómica y local– los tribunales han sido mucho más categóricos. La Sentencia 2932/2014 del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco es la primera, hasta donde hemos podido saber, que utilizó, invitada por la Abogacía del Estado, el principio de neutralidad para justificar la ilegalidad de la colocación de la bandera republicana con ocasión de la proclamación de la II República. Mientras que el Juzgado de Instancia consideró la colocación un hecho histórico y conmemorativo, el Tribunal Superior señaló que las administraciones públicas deben actuar conforme al art. 103.1 CE con el siguiente razonamiento: “A la imagen exterior de los edificios públicos les es inherente y les resulta indisociable su sentido en la organización político-institucional del Estado, que no puede ser arbitrada en cada momento y ocasión por quienes ejercen las potestades que les caracterizan, por más que estas provengan del sufragio o la voluntad popular” (FJ 3). Esta interpretación ha sido refrendada, en lo que puede ser considerado como el leading case casacional en la materia, por el Tribunal Supremo en la Sentencia 1163/2020, en relación a la bandera independentista de Canarias: su colocación en el mástil del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, por acuerdo de la corporación municipal, no respeta el deber de objetividad y neutralidad de las administraciones públicas, pues no puede atribuírsele la representatividad del pueblo canario, que cuenta con sus propios símbolos estatutarios y legales (FJ 6).

VI. LA NEUTRALIDAD INSTITUCIONAL Y LAS MANIFESTACIONES SIMBÓLICAS EN EL ESPACIO PÚBLICO

Como acabamos de ver, juzgados y tribunales ordinarios han venido utilizando los principios de objetividad y neutralidad para justificar sus decisiones en torno a la legalidad del uso de símbolos no oficiales o partidistas en el espacio público, en particular en sedes de ayuntamientos. En la doctrina y opinión pública se ha definido esta neutralidad como “institucional” y se ha identificado con el principio de objetividad del art. 103.1 CE. Empecemos por recordar que la noción de neutralidad no es ajena al derecho constitucional: difícilmente puede hablarse de Constitución neutral, pero es perfectamente posible considerar la existencia de esferas de neutralidad en la Constitución (Vázquez Alonso, 2022). Como ya hemos señalado en otro lugar, dentro del constitucionalismo la neutralidad aparece como sustantivo con mandatos concretos para el Estado (neutralidad internacional, religiosa o propiamente institucional) o como adjetivo, cuando secundariamente ayuda a describir la relación entre poderes, la apertura del Estado hacia el pluralismo o la despolitización (jefe del Estado neutral, Constitución económica o Estado regulador) (de Miguel Bárcena, 2022).

En cualquier caso, la neutralidad de la administración pública ha tenido cierto reconocimiento en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. En la sentencia 77/1985, el Alto Tribunal identificó el principio de neutralidad de la administración con la objetividad del art. 103.1 CE, lo que implicaría “un mandato de mantener los servicios públicos a cubierto de toda colisión entre intereses particulares e intereses generales”. La STC 151/1999 definió la neutralidad como regla ética del obrar de los cargos públicos, cuyo incumplimiento justifica la sanción penal en forma de inhabilitación, en especial aquellos que operan en el contexto de la representación política (art. 23 CE). En la STC 190/2001 se recordó que RTVE no es una empresa de tendencia, sino un servicio público obligado a mantener la neutralidad ideológica reconocida en el art. 103.1 CE. Por último, en la STC 80/2002 se afirmó que la “Administración Electoral debe ser neutral ejerciendo sus funciones al servicio de quienes concurren a los comicios”.

La pregunta pertinente, en nuestro ámbito, es si cabe una identificación entre neutralidad institucional y objetividad administrativa. La objetividad, como la imparcialidad del art. 103.3 CE, actúa como técnica para lograr que la intensidad de la vinculación de la administración al principio de legalidad sea plena, reduciendo a la mínima expresión el margen de apreciación que en la interpretación y aplicación de la legalidad siempre dispone el funcionario. A este se le impone la obligación de que sus labores hermenéuticas se ajusten en la medida de lo posible a la voluntad de la ley, prescindiendo del interés subjetivo del funcionario (García Acosta, 2011: 35). No hace falta recordar que el legislador no puede expresar con exactitud lo que una estructura administrativa debe hacer en un supuesto de hecho, sino que siempre se le atribuye a esta la capacidad de aplicar las normas de diferentes maneras, en función de factores como las circunstancias y estimaciones de oportunidad, evitando la arbitrariedad (Sánchez Morón, 2010: 64).

Planteando una posible identidad entre objetividad y neutralidad de la administración, Garrido Falla habla de “neutralidad política de la administración” y de “neutralidad administrativa del gobierno” (Garrido Falla, 1994:68-70). La primera noción encontraría sentido en el principio de objetividad del art. 103.1 CE, mientras que la segunda equivaldría a una función pública profesionalizada, a partir de lo dispuesto en el art. 103.3 CE. Santamaría Pastor, por su parte, encuentra una cierta continuidad –que no identidad– entre la objetividad y la neutralidad administrativa, que en este último caso significaría la disponibilidad de la burocracia frente a cualquier opción política que ostente el gobierno (Santamaría Pastor, 1991: 249). Es decir, el deber de servicio leal y eficaz a las directrices provenientes del partido gobernante, cualquiera que fuese su coloración política. Estas aproximaciones evidencian que cuando la objetividad es neutralidad institucional, se alude a una limitación jurídica imprecisa sobre los rasgos políticos que podrían desarrollarse autónomamente en el seno de un sistema administrativo (Nieto, 1991: 2215).

En tal sentido, dado que la administración está llamada a perseguir activamente determinados intereses públicos reconocidos en la Constitución mediante el principio de dirección política (art. 97 CE), se ha señalado que los poderes públicos deben tomar una posición activa para promover derechos y libertades de los ciudadanos y establecer un marco de convivencia que los garantice y potencie. Por lo tanto, no pueden ser neutrales, tampoco en materia simbólica: sería el pluralismo, principio positivizado en la Constitución (art. 1.1 CE) y con un asiento normativo mucho más sólido que el de neutralidad, el que debería resolver los conflictos sobre banderas y otros emblemas que se mostraran en los distintos espacios públicos que hemos definido con anterioridad, sobre todo cuando no estemos ante símbolos oficiales, sino ante símbolos sectoriales que sirvan para defender puntualmente una causa social o política determinada (Martínez Otero, 2021: 57).

En nuestra opinión, el pluralismo es un principio que se ajusta mejor a la posible revisión de actos políticos que puedan canalizarse formalmente mediante declaraciones o resoluciones sobre todo de corporaciones locales, donde la mixtura entre lo ejecutivo y propiamente normativo permite desplegar una autonomía constitucionalmente garantizada (Alegre Ávila, 2020). Sin embargo, cuando hablamos de símbolos, la neutralidad institucional puede ser útil como un concepto jurídico que amplíe el sentido de la objetividad prevista en el art. 103.1 CE: anudada a la neutralidad institucional, la objetividad no solo haría referencia a la especial intensidad de la vinculación de la burocracia a la legalidad, sino a la necesaria contención política de las administraciones públicas cuando actúen con voz propia en los diferentes espacios públicos que ocupan y gestionan (Celador Angón, 2020). Consideramos esta cuestión importante porque los símbolos son una cuestión de especial trascendencia que tienen relación directa, ya lo vimos en el segundo epígrafe, con la integración constitucional.

Siendo esto así, pocas dudas caben de que los símbolos que pretendan identificar a la colectividad y desplazar en el espacio público institucional a los símbolos oficiales de carácter nacional o estatutario, resultan incompatibles con las normas constitucionales, estatutarias y legales (Ley 39/1981). Dichas normas no solo son suficientemente asertivas y taxativas como para ser interpretadas en un sentido amplio o contradictorio por los poderes públicos, sino que expresan, insistimos, un sentido integrador al racionalizar jurídicamente mitos y otras expresiones emocionales que sirven para crear conciencia de comunidad en una sociedad. En tales casos, la neutralidad no es una noción clave para resolver conflictos, sino que estos deben encauzarse teniendo en cuenta el principio de lealtad constitucional y la imposibilidad de considerar lícitas decisiones simbólicas adoptadas democráticamente por ejemplo en un pleno municipal, pues la vinculación entre Estado de Derecho y democracia no es accesoria, sino propiamente sustancial (STC 259/2015).

Por el contrario, en caso de símbolos que expresen causas sectoriales, y que por lo tanto solo representen a una parte de la sociedad, la neutralidad institucional puede jugar un papel de relevancia a la hora de decidir la legalidad de su colocación en edificios y espacios públicos de la administración. Nótese, en primer lugar, que ningún problema existe en que el propio legislador prevea esta colocación acotando el tiempo, el espacio y el contenido del símbolo: por ejemplo, el art. 22.3 de la Ley 3/2016 de la protección integral contra la discriminación por razón de orientación e identidad sexual de la Comunidad de Madrid, establece que la bandera arcoíris LGTBI será instalada en el Gobierno y la Asamblea cada 17 de mayo. Sin embargo, bien sea por actos administrativos sin habilitación legal o por simples vías de hecho, la colocación de símbolos que sean susceptibles de politización –lo que a nuestro parecer incluye símbolos de naturaleza religiosa– sería contraria al principio de objetividad de los poderes públicos (art. 103.1 CE), en la medida en que la decisión institucional, al abandonar su debida posición de neutralidad, podría servir para desnivelar la balanza en el debate democrático y partidista[21].

Por último, cabe preguntarse si la neutralidad (institucional) podría ser operativa en el contexto de lo que son propiamente foros públicos, es decir espacios demaniales o abiertos al público destinados a canalizar la participación de los ciudadanos. Como hemos señalado, por lo general la incidencia de la policía administrativa con respecto a los usos simbólicos en este contexto debe de ser limitada y atendiendo a una serie de principios con rango constitucional (por ejemplo, los arts. 45 y 46 CE). Sin embargo, hay situaciones excepcionales en las que la ciudadanía debidamente organizada puede colonizar los foros públicos simbólicamente, como ocurrió con los lazos amarillos y otros símbolos durante algunas fases del procés independentista. Esta colonización hace imposible un uso del patrimonio democrático en condiciones de igualdad de armas, como por ejemplo establece el art. 85.1 de la Ley 33/2003 de Patrimonio de las Administraciones Públicas, cuando se refiere a los bienes de dominio público[22]. Así las cosas, Vázquez Alonso (2022), con quien coincidimos plenamente, reivindica la debida neutralidad mediante la articulación de una ecología simbólica equilibrada que permita la participación democrática de los ciudadanos cuando usan los espacios de dominio público: dicha neutralidad no derivaría de la objetividad administrativa, sino de la dimensión institucional del art. 23 CE y de la propia libertad ideológica del art. 16 CE.

VII. CONCLUSIONES

El presente trabajo ha pretendido analizar desde el punto de vista constitucional los distintos niveles de conflictos simbólicos que vienen presentándose en nuestra sociedad en las últimas décadas. A diferencia de los actos normativos de carácter político y la comunicación institucional, donde el pluralismo (art. 1.1 CE) y el principio de dirección política (art. 97 CE) pueden consentir las distintas manifestaciones de los poderes públicos, sobre todo cuando actúan como administraciones que se dirigen a los ciudadanos, la praxis simbólica emerge como un campo especialmente delicado. La razón es que la semiótica institucional y la política simbólica son aspectos que materializan jurídicamente mitos compartidos, es decir, racionalizan emociones que no solo ayudan a crear consensos sociales, sino que permiten a las Constituciones cumplir mejor su importante función de integrar las distintas visiones del mundo. Resulta evidente, por otro lado, que cuando los símbolos comunes se ponen en entredicho, como ocurrió en Weimar, lo que puede estar sucediendo es que las premisas culturales que sostienen el ciclo constitucional están desapareciendo.

Ello no quiere decir que el derecho deba prestarse a procesos generales de deslegitimación constitucional. Desde este punto de vista, resulta necesaria una política simbólica compartida, con unas reglas jurídicas más o menos claras, que operen en el contexto del espacio público. Hemos intentado, en buena parte de este trabajo, delimitar normativamente el concepto de espacio público, diferenciando entre foros y edificios públicos donde puedan desplegarse manifestaciones simbólicas a partir del ejercicio de derechos fundamentales. No solo es complicado construir un espacio o tiempo de naturaleza iusfundamental, también es difícil deslindar a priori qué tipo de manifestaciones simbólicas pueden estar contrariando el ordenamiento jurídico legal o constitucional. La sustitución de banderas y símbolos oficiales por otras alternativas que pretendan desplazar colectivamente la norma de lealtad hacia determinadas opciones ideológicas, como es el caso de los nacionalismos independentistas o la forma de gobierno republicana, ofrece pocas dudas: la Constitución, los Estatutos y la ley son lo suficientemente taxativos como para consentir un uso privativo y partidista de los edificios públicos o de los espacios demaniales que gestionen los poderes públicos.

Más dudas ofrecen, por la pluralidad de sus manifestaciones, los símbolos que expresan causas sectoriales que puedan derivar del ejercicio directo de la libertad de expresión, ideológica o, indirectamente, del derecho de participación política. La mayor parte de la doctrina viene considerando que no es posible una absoluta asepsia institucional en materia simbólica. Sin embargo, no parece de recibo que, por ejemplo, un ayuntamiento muestre simultáneamente en su balcón –tómese como un trabajo de campo realizado por el propio autor en el municipio en el que reside– una bandera LGTBI, una bandera de Ucrania y una pancarta en favor de la mejora de las condiciones de vida de los pensionistas vascos. Toda esta semiología es susceptible de politizarse y forma parte del debate democrático que debe realizarse en el contexto de la opinión pública debidamente formalizada, no en espacios públicos que pertenecen a todos los ciudadanos y cuyo manejo estratégico por parte de partidos y movimientos sociales puede ayudar a desnivelar la balanza el debate político en tiempos de polarización e infoxicación informativa.

Por supuesto, habrá situaciones que ofrezcan dudas desde el punto de vista de lo que puedan considerarse símbolos sectoriales o susceptibles de politización. Colgar la bandera de un equipo de fútbol por sus triunfos deportivos o incluso un pendón de carácter religioso para celebrar unas fiestas patronales, de manera puntual, no parece que pueda ser susceptible de reproche jurídico. En cualquier caso, el presente trabajo se ha mostrado favorable a utilizar el concepto de neutralidad, en el sentido de que podría dar un contenido ampliado al principio de objetividad de las administraciones públicas (art. 103.1 CE), para decidir los casos límite en los que deba valorarse la legitimidad del uso de símbolos sectoriales en el espacio gestionado directamente por los poderes públicos. La neutralidad institucional no debe conducir, necesariamente, a la neutralización política de las instituciones y órganos constitucionales: aquí podría tomarse como referencia, por la experiencia jurisdiccional y teórica acumulada, la operatividad de la neutralidad en el ámbito religioso.

En tal sentido, cuando estamos en el contexto de la resolución de conflictos religiosos donde hay derechos e intereses en juego, se viene hablando de una especie de neutralidad “desglosada”, que no haría sino acompañar al clásico juego de la ponderación, en el que el peso de los factores en juego (la promoción de una creencia o bien su disuasión), alcanza un peso decisivo: puesto que toda acción u omisión estatal tiene necesariamente consecuencias a corto o largo plazo, no parece posible alcanzar un punto de equilibrio permanente. Si la neutralidad opera en el sentido positivo, se decanta por uno de los intereses: si no actúa, se produce un silencio que tampoco es neutral, porque se presenta como hostilidad a la religión. Los conflictos entre las expresiones religiosas y la dimensión objetiva del espacio público, en ausencia de reglas claras, parecen mostrar una neutralidad informadora en la resolución de problemas prácticos en los que se produce una colisión entre derechos fundamentales. Pues bien, la misma perspectiva podría aplicarse a la resolución de los distintos niveles de conflictos simbólicos que hemos venido identificando en el presente trabajo, tanto en el contexto administrativo como propiamente jurisdiccional.

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Zunón Villalobos, Manuel, “La exhibición de banderas esteladas por los ayuntamientos en edificios públicos. Una perspectiva jurídico-constitucional”, Revista Aranzadi Doctrinal, nº 10 (2016).


[1] La aplicación del principio de soberanía a la esfera individual no solo ha tenido reflejo en el ámbito económico neoliberalismo sino en la proliferación de la cultura narcisista (Lasch, 2020).

[2] Los republicanos, apoyados en la decisión de la primera Asamblea nacional alemana de 1848, estaban a favor del negro-rojo-oro, los monárquicos a favor del negro-blanco-rojo, los colores del Imperio alemán. Los republicanos se impusieron en 1919, pero la parte minoritaria, lejos de aceptar su derrota, no hizo sino encender la mecha de la discordia. Hasta hubo directores de colegios que se negaron a izar la bandera oficial. El 5 de mayo de 1926 el presidente Hindenburg promulgó un decreto sobre la bandera que dividía por igual los colores alemanes, recuperando la derribada bandera de la marina mercante negra-blanca-roja. En el futuro, la legación alemana y los consulados en el exterior deberían mostrar, junto a la bandera oficial de Weimar, la de la marina mercante.

[3] La conocida polémica entre ambos, en Smend y Kelsen (2019).

[4] El art. 4 de la Constitución de Chipre señala que el presidente y el vicepresidente elegirán la bandera de la República con un diseño neutral, permitiendo a autoridades y administraciones públicas utilizar junto a la bandera de Chipre, la bandera de Grecia y la de Turquía siempre al mismo tiempo, reconociendo el derecho de lo sus ciudadanos a utilizar ambas sin ningún tipo de restricción.

[5] Como bien se sabe, Manuel García-Pelayo (1981), que formaba parte del Tribunal Constitucional que realizó la sentencia que aludimos, fue uno de los grandes referentes teóricos del símbolo político durante el siglo XX.

[6] En cuanto al tiempo, ver Cuocolo (2009). El espacio como producción social y jurídica, en Lefebvre (1976).

[7] La STS 1841/2016, que abordó los recursos a los Acuerdos de la Junta Electoral Central que acabamos de citar, señaló que lo relevante no era que la bandera estelada perteneciera o no a un partido sino que no pertenecía y no se identificaba con la comunidad de ciudadanos que en su conjunto, con independencia de mayorías y minorías, constituye jurídicamente el referente territorial de cualquiera de las administraciones, siendo notorio que era un símbolo de la reivindicación independentista de una parte de los ciudadanos catalanes. Asimismo, apuntó que la actividad partidista era incompatible con el deber de objetividad y neutralidad de la administración pública, algo esencial, además, para garantizar el sufragio igualitario en periodo electoral.

[8] En el mismo sentido, Acuerdo de la Junta Electoral Central 91/2019.

[9] Y que tendrían soporte en el principio de dirección política del art. 97 CE. Sobre el concepto y desarrollos del llamado derecho paternalista, ver Alemany (2006). En términos filosóficos, ver Thaler y Sunstein (2009).

[10] Dicho esto, hasta donde nosotros sabemos, nadie se ha cuestionado la compatibilidad del uso de fachadas y balcones como soporte simbólico en aquellas viviendas que estén sujetas a la Ley 49/1960, de propiedad horizontal. No es el tema del presente estudio, pero resulta claro que la fachada es un elemento común, según el art. 3 de la Ley citada, estableciéndose que el copropietario no podrá modificar sus instalaciones o servicios cuando esto suponga alterar la configuración o estado exterior del piso o local o perjudique los derechos de otros propietarios (arts. 7, 16 y 17 de la Ley 49/1960).

[11] Sentencia de lo Contencioso Administrativo de 2 de febrero de 2018, nº de recurso 168/2017.

[12] Sentencia de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, nº 5043/2015.

[13] En el presente trabajo no vamos a abordar la polémica constitucional sobre la posible quema de símbolos, por ejemplo, la bandera. Como se sabe, el Tribunal Supremo de Estados Unidos declaró la Ley de Protección a la bandera de 1989, impulsada por el presidente Bush, contraria a la Primera Enmienda, basándose en la conocida doctrina de Texas v. Johnson (1989). La jurisprudencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre el lenguaje simbólico ha tenido acogida por el TEDH y se ha aplicado a distintas manifestaciones de la libertad de expresión. No ha sido el caso de nuestro Tribunal Constitucional, como pudo verse en la sentencia 190/2020. Sobre estas cuestiones, en general, ver Climent Gallart (2016).

[14] Véase el art. 6 de la Ley 19/2007, contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte o las numerosas leyes autonómicas de igualdad de trato y no discriminación del colectivo LGTBI, que incorporan la posibilidad de que las administraciones no solo retiren, sino que sancionen el uso de expresiones pueden incluirse símbolos que se consideren subjetivamente vejatorias y que inciten a ejercer la violencia contra los miembros de dicho colectivo. Tales normas no solo vulneran la reserva de ley orgánica (art. 81 CE) cuando se trata de desarrollar derechos fundamentales, sino que no respetan el monopolio del poder judicial para limitar la libertad de expresión (art. 20.5 CE).

[15] Ver el capítulo octavo del trabajo, ya citado, de Moreno Luzón y Nuñez Seixas (2017). Sobre el nacionalismo banal, ver Billig (2014). Por último, la tensión simbólica nacionalista en el País Vasco, en Luengo Teixidor (2015).

[16] La STS 7725/2011, afirmó la ejecución fraudulenta de la anterior sentencia de la misma Sala, alegando que el derecho a la tutela judicial efectiva comprende la ejecución de los fallos judiciales y, en consecuencia, su presupuesto lógico es el principio de inmodificabilidad o de intangibilidad de las resoluciones judiciales firmes. Como consecuencia de esta Sentencia, las Juntas Generales dictaron una Resolución en la que afirmaban no estar de acuerdo con la obligación de colocar la bandera española ya que se trataba de una imposición inadmisible que iba con los sentimientos de la mayoría de los ciudadanos. Dicha Resolución fue posteriormente anulada por la STS 2403/2016. Todas estas cuestiones, con detalle, en Troncoso (2018: 44 y 45).

[17] Una crítica a este argumento, en Garrorena Morales (2005: 1026).

[18] Recuérdese, en tal sentido, el conocido como “Plan Ibarretxe”, reforma del Estatuto del País Vasco en clave soberanista que establecía nuevas e intensas relaciones con Navarra que llegaban a la fusión y la configuración de un nuevo “fragmento de Estado”. Al respecto, ver Solozábal (2003).

[19] Mediante auto de 26 de junio de 2020, el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo nº 1 de Cádiz, suspendió la decisión de enarbolar la bandera arcoíris en la fachada del Ayuntamiento de Cádiz y ordenó su retirada, entendiendo que se trataba de una bandera no oficial. Por su parte, el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo nº 3 de Madrid, mediante auto de la misma fecha, avaló la exhibición de la bandera en el Ayuntamiento de Alcalá de Henares.

[20] Este argumento coincide parcialmente con las razones expuestas por Presno Linera (2020), que considera que la cuestión simbólica en lo relativo a la colocación de banderas arcoíris en los edificios públicos podría estar avalada por el art. 9.2 CE, al ser una acción idónea para promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas.

[21] Como venimos apuntando, es importante distinguir la colocación de símbolos de la utilización de mensajes institucionales en espacios públicos o medios de comunicación (marquesinas y anuncios en medios audiovisuales o redes sociales), que en virtud del art. 97 CE, se ajustan perfectamente a actuaciones administrativas derivadas de la aplicación de leyes concretas o principios objetivos contenidos en la Constitución o los propios Estatutos de Autonomía. Estos mensajes pueden aspiran legítimamente a informar, concienciar o movilizar a la ciudadanía para afrontar o resolver cuestiones de interés general, como el medio ambiente, la lucha contra la violencia de género o el uso de lenguas cooficiales, constituyendo manifestaciones que pueden ser calificadas como comunicación administrativa o de servicio. Al respecto, ver Tornos Mas y Galán Galán (2000).

[22] Art. 85.1 Ley 33/2003: “Se considera uso común de los bienes de dominio público el que corresponde por igual y de forma indistinta a todos los ciudadanos, de modo que el uso por unos no impide el de los demás interesados”.

 

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