Estudios de Deusto

Revista de Derecho Público

ISSN 0423-4847 (Print)

ISSN 2386-9062 (Online)

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed

Vol. 72/1 enero-junio 2024

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed7212024

Monográfico: La independencia del poder judicial en el constitucionalismo actual

LA JUDICATURA DEMOCRÁTICA, PODER REPRESENTATIVO

The democratic judiciary, a representative power

Oliver Roales Buján

Profesor de Derecho Constitucional

Universidad de Málaga, España

https://orcid.org/0000-0002-2039-185X

https://doi.org/10.18543/ed.3101

Fecha de recepción: 07.05.2024

Fecha de aceptación: 10.05.2024

Fecha de publicación en línea: junio 2024

Resumen

Este trabajo busca caracterizar a la judicatura como poder representativo democrático, identificando cinco aspectos de la representación y sus modalidades. Se analiza la representación no-electiva, especialmente la ejercida por agentes gubernamentales, y se concluye que el poder judicial sí es un poder representativo, aunque su estricta identificación burocrática y la subsistencia de la concepción del enjuiciamiento como silogismo, problematizan su representatividad descriptiva. Esta dimensión descriptiva es perfectamente compatible con la independencia judicial, pero no así la concreción del diseño constitucional que la persigue mediante un sistema de designación parlamentaria para algunos de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Esto es, aunque su finalidad es legítima, su operatividad es disfuncional y por eso se plantea su reforma.

Palabras clave

Poder judicial; representatividad; independencia judicial; democracia.

Abstract

This work aims to characterize the judiciary as a democratic representative power, identifying five aspects of representation and their modalities. Non-elective representation is analyzed, especially when exercised by government agents. Leading to the conclusion that the judiciary is indeed a representative power, although strict bureaucratic identification and the persistence of the conception of adjudication as syllogism problematize its descriptive representation. This descriptive dimension is perfectly compatible with judicial independence, but not so the implementation of the constitutional design that pursues it through a parliamentary appointment system for some members of the General Council of the Judiciary. In other words, while its purpose is legitimate, its effectiveness is impaired, prompting calls for its reform.

Keywords

Judicial power; representative; judicial independence; democracy.

Sumario: I. Qué significa representar. II. La representación de ideasen sí mismas. III. El poder judicial: emanación de la soberanía nacional. IV. La función judicial en las sociedades democráticas. Independencia judicial y representatividad no-electiva. La cuestión de la representación descriptiva. V. Independencia judicial y representatividad no-electiva. La cuestión de la representación descriptiva. VI. Conclusiones. VII. Bibliografía.

I. QUÉ SIGNIFICA REPRESENTAR

La representación política es un concepto fundamental en las democracias modernas, pero su naturaleza es más compleja de lo que a menudo se percibe. Muchos autores señalan que la representación es, en general, una condición psicológica, pero lo cierto es que respecto a la representación política existen dispositivos institucionales que permiten verificarla objetivamente. Sin embargo, si bien la formalización que comportan estos dispositivos en democracia entraña, evidentemente, un consentimiento previo, ese consentimiento debe ser permanentemente actualizado para que la representación se constate como un vínculo operativo y efectivo entre representante y representados. Por eso, aunque los diseños institucionales que vehiculan los mecanismos de representación son imprescindibles en nuestras democracias, estos por sí mismos no son suficientes si de lo que se trata es de sustentar –a través del vínculo representativo– el más decisivo fundamento de la legitimidad democrática. Esto es, en definitiva, a lo que se refieren los autores que teorizan sobre la representación cuando sostienen que la misma tiene un componente objetivo y uno subjetivo.

Así, la representación política, ni se define exclusivamente por la verificación de determinados elementos formales institucionalizados, ni tampoco es meramente lo que Ángel Rodríguez ha descrito como sensación representativa (es decir, el convencimiento de estar vinculado por una relación intersubjetiva de representación). Para entender este fenómeno en todas sus dimensiones nos parece de gran utilidad la síntesis que este autor establece respecto a la clásica distinción entre representatividad y representación: «entenderíamos entonces por representatividad la característica o la propiedad común a ambas partes de la relación, representante y representado, en virtud de la cual aquél pretende sustituir a éste. Sin embargo, la representación es más amplia que la representatividad, pues incluye otros elementos, como, por ejemplo, el de responsabilidad, que no sólo no pertenecen a la esfera de la representatividad, sino que, incluso, pueden presentarse sin ésta» (Rodríguez, A., 1987: 142-143). Es decir, mientras que la representatividad describe un vínculo que, como hemos mencionado, debe permanentemente actualizarse, la representación se refiere adicionalmente a determinados elementos típicos que se derivan del mismo o lo complementan –cuando este se verifica– o que objetivamente son susceptibles de sustentarlo, estableciendo sus condiciones de posibilidad.

En consecuencia, no podemos equiparar automáticamente representación y representatividad, ni a esta última con un vínculo representativo derivado siempre de un procedimiento de votación, dado que «la representatividad puede aparecer en toda clase de contextos donde no haya votantes» (Fenichel Pitkin, H., 1967: 88). Y tanto la democracia por sorteo ateniense, el procedimiento insaculatorio de los municipios de la corona aragonesa y las actuales propuestas de participación democrática mediante instituciones de demarquía (Elster, J., 1989)[1], pasando por la consideración del representante en su relevancia simbólica, así como el fenómeno de la identificación descriptiva del que hablaremos seguidamente, constituyen buenos ejemplos de representatividad sin votación.

En este sentido, y teniendo en cuenta que el objetivo de nuestro trabajo consiste en reflexionar sobre la dimensión de representación que ostenta un poder soberano –el judicial–, cuyos miembros no suelen elegirse por votación, nos resultan muy interesantes los planteamientos doctrinales que, para fundamentar un control interelectoral sobre los representantes, señalan que es preciso superar la representación entendida de manera puntual concibiéndola como un proceso sistémico conformado a través de una institución colectiva –un sistema representativo– que trascienda el vínculo individual entre representante y representado (Fisichella, D., 1983: 3-51). Es decir, el control de los representantes sitúa el foco más allá del momento en que se origina la representatividad, y tiene en cuenta a la representación como un fenómeno multidimensional que comprende, como decíamos, elementos típicos que conforman las condiciones de posibilidad de la representatividad.

La plausibilidad democrática de la representación puede basarse en diversos fundamentos y, por supuesto, el más común es la elección a través de votación, un procedimiento donde se combina un componente igualitario con otro elitista previo (Manin, B., 1997: 223). Este aspecto es crucial, ya que mediante la representatividad no-electiva no se está contraponiendo un tipo de representación intrínsecamente elitista frente a otro igualitario. En la representatividad electiva siempre se verificará cierto componente elitista debido a la conformación meritocrática de unas listas electorales a las que no puede acceder todo el mundo, así como al hecho de que la función político-representativa en su vertiente institucional requiere (o al menos esto sería lo deseable desde posiciones propias de la democracia deliberativa) de discursos que, aunque deben expresarse en términos comprensibles, apuntan cuestiones complejas.

Respecto al desbordamiento de un concepto que muchas veces se plantea desde límites formalistas muy estrechos, Michael Saward señala que la representación no es un hecho consumado ni una posesión; más bien, consiste en una pretensión que, en el mejor de los casos, se lleva a cabo solo parcialmente, de manera que «reconocer las fortalezas de la representación electoral no debería impedirnos admitir que las elecciones pueden, en determinadas circunstancias, restringir la naturaleza y el alcance de perspectivas y voces representativas [y que] las instituciones electorales en sí, si bien indispensables para la democracia contemporánea, por su propia estructura, dejan abierta la posibilidad de pretensiones de representación no electiva que pueden invocar criterios de legitimidad democrática que, en ciertos aspectos, mostrarán similitudes respecto a los criterios electorales, aunque en otros importantes serán distintos» (Saward, M., 2009: 1-22)[2]. Se precisaría, por tanto, según este autor una caracterización mucho más amplia de la representación que la refiera como lo que significa realmente para cualquier sociedad democrática: un proceso continuo por el que de un lado se afirma representatividad y por el otro se reclama la concreción de los intereses que la sustentan. En esencia, la representatividad implica para la representación que un sujeto [representante] actúe, hable o se erija en nombre de un objeto [los representados], pero dado que la representación se construye sobre abstracciones, lo que se representa siempre supone una mediación, es decir, la representación de una idea o una concepción de ese objeto, nunca el objeto mismo[3].

Para este autor, las afirmaciones de representatividad no-electiva se agruparían en tres tipos genéricos: [1] las que se sustentan en raíces profundas (deeper roots), tradiciones arraigadas de carácter histórico o religioso (referentes o autoridades religiosas, monárquicas o nobiliarias), o apelan a una justificación racional que se remite a un momento fundacional (argumentos típicos de teorías contractualistas o neo-contractualistas); [2] las que se sustentan en conocimiento experto (científico, jurídico o de otro tipo); [3] las que se sustentan en su pretensión de ampliar la agenda de discusión en el debate público, ya sea [a] arrogándose la defensa de intereses huérfanos de representación; [b] aportando nuevas voces de sectores de población silenciados; [c] definiéndose como sujetos de intereses concretos (en su condición de víctimas, damnificados, o interesados); [d] como organismos extraterritoriales (tal es el caso de organizaciones o tribunales internacionales); y [e] o auto-representándose.

Ahora bien, no se trata tan solo de constatar la existencia del vínculo representativo, sino de evaluar esos vínculos operativamente, en sus contextos concretos, como fundamentos de la legitimidad democrática. Como decíamos, representar no es algo estático, y ni siquiera cuando comporta elección por votación el proceso termina con la designación de los representantes, dado que su legitimidad dependerá de un compromiso continuo por parte de estos, y de una participación especialmente activa de la audiencia, para exigir responsabilidades.

Para la teoría política resultará de gran importancia establecer si la representación –tanto si comporta una representatividad electiva como no-electiva– obedece en cada caso a lógicas democráticas, sobre todo porque del resultado de este escrutinio surgirán argumentos para la crítica de los diseños constitucionales. Así, el análisis del que podríamos denominar encaje democrático de los vínculos representativos se dirige a verificar si estos, en su práctica concreta, garantizan –y en qué medida– la participación y el pluralismo en un debate público que debe servir, mediante una crítica racional orientada por valores y principios constitucionales, para sustentar procesos autoritativos dotados de legitimidad.

Para reconocer los elementos que posibilitan este encaje democrático de la representación nos resulta de interés el seminal trabajo de Hanna Fenichel Pitkin sobre el concepto de representación (Fenichel Pitkin, H., 1967: 88)[4], donde se esquematizan sus cinco modos principales:

[a]Representación como autorización. Desde una perspectiva formalista, se enfoca en la relación autoritativa entre representante y representados que se origina en el momento de selección de los representantes, concibiendo la designación como una expresión positiva de la voluntad de los representados. Tal y como hemos mencionado, suele ser habitual entender la representación democrática como el resultado de una abstracción que se plantea a través de proceso reductivo derivado de una serie de operaciones institucionales [llamémosle algoritmo jurídico] en cuyo núcleo se encuentra el principio de la mayoría. Esto es debido a que [1] las decisiones democráticas se entienden como el resultado de una agregación racional de intereses colectivos que [2] como tales intereses, se identifican primariamente mediante su expresión individual a través de esos procedimientos reductivos de agregación mayoritaria donde se reconoce la igualdad y capacidad de agencia de todos los participantes. El vínculo representante-representado se establece así mediante la expresión (abstracta) de un acto de voluntad (agregado colectivamente) que comportaría el consentimiento de los representados a raíz del cual podrá exigirse cierta rendición de cuentas. Esta dimensión formalista de la representación puede a veces atemperarse mediante criterios de agregación proporcional, lo que implica superponer a este vínculo de consentimiento-responsabilidad un adicional carácter descriptivo (pues la representación proporcional pretende provocar cierta semejanza o correspondencia entre representantes y representados).

[b]Representación como rendición de cuentas. Aunque suele concebirse como derivado de la autorización y muchos autores interpretan ambos aspectos inseparablemente, entendemos que se trata de una dimensión con relevancia autónoma, sobre todo para la representatividad no-electiva. Se centra en la relación de responsabilidad que se establece para el representante con los representados mediante una obligación de accountability [responsabilidad, rendición de cuentas y transparencia] verificada mediante el cumplimiento de normas y procedimientos específicos.

[c]Representación descriptiva. Se refiere a la semejanza o correspondencia entre las características de los representantes y las de los representados. La idea es que los representantes deben ser «espejo» o reflejo de sus electores en términos de género, etnia, clase social u otras características relevantes [respecto a la representación entendida como relación sustantiva]. Ahora bien, a pesar de que el aspecto descriptivo de la representación se dirige a verificar una correspondencia formal entre rasgos o características generales [que en principio no tendrían por qué decirnos nada respecto al contenido del acto de representación], su importancia se corresponde con la aseveración de que esos rasgos abstractos suelen materializarse en comportamientos o visiones del mundo que son las mismas que los representados, de manera que [sin predeterminar la manera en que finalmente la representación se lleve a cabo] sí colocan a representante y representados en un mismo plano para la interpretación de intereses[5].

[d]Representación sustantiva. Esta dimensión de la representación la identifica como defensa [ahora sí efectiva] del interés de los representados. Se enfoca en la actividad y el comportamiento de los representantes, en el cómo y por qué actúan. Evalúa la medida en que las acciones y decisiones de los representantes reflejan y responden a las necesidades, deseos y opiniones de aquellos a quienes representan.

[e]Representación simbólica. Se relaciona con el modo en que los representantes simbolizan algo importante para los representados. En este enfoque, la representación es vista como un símbolo que evoca sentimientos, lealtad o identificación en los representados, independientemente de la correspondencia descriptiva o la acción sustantiva.

Ahora bien, cada uno de estos aspectos parciales describe la naturaleza multifacética de la representación política de forma fragmentaria, y por tanto, insatisfactoria para la teoría democrática. En consecuencia, para llevar a cabo el análisis del encaje democrático de la representación en el sentido propuesto será necesario abordar cada uno de estos aspectos desde una perspectiva integral, abarcando sus interacciones. Contextualizadamente, cada modo de la representación proporciona, desde su dimensión intrínseca, argumentos complementarios que sirven para justificar el conjunto de abstracciones complejas en las que la representación política se descompone. Y esta es una cuestión esencial: que en nuestras sociedades, tanto la regla de la mayoría como el principio representativo se asuman de manera esencialista, ocultándose su carácter convencional mediante la interiorización de dichas abstracciones [lo que provoca su naturalización y trivialización], no nos puede hacer perder de vista que la representación siempre se articula de manera mediata, mediante la representación de ideas que sustituyen [«naturalmente»] al objeto nominalmente representado[6].

Así, de manera esquemática y a modo de ejemplo, cabe señalar cómo la representatividad electiva se construye sobre abstracciones (empezando por la propia idea de pueblo, que es eminentemente un concepto jurídico), que originan sucesivas racionalizaciones que integran de manera superpuesta no-secuencial (es decir, operando autónomamente y no siempre una como consecuencia de la otra) el objeto idealmente representado: así, en este caso la autorización derivaría de una abstracción agregativa de intereses expresada mediante una regla mayoritaria; la rendición de cuentas, de procesos institucionales muy formalizados; la correspondencia descriptiva, de la equiparación formal de características típicas, así como de la posible inclusión de reglas proporcionales que modulen la referida agregación mayoritaria; el vínculo sustantivo se predicaría respecto a los representados a partir de una doble objetivación, por un lado, a partir de la caracterización de un grupo social mediante elementos típicos que permiten representarlo como tal, y por otra, de la afirmación de determinados intereses propios derivados directa o indirectamente de aquella primera definición; y la correspondencia simbólica, de la significación o incluso resignificación del grupo representado mediante símbolos que, en última instancia, se refieren de manera todavía más abstracta a esos mismos intereses, integrándose en ese significado un explícito componente emocional.

II. LA REPRESENTACIÓN DE IDEAS EN SÍ MISMAS

Sin embargo, la representación política no se limita a reproducir este esquema por el que la representación del objeto se articula a través de la representación de la idea que lo simboliza. Existe otro modelo de representación que se caracteriza por considerar a las ideas como objeto en sí representado, sin remitir su significado a otro objeto (ya se traten de personas o de grupos sociales), o al menos sin remitirlo de forma explícita.

Es necesario precisar con rotundidad que no pretendemos describir ahora un nuevo modo de representación, sino que nos referimos a un esquema de la representación dirigido a un objeto diferente (la representación de las ideas o discursos en sí mismos). Es decir, mientras que los cinco modos de la representación descritos (autorización, responsabilidad, correspondencia descriptiva, vinculación sustantiva y correspondencia simbólica) se corresponden con aspectos referidos a la manera en que la representación es llevada a cabo (cómo se representa), lo que ahora nos proponemos es conceptualizar un esquema de representación que se diferencia del esquema anterior en su objeto (qué se representa). Un esquema diferente que, como seguidamente veremos, sigue siendo compatible con aquellos cinco modos de representación.

Ahora bien, si para la tradición liberal la representación, como elemento estructural de las democracias llamadas representativas, siempre se habría orientado a la representación de individuos y grupos sociales, cabe ahora preguntarse si este esquema de representación sin representatividad (o al menos una que no está referida a personas o grupos concretos) tiene democráticamente sentido desde una perspectiva sistémica. O expresando la cuestión de manera más precisa: ¿contribuye al desarrollo de un espacio de debate público que permita la participación pluralista y el respeto de los valores y principios constitucionales, una representación de discursos per se, en la que no se afirma la representatividad respecto a personas o grupos concretos?

Para abordar esta interrogante, resulta pertinente recurrir a los trabajos de John S. Dryzek y Simon Niemeyer sobre lo que ellos denominan representación discursiva (Dryzek, J. S., Niemeyer, S., 2008: 481-493). Estos autores destacan que la representatividad electiva tiene, sobre todo en contextos de polarización, un potencial efecto distorsionador de la racionalidad del discurso público al relegar ciertos discursos relevantes como resultado del juego de las mayorías institucionales. Estos discursos invisibilizados podrían haber contribuido a fortalecer la racionalidad en la formulación de políticas públicas al servir como contrapeso a las opiniones mayoritarias. Por consiguiente, la representación de discursos al margen de mayorías que los sustenten podría conllevar beneficios sistémicos, especialmente en un contexto donde aumenta la influencia de redes informales (grupos de presión de carácter social y económico) frente al poder político emanado del demos democrático, trascendiendo los límites territoriales del Estado nación.

A partir de aquí, estos autores se adentran en la justificación de la relevancia de esos discursos, buscando además establecer criterios que respalden democráticamente la representación no-electiva de agentes no-gubernamentales. Y aunque estas reflexiones se alejan del objeto de nuestro estudio, centrado en la representación no-electiva de agentes gubernamentales y, específicamente, de los miembros del poder judicial, lo cierto es que comparten un análisis inicial similar. Pues se constata que, frente [1] a la deslocalización de los núcleos de decisión soberanos hacia ámbitos supranacionales que carecen de las mismas garantías y procedimientos democráticos, y [2] al enorme incremento del poder de las redes sociales virtuales, que determinan qué discursos son o no relevantes en el ámbito de la esfera pública, lo que indirectamente conlleva la conformación de la agenda pública mediante procedimientos absolutamente opacos y al margen de la ciudadanía; será necesario reforzar los límites sistémicos implícitos que en nuestras democracias se delimitan mediante valores y principios constitucionales materializados mediante el reconocimiento de derechos, procedimientos y garantías. Y por esta razón, el estudio que presentamos cobra una importancia fundamental.

Es evidente que la defensa de estos límites mediante la representación de los discursos que los materializan sólo puede plantearse de manera complementaria a la representación de discursos mayoritarios incorporados al debate público mediante la representatividad electiva. Esto es debido a que si esta línea roja de la democracia [el límite que de franquearse la volvería irreconocible], se fija en la salvaguarda de los valores y principios constitucionales [y entre ellos principalmente, el pluralismo político], sería contradictorio defenderla anulando el pluralismo. No es posible representar el pluralismo sin expresar pluralistamente su representatividad, porque a pesar de que la representación se articule siempre mediante ideas [abstracciones que pueden remitir o no a personas o grupos concretos] importa quién las representa. Porque las ideas no tienen vida propia ya que la racionalidad no existe por sí misma, sino siempre referida a un contexto donde se la juzga o no razonable; porque la defensa de los argumentos no se plantea siempre igual, sino siempre dirigida una audiencia concreta; y porque la retórica sin prosodia es incompleta.

Ahora bien, –y aquí centramos el objeto de nuestra cuestión–, no debemos olvidar que la defensa de estos límites (al margen de que pueda llevarse a cabo por agentes no-institucionales) ya se encuentra sistémicamente incorporada a través de mecanismos de representación no-electiva institucional. Y que aunque su carácter institucional comporta, efectivamente, un argumento de peso para la justificación de su legitimidad democrática, debemos tener presente que (al igual que hemos señalado para la representatividad de origen electivo), la representación no se agota en su establecimiento legítimo, sino que abarca un proceso dinámico y multidimensional que se desarrolla durante el despliegue de su eficacia.

En este sentido, será importante tener en cuenta que este tipo de representación precisará de una doble justificación democrática: respecto a qué se representa, y respecto a cómo su representatividad se articula institucionalmente. Cabe discutir si para la representación de origen electivo existen límites respecto al qué se representa (y este es el problema planteado por la democracia militante), pero de lo que no nos cabe duda es que la representación no-electiva sí tiene esos límites porque no se origina en una concreta manifestación de voluntad de los representados, sino en su consenso respecto a determinados valores y principios constitucionales (es decir, sobre un qué debe representarse). Pero verificar ese qué no es suficiente, pues aunque la defensa de los límites implícitos democráticos constituye, como decimos, el fundamento sustantivo de la legitimidad de los órganos políticos de representación no-electiva, su representatividad sólo podrá justificarse democráticamente si esta defensa se expresa mediante una combinación razonable de los cinco modos de la representación descritos, en el sentido de que su despliegue procedimental se corresponda con su fundamento de legitimidad sustantiva. O dicho en otras palabras: no podrá predicarse la representatividad no-electiva de agentes institucionales si ésta deriva de un diseño institucional disfuncional o de una ejecución inadecuada respecto a los objetivos que la hacen democráticamente posible.

III. EL PODER JUDICIAL, EMANACIÓN DE LA SOBERANÍA NACIONAL

Si se establece una correlación exacta entre representación democrática y elección por sufragio, esto es, cuando se confunde una cosa con la otra, suele advertirse que el poder judicial se encuentra con un déficit de legitimidad democrática, ya que si bien la justicia emana del pueblo y se administra por los integrantes del poder judicial[7], éstos no se encuentran nombrados ni directa ni indirectamente por el pueblo, sino que son seleccionados mediante un proceso público de oposición donde se juzga el mérito y capacidad de los aspirantes. Si identificamos la representación estrictamente con la atribución formalista derivada de la elección popular, la legitimación del poder judicial precisará de otras razones para justificarse porque no representará, y esta posición es la mayoritaria en la doctrina[8].

No obstante, y como hemos mencionado, la representación democrática no tiene necesariamente que sustentarse en la elección popular [ya se trate de una elección de primer grado o subsiguientes] pues si así fuera no podrían, por ejemplo, concebirse constitucionalmente las eminentes funciones de representación simbólica que el Título II de nuestra Constitución fija para el monarca. Como agente institucional no electo el monarca no solo tiene, en su condición de Jefe de Estado, el carácter de símbolo de su unidad y permanencia, sino que también se le atribuye plena representatividad popular, especialmente dentro de la función judicial. Y es que, si consideramos que «la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey», esto sólo puede querer decir que, para la relación establecida en el Artículo 117.1 de la Constitución, el monarca actúa representando al pueblo. De hecho, en virtud de la literalidad de ese precepto nos queda claro que ambos –monarca y poder judicial– actúan en esa representación, porque ambos se colocan en el lugar del pueblo, sustituyéndolo en la calidad con la que actúan. El primero, como su símbolo, mientras que el segundo de una manera mucho más sustantiva.

Pero si bien no parece existir ningún problema en aceptar que el monarca tiene un carácter representativo en la vertiente simbólica del término, sí que habría ciertas dificultades doctrinales para reconocer que el poder judicial se ejerce [con las particularidades propias de la representación no-electiva] en representación del pueblo. Y esto a pesar de ser un poder que, como decimos, emana del pueblo y se administra en nombre de quien constitucionalmente lo representa.

Entendemos, sin embargo, que esta dificultad no puede reducirse a una cuestión meramente terminológica ya que no solo apunta la terminología constitucional a la representación, sino que más sustancialmente, en la función judicial podemos verificar los modos típicos de la representación, tanto en sus aspectos formales, simbólicos, sustantivos, e incluso descriptivos (éstos últimos derivados indirectamente del diseño constitucional del artículo 122.3 por el que se establece un sistema de nombramiento para ocho de los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial en el que intervienen directamente el Congreso y el Senado).

Como ya hemos señalado, la dimensión descriptiva de la representación tiene que ver con la identificación de representante y representados en virtud de características abstractas que se consideran relevantes para la representación, no porque predeterminen en absoluto cómo esa representación será llevada a cabo, sino porque colocan al representante en el mismo plano para la interpretación de intereses. Así, por ejemplo, cuando el abogado defensor prefiere que su jurado se componga de personas de la misma etnia, género, o clase social que su defendido, no lo hace porque espera un veredicto injusto emitido por personas parciales que se han posicionado a priori a favor de la defensa por el hecho de identificarse con el defendido, sino más bien para todo lo contrario. Existen más opciones de obtener un veredicto justo cuando los miembros del jurado entienden perfectamente el contexto: porque sólo si compartes vivencias y visiones del mundo puedes entender las motivaciones alegadas por la defensa, al margen de que las consideres ciertas. Por poner dos ejemplos habituales, sólo si eres mujer entenderás el miedo a volver sola a casa por una calle poco iluminada, y sólo si eres una persona de color en Estados Unidos podrás entender la preocupación y el nerviosismo que puede sentirse –aun sin tener nada que ocultar– ante un control policial rutinario[9].

Ahora bien, es precisamente este carácter de representación descriptiva al que apunta este sistema de nombramientos lo que, a nuestro juicio, problematiza el reconocimiento de la representatividad del poder judicial como poder democrático. Sobre todo debido a la percibida capacidad de este diseño constitucional para interferir en la independencia judicial, un elemento imprescindible para el ejercicio de su función. Y como entendemos que uno de los aspectos más problemáticos para la conceptualización del poder judicial como poder representativo es su dimensión descriptiva (como efecto de la composición de determinados órganos jurisdiccionales a consecuencia indirecta de la designación de algunos miembros del Consejo General del Poder Judicial desde otros poderes del Estado), prestaremos especial atención a esta circunstancia, por si es incompatible o disfuncional respecto a los objetivos de la función judicial en nuestras democracias.

IV. LA FUNCIÓN JUDICIAL EN LAS SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS

Hasta bien entrado el siglo XX, la historia de la magistratura se caracteriza en los diferentes ordenamientos europeos por el control directo del poder político. En el modelo napoleónico la jurisdicción era una rama del gobierno y el juez se distingue por su carácter burocrático y pasivo, una concepción que se ilustra mediante la célebre metáfora de Montesquieu: «los jueces de la nación, como es sabido, no son más ni menos que la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden mitigar la fuerza y el rigor de la ley misma» (Montesquieu, 2007: 110). En este contexto, la figura del juez se veía reducida a la de un mero ejecutor de las voluntades preestablecidas por el poder legislativo, sin capacidad de influencia o decisión propia. La justicia, lejos de ser un poder independiente que sirve de contrapeso a los otros poderes, vigilando que operen dentro de los márgenes establecidos por su propio fundamento de legitimidad, se limita a operar como un instrumento del poder político y se somete a sus vaivenes.

Dominaba la idea de que el razonamiento judicial constituía un proceso mecánico de deducción a partir de premisas establecidas por la ley, sin margen para la interpretación o adaptación a las circunstancias cambiantes de la sociedad: «la concepción –que ha predominado durante mucho tiempo y que todavía hoy es defendida por muchos– del razonamiento judicial como silogismo, forma parte de la teorización del papel pasivo del juez ante las elecciones políticas decididas por otros poderes […] en ese entonces, la teoría del silogismo judicial no era, y no lo ha sido en las épocas posteriores, una descripción atendible de lo que hacen los jueces; sino que más bien representaba la expresión de una ideología de la función del juez, prescribiendo un modelo de decisión judicial fundado en la aplicación rigurosa de un razonamiento deductivo» (Taruffo, M., 2005: 11).

Así, esta presunción del automatismo en la subsunción desconociendo el aspecto creativo que cumple el juez en la estructuración del silogismo oculta la complejidad inherente a la construcción del enjuiciamiento y subestima el papel del juez como intérprete y aplicador de la ley. Pero sobre todo, al presentarlo como una fórmula predecible y automática se oculta una cuestión esencial: que con independencia de cómo se defina y se justifique ideológicamente el proceso de razonamiento judicial, siempre será imprescindible emplear, para llevarlo a cabo, subsunciones valorativas sustentadas en principios y valores propios de visiones del mundo que dan sentido y orientan al sistema jurídico en su conjunto. Y negar el imprescindible fundamento axiológico del enjuiciamiento tiene dos consecuencias: [1] permite que el juez utilice sus propios valores y principios, pero de manera subrepticia, es decir, sin reconocer que así lo hace; y [2] a consecuencia de ello, su enjuiciamiento se blinda a la crítica axiológica propia de la política. Pero atención, esto no significa que el enjuiciamiento se separe de la política (porque enjuiciar, como decimos, siempre implica poner valores en práctica), sino que simplemente lo aísla de la sana crítica y el análisis racional respecto al empleo de esos valores, amparándose en la excusa de una completa sumisión a la ley que reflejaría la voluntad popular contenida en el texto legal.

Las leyes tienen naturaleza política y todos los ordenamientos jurídicos se sustentan [de manera más o menos explícita] en un conjunto de valores y principios que se desarrollan mediante una serie de objetivos sistémicos. La novedad de las llamadas constituciones programáticas no consiste sino en haberlos explícitamente manifestado para nuestros sistemas a través de un proceso de debate democrático. Y este reconocimiento constitucional tiene una consecuencia que destaca por encima de todas: en tanto deja fijado y visible el anclaje axiológico de todo el sistema político, –incluyéndose el ordenamiento mediante el que este sistema se hace posible–, la Constitución desvela y explicita, de una vez por todas, el carácter político [que no partidista] de todo enjuiciamiento. A esto se refiere Ronald Dworkin cuando señala que «cuando aplica el derecho o cuando se comporta socialmente, el juez participa en la toma de decisiones sociales, y esto no puede hacerse al margen de cuáles son los argumentos que benefician o perjudican su propio criterio. Cuando un juez en un régimen dictatorial sentencia a cadena perpetua por un delito de sedición, sus implicaciones en este proceso de decisión, o son queridas, o trascienden el sentido de la norma escrita necesariamente. Cuando un juez en un Estado social y democrático de derecho sentencia de forma absolutoria una conducta favorable a la libertad de expresión está contribuyendo al desarrollo de las libertades formales de este Estado» (Dworkin, R., 1990: 27).

En una democracia, el razonamiento judicial debe estar intrínsecamente ligado a las exigencias del propio sistema democrático, pues si bien la judicatura tiene la autoridad para interpretar la ley y juzgar, esta autoridad no puede ejercerse de manera arbitraria ni alejada de los principios constitucionales subyacentes. En este sentido, «el margen de apreciación que dejan la constitucionalización de ciertos valores, la concurrencia de principios enfrentados en el análisis de un mismo supuesto o la utilización de conceptos jurídicos indeterminados por parte del legislador no debería separarse de la exigencia que impone el propio sistema democrático. […] Y es que su nombramiento como juez no le habilita moralmente para descubrir por sí mismo cuál es el modo de completar el significado de los conceptos ni para ponderar la potencia normativa de cada uno de los principios jurídicos en conflicto. En la medida en que su nombramiento se ha producido al margen de la consideración de la opinión pública, su opinión personal no tendría por qué valer más que la de cualquier otro ciudadano» (Miraut Martín, L., 2022: 402).

Aquí subsiste la más profunda confusión que, con la pretensión contraria, termina socavando la independencia judicial, afectando a los cimientos de los actuales sistemas democráticos. Porque una cosa es la necesaria separación de los tres poderes políticos y la imprescindible independencia de la judicatura, y otra muy distinta es pretender conseguirla mediante la negación de lo que efectivamente se hace. Porque además, la simplificación que provoca el paradigma del enjuiciamiento como silogismo, planteada con el supuesto propósito de desideologizar el razonamiento judicial, ha tenido históricamente el efecto contrario. El blindaje a la crítica que hemos descrito no conllevó en absoluto independencia, y en los sistemas preconstitucionales supuestamente desideologizados la judicatura ni era externamente independente (es decir, en relación con el poder ejecutivo), ni tampoco lo era internamente (respecto a jueces superiores). Tal y como señala José Luis Ramírez Ortiz, esta falta de independencia afectó a la imparcialidad, lo que pretendió suplirse mediante declaraciones formales que, de manera rígida e impostada, alejaron a la judicatura de la vida política en sentido amplio (es decir, de la política no partidista), resultando así que «paradójicamente, este supuesto desinterés facilitó la integración de los Jueces en las experiencias autoritarias de la Europa continental e Iberoamérica, lo que demuestra que la neutralidad no fue más que un fetiche ideológico» (Ramírez Ortiz, J. L., 2011: 105).

La instauración en Europa de sistemas democráticos constitucionales a partir de la segunda mitad del siglo XX supuso conceptualmente un cambio radical: ya no puede plantearse el enjuiciamiento como una subsunción silogística[10], sino que la función jurisdiccional sólo puede entenderse desde la necesaria adopción de enfoques interpretativos que permitan plasmar en la interpretación los valores de las normas constitucionales abiertas. En una democracia pluralista y compleja, es necesario que la representación mayoritaria en las instituciones vaya acompañada de contrapesos contramayoritarios. Y este constituye el principal rasgo definitorio del poder judicial en democracia: la función judicial –intrínsecamente conservadora– ahora debe conservar un sistema de valores constitucionales que se funda en la defensa de los derechos individuales y el pluralismo político. Por este motivo es esencial preservar su estatuto de independencia respecto a los otros dos poderes, sujetos al dominio de las mayorías. Y de ahí la atribución de la defensa de la independencia judicial a órganos específicos tales como el Conseil Supérieur de la Magistrature francés (Constitución de 1946 y Constitución de 1958); el Consiglio Superiore della Magistratura italiano (Constitución de 1947); el Conselho Superior da Magistratura portugués (Constitución de 1976) y el Consejo General del Poder Judicial español (Constitución de 1978).

La Constitución se considera un documento vivo que involucra a ciudadanos, grupos sociales e instituciones en lo que Peter Häberle llama sociedad abierta de intérpretes constitucionales (Häberle, P., 1998). En este nuevo contexto, el juez adquiere una especial relevancia como garante de los principios y valores constitucionales. Aunque pueda existir un paso deductivo en la subsunción, todos los demás aspectos del razonamiento judicial se consideran un contexto de elección abierto, donde el juez determina la decisión más correcta, justa y oportuna entre las alternativas posibles.

V. INDEPENDENCIA JUDICIAL Y REPRESENTATIVIDAD NO-ELECTIVA. LA CUESTIÓN DE LA REPRESENTACIÓN DESCRIPTIVA

Si el poder judicial es efectivamente una emanación de la soberanía nacional, la medida de su legitimidad se encontrará en su capacidad para representar mediante el ejercicio de su función, al pueblo soberano. Como hemos visto, esta representación no se verificará como resultado de la elección de sus miembros a través de un proceso reductivo por el que se agregan las voluntades individuales de los que componen esa construcción jurídica que llamamos pueblo. Y con independencia de la cuestión de la representatividad, a esto se refiere la doctrina cuando señala que respecto al poder judicial se da un déficit democrático en origen que precisará de un reforzamiento de sus condiciones de legitimidad que pasa por «la rígida sujeción a la ley y el riguroso respeto de las garantías» (Ramírez Ortiz, J. L., 2013: 71).

Ahora bien, si representar implica ante el representado [1] ponerse autorizadamente en su lugar; [2] respondiendo de sus acciones; [3] actuando en su interés; [4] produciendo una identificación de aspectos relevantes entre ambos; [5] que incluso permita una sustitución simbólica; parece evidente que la función judicial en nuestras sistemas constitucionales, sí es representativa en tanto que [1] sustituye legítimamente a la justicia privada y su jurisdicción deriva de normas democráticas; [2] se somete en cuanto a su ejercicio a los principios y valores constitucionales, así como al resto del ordenamiento jurídico, tanto para la expresión de su función como para la fijación de sus límites; [3] pretende desarrollar mediante ese ejercicio la expresión efectiva de un sistema político de libertades y derechos individuales; [4] se lleva a cabo por jueces y magistrados reclutados mediante un sistema que, a pesar de su carácter intrínsecamente elitista –al estar basado en criterios de mérito y capacidad–, se plantea permeable y abierto al derecho de participación de la ciudadanía, de manera que dicho reclutamiento no resulte en una excesiva desconexión entre representantes y representados respecto a determinadas características (tales como el género o la clase social) que, como hemos señalado, pueden considerarse relevantes a los efectos de situar a representantes y representados en el mismo plano para la interpretación de intereses; [5] lo que resulta –si los anteriores elementos se verifican– en cierta identificación simbólica de la ciudadanía con el sistema judicial.

De todos estos aspectos, el que resulta más problemático es el que se refiere a la representatividad descriptiva. Este carácter controvertido se deriva, a nuestro juicio de dos factores interrelacionados: [a] la identificación de la judicatura mediante una rígida caracterización burocrática, lo que ensombrece determinados aspectos propios de una función que (aunque se encuentra perfectamente diferenciada de la que llevan a cabo los otros dos poderes del Estado) tiene una dimensión política; y [b] la subsistencia de la ideológica identificación del enjuiciamiento con el silogismo, ocultando la necesaria subsunción valorativa vinculada axiológicamente a un concreto sistema de valores.

Consecuentemente, que las circunstancias personales del representante constituyan un aspecto relevante, no parece problemático respecto a la representación en los poderes ejecutivo y legislativo, y sin embargo, aspectos tales como el género o la clase social (por ejemplo), sí deberían ser totalmente irrelevantes en relación con los integrantes del poder judicial, la efectiva conformación de sus cargos, así como a la distribución de sus órganos y tribunales. El burócrata no se define por quién es, sino por ostentar mérito y capacidad.

Y sin embargo, existen elementos en los diseños de las democracias constitucionales que demuestran que para la administración de justicia sí existen otras cuestiones relevantes, además del mérito y capacidad. Por ejemplo, se valoran circunstancias personales que no se identifican directamente con estos criterios en aquellos ordenamientos en los que existe la posibilidad de elegir mediante votación popular directa a determinados agentes jurídicos cualificados por su capacidad técnica, al objeto de que intervengan de forma reglada en los procesos por los que se lleva a cabo la función jurisdiccional. Tal es el caso de los Fiscales de Distrito en la casi totalidad de los estados de los Estados Unidos de América. De igual modo, la designación de los jueces federales estadounidenses también obedece a criterios de representatividad electiva –en este caso de segundo grado–, al ser nombrados por el Presidente con el consejo y consentimiento del Senado[11]. Quiere esto decir que, al igual que ocurre para la designación de otros cargos de perfil técnico, en muchas ocasiones para los miembros del poder judicial o para determinados cargos o composición de tribunales, además del imprescindible criterio técnico se tiene en cuenta la idoneidad[12].

En definitiva, esta es la principal razón que constitucionalmente sustenta, a nuestro juicio, el actual sistema de designación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Para entender su justificación, hay que tener en cuenta que:

[1]Los representantes se vinculan descriptivamente con los representados mediante cierta conexión o correspondencia respecto a aquellas características relevantes que los sitúan en planos cercanos a los representados respecto a la interpretación de intereses. Tales características, decíamos, se derivan de una identificación basada, fundamentalmente, en circunstancias biográficas y personales. En este sentido, existe un evidente sesgo de carácter socioeconómico, cultural y vivencial en general, respecto a los que finalmente pasarán a ser miembros del poder judicial respecto a la generalidad de la población. Esto es algo lógico y, hasta cierto punto, exigido por la intrínseca naturaleza elitista del proceso de selección llevado a cabo mediante oposición o concurso-oposición. Ahora bien, la excelencia y excepcionalidad que se pretende mediante estos procesos de selección no tiene por qué encontrarse predeterminada por criterios económicos, y en este sentido, respecto a la situación de partida en el año 1978, se ha reducido sustancialmente la brecha entre representantes y representados mediante el sistema de becas en la universidad pública, aunque siga siendo manifiesta.

[2]Mediante el sistema establecido a partir del artículo 122.3 de nuestra Constitución, se pretendería amortiguar esta distancia en la representatividad descriptiva mediante un juicio de idoneidad en sede parlamentaria respecto, al menos, a ocho miembros del Consejo.

[3]Este sistema no es intrínsecamente incompatible con la independencia judicial, puesto que su configuración mediante mayorías cualificadas pretende la designación de candidatos que superen las lógicas partidistas. Se trataba, en definitiva, de que los miembros de designación parlamentaria cumpliesen todos ellos con el criterio de idoneidad respecto a todos los grupos parlamentarios que compusieran esas mayorías cualificadas. Ahora bien, a pesar de que se pretendía la designación de candidatos idóneos según el criterio de una mayoría cualificada, este objetivo se concretó en un fracaso rotundo. Como es bien sabido, los acuerdos para la configuración de esas mayorías comportaron una negociación entre partes, de manera que una parte no tenía nada (o casi nada) que decir respecto a los candidatos de la otra. El precio del apoyo del contrario pasaba por aceptar, sin criterio alguno, a sus candidatos. De esta manera, los designados no eran los candidatos de la mayoría cualificada, sino de una parte de ella. Concretamente, de un determinado partido. Además, a esta situación lamentable, totalmente contraria a los objetivos constitucionales, hay que añadir una nueva circunstancia: dado que los grupos parlamentarios pueden demorar el nombramiento de los nuevos miembros del Consejo, han utilizado estas demoras estratégicamente en previsión de la configuración de nuevas mayorías parlamentarias más favorables para sus intereses partidistas. A raíz de esta actuación estratégica, el mandato de los actuales miembros del Consejo lleva caducado más de seis años, en una situación absolutamente disfuncional.

VI. CONCLUSIONES

Como señala el profesor Ángel Rodríguez, «el descubrimiento de que el juez también crea Derecho cuando lo aplica hace que adquiera más relevancia la composición social y la ideología de los miembros del Poder Judicial, pero no disminuye la exigencia de que sean independientes» (Rodríguez, A., 2022: 194) y actualmente, es evidente que el actual sistema de designación no sólo no cumple con esta finalidad de representatividad descriptiva, sino que es un sistema claramente contrario a la independencia judicial. Esta enrarecida situación ha traído como consecuencia que nos hayamos habituado a periódicos escándalos de destacados miembros del Poder Judicial. La actuación manifiestamente partidista de un sector de la judicatura muy pequeño pero destacado, consecuencia directa de las lógicas de poder interno que se han derivado de este tipo de nombramientos, tiene un terrible efecto desmoralizador y deslegitimador para la ciudadanía, con independencia de su signo político.

Será necesario iniciar un profundo debate que permita llegar a una reforma del sistema, pero en lo que ahora nos atañe, y de cara a ese futuro debate, han quedado a nuestro juicio demostrados los siguientes extremos:

[1]La judicatura constituye un poder político representativo. Su legitimidad depende de la verificación de cinco aspectos de la representación, del que la representatividad descriptiva destaca por su carácter problemático.

[2]La identificación de la judicatura mediante rígidos estándares burocráticos que pretenden alejarla de la vida política en sentido amplio, y la subsistencia de la identificación del enjuiciamiento con el silogismo, deben superarse a fin de profundizar en la democratización de la judicatura, acompasándola con su función democrática.

[3]La exigencia de mérito y capacidad para los miembros del poder judicial no es incompatible con posibles juicios de idoneidad que pretendan trasladar a la composición de sus órganos cierta representatividad descriptiva.

VII. BIBLIOGRAFÍA

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[1] Para la demarquía como propuesta frente a la tendencia de la democracia electoral a degenerar en oligarquía (Burheim, J., 2006). Algunos autores incluso defienden que la elección por sorteo es intrínsecamente un sistema más democrático y representativo (Mulgan, R. G., 1984: 539-560.

[2] La traducción es mía.

[3] Saward propone interpretar la representación estableciendo dos polos de relevancia: por un lado el emisor de la afirmación de representatividad y, por el otro, la audiencia. Así, una afirmación representativa no tendría por qué estar sustentada por un procedimiento institucionalizado, ni siquiera formalizado, de manera que el objeto sobre el que afirma su representación podrá o no coincidir con el que denomina referente (y que sí se define por este tipo de procedimientos). La audiencia del mensaje tendrá un papel particularmente activo, ya que será la que finalmente evalúe la legitimidad y efectividad de esa representación (Saward, M., 2009: 1-22).

[4] Nos separamos aquí de los criterios planteados por Saward para evaluar la representación puesto que los relaciona exclusivamente con la representatividad no-electiva de agentes no gubernamentales, justamente dejando al margen el objeto de nuestro trabajo. Entendemos que nos resultará de mucha más utilidad un análisis más general y sistemático que nos permita englobar la representatividad no-electiva en todos sus aspectos (Saward, M., 2009: 1-22).

[5] Siguiendo la terminología de Mansbridge, cuando en la representación electiva se verifica principalmente su aspecto descriptivo, esta suele llevarse a cabo de manera giroscópica: «voters select representatives who can be expected to act in ways the voter approves without external incentives. The representatives act like gyroscopes, rotating on their own axes, maintaining a certain direction, pursuing certain built-in (although not fully immutable) goals […] the representatives act only for «internal» reasons. Their accountability is only to their own beliefs and principles» (Mansbridge, J., 2003: 520).

[6] «From the perspective of those who are represented, what is represented are not persons as such, but some of the interests, identities, and values that persons have or hold. Representative relationships select for specific aspects of persons, by framing wants, desires, discontents, values and judgments in ways that they become publicly visible, articulated in language and symbols, and thus politically salient» (Castiglione, D., Warren, M. E., 2019: 36).

[7] Artículo 117.1 de la Constitución Española, que concreta para el Poder Judicial lo dispuesto en su Artículo 2.1 cuando señala que «la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado».

[8] «La teoría de la representación sigue siendo un criterio válido de legitimación de los poderes ejecutivo y legislativo, pero el poder judicial carece de un elemento similar a la representación para justificarse. […] para el Estado legal de derecho, esa legitimidad se confería sobre la base del sometimiento absoluto del juez a la ley, como expresión de la voluntad popular. […] Cuando, por el contrario, se asume el carácter inevitable de la intervención del juez en el proceso de producción del derecho en el momento de su aplicación, es necesario apelar a nuevas fuentes de legitimación que desechen la idea de una conexión obligada al factor representativo» (Balaguer Callejón, M.ª L., 2022: 69-81).

[9] Como abogado defensor, durante un juicio penal me ocurrió lo siguiente: al comenzar, el Fiscal preguntó a mi clienta si trabajaba y, de ser así, cuánto ganaba al mes. Esta pregunta es relevante, porque sirve para la determinación de la pena en el sistema de días-multa, ajustándola a la capacidad real del condenado. Mi defendida contestó que ganaba doscientos cuarenta euros mensuales. El fiscal le preguntó si esa cantidad era al mes y la respuesta fue volver a señalar que sí, que al mes. Entonces, en tono muy indignado, el fiscal le dijo a mi cliente: «señora, por favor, que el salario mínimo se encuentra fijado en seiscientos cuarenta y un euros y cuarenta céntimos». El Ministerio Público se sabía hasta los céntimos. Mi clienta se puso colorada, y visiblemente nerviosa se las arregló para explicarle que ella trabajaba algo más de un par de horas al día, aunque eso le llevaba toda la mañana porque tenía que desplazarse, y que le habían explicado que eso era lo que le correspondía por convenio. Conozco al Fiscal en cuestión y me consta que es un excelente profesional. Y sin embargo, por la razón que sea, durante este interrogatorio entendió que no era verosímil que alguien pudiese trabajar para ganar sólo eso, y además, vivir con ese sueldo.

[10] Sin embargo, esta posición es todavía defendida por un importante sector de la judicatura, e incluso sobre la función del juez democrático se llega a afirmar que: «el Juez al igual que el Médico o el Sacerdote, han de realizar su función de la misma manera, tanto exista democracia, como si existe otro régimen político. El juez, como decía Mirabeau, no es sino la boca que pronuncia las palabras de la ley. […] no puede hacer otra cosa sino aplicar las Leyes al supuesto enjuiciado» (López-Fando Raynaud, J. R., 1987: 159).

[11] Art. II Sección 2 de la Constitución de los Estados Unidos de América.

[12] La idoneidad es a la capacidad lo que la razonabilidad a la racionalidad, comportando ambos casos una oposición que nos recuerda la diferencia entre lo correcto y lo adecuado. Así, mientras que la racionalidad supone estrictamente un cálculo que pretende conectar fines y medios de la manera más eficaz posible, la razonabilidad cuestiona la finalidad misma incorporando cuestiones tales como la oportunidad (tiempo adecuado) y el contexto (espacio adecuado). Esta es, en cierta medida, una distinción equiparable a la del técnico y el político. Mientras que el primero conoce los métodos que nos permiten alcanzar determinado objetivo, el segundo se cuestiona si debemos siquiera proponérnoslo.

 

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