Estudios de Deusto

Revista de Derecho Público

ISSN 0423-4847 (Print)

ISSN 2386-9062 (Online)

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed

Vol. 72/1 enero-junio 2024

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed7212024

Monográfico: La independencia del poder judicial en el constitucionalismo actual

LA RELACIÓN DEL PODER JUDICIAL CON EL PODER EJECUTIVO EN LA LEY DE TRIBUNALES DE 1870

The relationship of the judicial branch with executive branch in the Courts Act of 1870

Carmen Rodríguez Rubio

Profesora Permanente Laboral de Derecho Procesal

Universidad Rey Juan Carlos, España

https://orcid.org/0000-0001-9335-0138

https://doi.org/10.18543/ed.3102

Fecha de recepción: 25.04.2024

Fecha de aceptación: 10.05.2024

Fecha de publicación en línea: junio 2024

Resumen

La Constitución española de 1869 ha sido considerada la Carta Magna del liberalismo español. Tras su promulgación tuvo lugar la aprobación de la Ley sobre Organización del Poder Judicial de 1870, ley que supuso el nacimiento del tercer poder del Estado en España. Por mediación de la Ley de Tribunales de 1870 se unificó el acceso a la carrera judicial y fiscal mediante oposición. Igualmente, la ley mencionada dispuso la presencia del Gobierno en diversos ámbitos del poder judicial en relación con la Junta calificadora actuante en el acceso a la judicatura, la tramitación de los expedientes de los opositores y el ingreso y ascenso de los jueces. Asimismo, su intervención fue manifiesta, dentro de la Administración de Justicia, en la inspección de los juzgados y tribunales. Finalmente, en relación con el Ministerio Fiscal, la ley dispuso una organización jerarquizada y ordenada por categorías en la que el Fiscal del Tribunal Supremo se situaba bajo la dependencia del Ministro de Gracia y Justicia.

Palabras clave

Poder judicial; poder ejecutivo; administración de justicia; ministerio fiscal.

Abstract

The Spanish constitution of 1869 has been considered the Magna Carta of Spanish liberalism. After its promulgation, the approval of the Law on the Organization of the Judicial Power of 1870 took place, a law that marked the birth of the third power of the State in Spain. Through the Courts Law of 1870, access to the judicial and fiscal careers was unified through competitive examination. Likewise, the law provided for the Government´s interference in various aspects of the judiciary in relation to the Qualifying board acting in access to the judiciary, the processing of opposition files and the entry and promotion of judges. Likewise, its intervention was manifest, within the Administration of Justice, in the inspection of courts and tribunals. In relation to the Public Prosecutor´s Office, the law established a hierarchical organization ordered by categories in which the Prosecutor oh the Supreme Court was placed under the dependence of the Minister of Grace and Justice.

Keywords

Judicial branch; executive branch; administration of justice; prosecutor’s office.

Sumario: I. Antecedentes históricos del poder judicial. II. La Constitución española de 1 de junio de 1869. III. Especial referencia al Tribunal Supremo. IV. La Ley provisional sobre Organización del Poder Judicial de 1870 y otras leyes de naturaleza procesal. V. La Administración de Justicia en la Ley provisional de 1870. VI. El Ministerio Fiscal en la Ley provisional del Poder Judicial de 1870. VII. Bibliografía.

I. ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL PODER JUDICIAL[1]

En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano se proclamó la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Asimismo, siguiendo lo defendido por Montesquieu en el Esprit des lois, se declaró el principio de separación de poderes. Continuando con estos acontecimientos históricos, en la actualidad la estructura de los países democráticos parte del reconocimiento de los tres poderes, siendo el poder judicial el tercer poder estatal. Hasta la Revolución francesa el monarca ostentaba todas las facultades, es decir, en él se concentraba el poder en todas sus manifestaciones. Al centralizarse el poder en el rey este era quien podía delegar la jurisdicción, pudiendo ser tal encomienda eliminada (Montesquieu, 1748; Cortés Domínguez, V., Moreno Catena, V., 2021: 43-28).

Tanto en la época de la monarquía absoluta como en la etapa feudal, los jueces eran funcionarios del poder regio. En consecuencia, estos se constituían como una delegación del poder del monarca al que debían obediencia. Se puede afirmar que los tres poderes que posteriormente se proclaman se centralizaban en manos del rey durante el Antiguo Régimen, y los funcionarios que administraban justicia no gozaban de independencia, es más, la jurisdicción no era única pues existían las jurisdicciones especiales que se desplegaban en diversos ámbitos, como la eclesiástica o la administrativa, entre otras (Gimeno Sendra, J. V., 2007: 97-123).

La situación anterior dio lugar a que verdaderamente no se pudiera afirmar la existencia de un poder judicial. La aparición del poder judicial tiene lugar tras la Revolución Francesa de 1789 cuando se establece la supremacía de la ley y la separación de poderes, dando lugar al tercer poder estatal. No obstante, la creación de este poder, como se verá con posterioridad, difiere de lo que en los estados contemporáneos entendemos como tal, pues a lo largo de los siglos y por diversos acontecimientos históricos el poder judicial ha ido evolucionando y por lo tanto cambiando desde la época revolucionaria.

En el modelo de Estado liberal, para constituirse el tercer poder del Estado se hacía necesario lograr la independencia judicial. Esto en un primer momento se hizo a través de la «compra de oficios» y también por medio de la inamovilidad judicial, como ya se proclamó en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, sin embargo, para ingresar y ascender en la judicatura, así como en lo relativo a la responsabilidad disciplinaria de los jueces se siguió el modelo francés que estableció, en esta materia, el parecer del Ministerio de Justicia.

Asimismo, era preciso introducir el principio de unidad jurisdiccional y suprimir, por lo tanto, las jurisdicciones especiales, en tal sentido la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 suprimió la jurisdicción administrativa. También en esta línea, se negó al poder ejecutivo inmiscuirse en lo relacionado con la creación de los órganos jurisdiccionales, junto a otras medidas que claramente tenían como fin impedir la intromisión del poder ejecutivo en la judicatura, por todas estas razones se afirma el nacimiento del poder judicial en España tras la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 (Gimeno Sendra, J. V., 2007: 97-123).

Con la llegada del Estado liberal se implanta la participación popular en la justicia, introduciéndose en Europa durante los siglos XVIII y XIX. Se pueden distinguir dos modelos de participación popular, por un lado; el jurado y de otro la justicia popular por medio de la representación (Gimeno Sendra, J. V., 2007: 41-47). A través de este último, los ciudadanos que componen el poder judicial son elegidos por el pueblo. Este sistema si bien se ha recogido en algunos países, en España ha tenido muy poca repercusión.

Si se tienen en consideración los acontecimientos pretéritos y la aparición del poder judicial como poder del Estado habría que partir de la siguiente premisa: el principio de autonomía del poder judicial se fundamenta en la sustracción de facultades al poder ejecutivo (Rodríguez Padrón, C., 2002: 49-54). Esta autonomía está relacionada con la propia independencia del poder judicial ya que si nos cuestionamos por qué se ha atribuido la potestad jurisdiccional a los tribunales de justicia la respuesta la encontramos en alguno de los principios que informan su actuación, esto es, la sumisión a la ley. La independencia no solo se predica frente a la sociedad y frente a las partes, sino frente al gobierno y los órganos jurisdiccionales superiores. Esto es un distintivo de la jurisdicción porque su actuación es procesal y no autocompositiva como la actividad propia de la Administración Pública (Gimeno Sendra, J. V., 2007: 41-47).

De igual modo, dentro de la jurisdicción los órganos judiciales superiores no tienen la facultad de dirigir a los inferiores mandatos sobre la manera en la que estos deben resolver los asuntos de su competencia, pudiéndose utilizar únicamente los medios de impugnación cuyo objeto es dejar sin efecto una resolución dictada con anterioridad (Ormazábal Sánchez, G., 2016: 13-56). Asimismo, se ha de tener presente que tales medios están configurados legalmente como actos de parte, debido a que habitualmente en los distintos ordenamientos jurídicos la reiteración del juicio se promueve a instancia de la parte que ha obtenido una resolución desfavorable.

II. LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1 DE JUNIO DE 1869

Con anterioridad al sexenio revolucionario se dan una serie de condiciones sociales y económicas durante el reinado de Isabel II. Al iniciarse dicho mandato, en 1833, España experimenta un régimen político liberal que, a diferencia de Francia e Inglaterra, no cuenta con una sociedad industrializada, esta situación pudo tener su origen en la falta de recursos de la Hacienda Pública. La sociedad española de la época todavía tenía similitudes con la del siglo XVIII y se distinguía de otras más evolucionadas del continente europeo. No obstante, hubo cambios políticos en la etapa del reinado de Isabel II puesto que, además de los partidos que hasta entonces se encontraban en el panorama político (conservadores y progresistas) aparecen otros partidos democráticos que se oponen al régimen monárquico como forma de estado y de gobierno, es decir, republicanos y federales. A esta circunstancia habría que añadir las crisis financieras de 1866 y de1868 (Merino Merchán, J. F., 2008: 169-173).

Es reseñable que el acontecimiento más significativo del llamado sexenio revolucionario, por sus consecuencias sociales y legales, fue la Revolución conocida como La Gloriosa, que da comienzo en septiembre de 1868. Los principios proclamados en la Revolución fueron trasladados a la Constitución de 1869, concretamente, fueron los principios sobre la soberanía nacional, el sufragio universal, la monarquía como poder constituido y la declaración de derechos[2]. En tal sentido, se considera que a través del mencionado texto constitucional se consiguieron progresos fundamentales como la libertad religiosa y la extensión del derecho de voto a todos los varones mayores de veinticinco años (Lynch, J., 2007: 434-583).

La Gloriosa se inició en Cádiz con el pronunciamiento de varios jefes del Ejército y de la Armada. La Revolución de septiembre de 1868 abre un período de corte liberal-democrático, impulsado por la burguesía liberal, tanto alta como pequeña burguesía, esta última compuesta por comerciantes modestos y por profesionales liberales, contando también con los artesanos y el proletariado urbano. Su presencia en estos acontecimientos dio lugar al denominado «humanismo popular» (Tomás y Valiente, F., 2010: 420-463; Merino Merchán, J. F., 2008: 172-177).

La sucesión de acontecimientos provocó que se constituyera un gobierno provisional que no solo convocó constituyentes, sino que publicó el Manifiesto de 25 de octubre de 1869 en el que se recogían las aspiraciones de la revolución. Se trataba de un programa en el que estaban de acuerdo los progresistas, unionistas y demócratas en relación con la soberanía nacional y el sufragio universal, determinados derechos individuales, la unidad de legislación y de fueros, así como con la institución del jurado (Merino Merchán, J. F., 2008: 174-186).

La etapa en la que se desarrolla la Constitución de 1869, así como la obra legislativa que deriva del texto constitucional, se ha denominado «período de revisiones profundas» (Pérez-Prendes y Muñoz de Arraco, J. M., 2004: 355-390). Esta etapa abarcaría el período comprendido entre 1869 y 1936 y comprendería el período revolucionario (incluyendo la primera República) la Restauración de las fuerzas que confluyeron en la Dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y por el régimen del General Franco. Todos estos sucesos tienen un elemento en común que sería encontrar un concepto que superara las contradicciones entre historicismos y modernización. La Constitución de 1869 se encontraría en la tendencia de un régimen representativo, es decir, el relativo a la soberanía nacional y a la institución de la corona. Sin embargo, su período de vigencia fue tan breve que supuso la supresión de lo que pudo ser (junto con Bayona) la experiencia constitucional y legislativa más inteligente y fecunda del denominado sistema constitucional (Pérez-Prendes y Muñoz de Arraco, J. M., 2004: 355-390).

Existe casi unanimidad en la doctrina al manifestar que la denominación «sistema jurídico constitucional» se refiere a la etapa que tiene lugar entre dos acontecimientos que individualizan la Historia Contemporánea española, esto es, la Guerra de la Independencia (1808-1814) y el régimen del General Franco (1936-1975). Esta fase se distinguiría por constituir un proceso constante de acción-reacción en el que habría un esfuerzo por imponer un nuevo sistema jurídico frente a otro que es cronológicamente anterior y que se ha llamado «Antiguo Régimen».

A través de la acción se trataría de implementar el llamado sistema jurídico constitucional y que se fundamentó en una sociedad política que tomó como propia la soberanía, creó el Derecho, determinó la forma de Gobierno entre monarquía y república, eliminó las distinciones estamentales y defendió la laicidad del Estado. Por su parte, la reacción se manifestaría en sentido contrario, tratándose de una soberanía proveniente de Dios y respecto de las diferentes dinastías históricas, defendiendo la monarquía como la forma de gobierno, así como los estamentos eclesiásticos y nobiliarios y negando la laicidad del Estado manteniendo la doctrina católica desde el punto de vista estatal (Pérez-Prendes y Muñoz de Arraco, J. M., 2004).

Los constituyentes cuando redactaron el texto constitucional se inspiraron en otros textos constitucionales foráneos, en particular, en la Constitución belga de 1831 y en la Constitución norteamericana de 1787. El texto constitucional de 1869 es considerado como la Carta Magna del liberalismo español presente hasta la Segunda república y que se ha observado en el resto de la historia española en materias como el juicio por jurado. Indudablemente la Constitución española de 1869 está vinculada a los acontecimientos políticos de la época. El texto constitucional se caracterizó por recoger una serie de disposiciones dedicadas a los poderes públicos. En tal sentido declara, en primer lugar, que la soberanía «reside esencialmente en la Nación, de la cual emanan todos los poderes públicos» (art. 32). En relación con la forma de gobierno de la Nación, afirma que esta es la Monarquía. A su vez expresa las funciones propias del legislativo, pues indica que «la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes», mientras que su sanción y promulgación se atribuía al Rey (art. 34). El poder legislativo se formaba a través del sistema bicameral, esto es, dos cuerpos colegisladores, de un lado, el Senado y de otro el Congreso. Dichos cuerpos tenían atribuida la iniciativa legislativa junto con el Rey.

Asimismo, en el Título que lleva por nombre «De los poderes públicos» se dispuso claramente quién ostentaba el poder ejecutivo, pues declaraba que este residía en el Rey y este era ejercido a través de sus ministros. Consecuentemente el Rey era quien nombraba y separaba libremente a sus ministros. Al Rey se le atribuían una diversidad de facultades, entre las cuales se encontraba la de «cuidar de que en todo el Reino se administre pronta y cumplida justicia» (art. 73). Asimismo, dentro del título ya mencionado con la denominación de los poderes públicos, determinaba en su art. 36 lo siguiente: «Los tribunales ejercen el poder judicial», por lo que se trataba de un precepto en el que se determinaba no el ejercicio de la función jurisdiccional, sino el ejercicio del propio poder judicial como poder estatal. También en este título se aludía a la que hoy en día conocemos como administración local, enmarcándola como poder público y estableciendo en su art. 38 «La gestión de los intereses peculiares de los pueblos y de las provincias corresponde respectivamente a los Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales con arreglo a las leyes».

En cuanto al poder judicial este estaba regulado en los arts. 91 a 98 del texto constitucional. En el art. 91 se expresaba patentemente en qué consistía la potestad propia de los órganos jurisdiccionales, al disponer que a los tribunales de justicia les correspondía exclusivamente la potestad de aplicar las leyes en los juicios civiles y criminales, administrándose de esta manera la justicia en nombre del Rey. Asimismo, se disponía la existencia de unos mismos códigos para toda la Nación con las particularidades establecidas en la ley, igualmente se estableció la unidad de fueros para todos los españoles.

En lo referido a los códigos, es preciso señalar que, desde el punto de vista del proceso civil, antes del sexenio revolucionario había tenido lugar la aprobación de la primera Ley de Enjuiciamiento Civil, concretamente fue en 1855 cuando se procedió a su promulgación, código que tuvo en cuenta la Real Cédula de ese mismo año que reguló el recurso de casación civil. Dicho medio de impugnación se caracterizó por alejarse del recurso de casación francés, ya que se suprimió el reenvío al tribunal de instancia, permitiendo que el propio Tribunal Supremo resolviera la controversia cuando la infracción cometida se refería a normas de carácter sustantivo. Con posterioridad, será en la época de la Restauración, durante el reinado de Alfonso XII cuando se apruebe el segundo código procesal civil, específicamente en 1881.

En cuanto a la justicia popular, la Constitución de 1869, dentro del título mencionado, se decantó explícitamente por el juicio por jurados, fijándolo para todos los delitos políticos, y para los comunes que determinara la ley, más aún dispuso que las condiciones necesarias para desempeñar el cargo de jurado se determinarían legalmente.

Por otro lado, el art. 94 dio paso a una serie de condiciones para ingresar en la carrera judicial que, posteriormente, sería desarrollada por la Ley Orgánica de 1870. En particular, lo que estipuló la Carta Magna fue el nombramiento de los jueces y magistrados por el Rey a propuesta del Consejo de Estado y de acuerdo con la Ley Orgánica de Tribunales. Se dispuso la oposición como instrumento para ingresar en la carrera judicial, sin embargo, se atribuyó al Rey el nombramiento de hasta la cuarta parte de los magistrados de las Audiencias y del Tribunal Supremo, sin estar sujeto a lo dispuesto con anterioridad, ni a las reglas generales de la Ley Orgánica, pero siempre oyendo al Consejo de Estado y dentro de las categorías establecidas con posterioridad por la legislación orgánica. De esta manera, el poder ejecutivo que se concentraba en el monarca intervenía indudablemente en la designación de los miembros de los tribunales de justicia.

III. ESPECIAL REFERENCIA AL TRIBUNAL SUPREMO

Se ha de señalar que, en virtud del Real Decreto de 24 de marzo de 1834, se suprimen los Consejos de Castilla y de Indias, disponiéndose la creación del Tribunal Supremo de España e Indias. Asimismo, mediante Real Decreto de 26 de septiembre de 1835 se aprueba el Reglamento para la Administración de Justicia en relación con la jurisdicción ordinaria. En cuanto a estas disposiciones legales se ha afirmado que es un auténtico compendio de disposiciones orgánicas y procesales, incluso hoy en día se han considerado una genuina declaración de principios que todavía podemos encontrar en nuestro ordenamiento jurídico (Rodríguez Padrón, C., 2002: 9-42).

La carrera judicial y otros muchos aspectos ligados a la jurisdicción tienen lugar en el siglo XIX, tratándose esta de una etapa de episodios de una gran trascendencia. Históricamente este siglo se encuentra entre la Revolución Francesa y los grandes acontecimientos del siglo XX. Dentro de este contexto la Constitución gaditana de 1812 diseñó un modelo de Estado que se asentó en la división de poderes (Rodríguez Padrón, C., 2002: 9-42) y ciertamente así es, pues el nuevo modelo encontraba su fundamento en la separación de poderes, como con anterioridad había ocurrido en Francia. En los trabajos preconstitucionales se pone de manifiesto cómo los diputados se inspiraron en la doctrina de Montesquieu, afirmándose que, ante la oscuridad de la ley, el juez no podía interpretarla, sino que debía de recurrir a la Cortes para que se pronunciara sobre la oportuna interpretación (Montesquieu, 1748).

La Constitución de Cádiz tiene una especial importancia en relación con el Alto Tribunal. En tal sentido el art. 259 dispuso que «habrá en la Corte un Tribunal que se llamará Supremo Tribunal de Justicia. De esta manera quedaba configurada la cúspide de la jerarquía judicial del Estado». De igual modo el art. 261.10º, recogiendo la doctrina antes mencionada, estableció entre las funciones del Tribunal Supremo oír las dudas de los demás tribunales sobre el entendimiento de alguna disposición legal con la finalidad de consultar sobre ellas al Rey con los fundamentos existentes para que promoviera la conveniente declaración en la Cortes. De este modo el TS se constituyó como un órgano dentro de la separación de poderes. La idea de los legisladores gaditanos era crear un modelo inspirado en Francia siguiendo el ejemplo de Montesquieu. A este autor se le atribuye la idea de apartar al juez de toda actividad creadora del derecho, reduciéndolo a ser un instrumento, esto es, reduciéndolo a ser la buche qui prononce les paroles de la loi, dando lugar a que se exigiera a los jueces acudir a las Cortes si se hacía necesaria la interpretación de la ley (Moreno Pastor, L., 1989: 38-79).

En el texto constitucional de 1812 no se recogió el recurso de casación, sino una institución parecida que se puede considerar la precursora de este medio de impugnación, la denominación elegida fue «recurso de nulidad». La semejanza entre los dos medios de impugnación se expresaba en la Exposición de Motivos de la Carta Magna al determinar que el recurso de anulación debía limitarse a considerar si se habían observado o no las leyes que arreglan el proceso sin intervenir en lo sustancial de la causa que habría de remitirse al órgano competente para que se ejecutara lo que hubiere lugar. En consecuencia, se establecía una jurisdicción negativa o rescindente con devolución del asunto al tribunal de instancia para que conociera de las faltas in procedendo y vicios in iudicando (Prieto Castro y Ferrándiz, L., 1985: 28-101). Si bien la Constitución de 1812 no reducía el recurso de nulidad a los asuntos civiles, en el Real Decreto de 17 de julio de 1813 se estableció que no hubiera un recurso de esta naturaleza en las causas criminales. Esta prohibición provenía de circunstancias históricas, al encontrar dificultades para su implantación y también porque no se podía lograr la finalidad del recurso pues no estaba precisada totalmente la legislación penal y procesal (Gómez de la Serna, R., 1886).

Sin embargo, la Constitución de 1812 y el propio Tribunal Supremo (TS) se caracterizaron por su fugacidad debido al regreso de Fernando VII a España. Así, mediante Real Decreto de 4 de mayo de 1814 se suprime el Tribunal Supremo y se procede a la derogación del texto constitucional. Posteriormente se reinstauró el Alto Tribunal mediante Decreto de 24 de marzo y se atribuyó la competencia de conocer del recurso de nulidad en la forma establecida por las leyes. Este Decreto se caracterizó porque únicamente atribuía el conocimiento del recurso a este tribunal, pero no se reguló ni su contenido ni su procedimiento.

Fue el Real Decreto de 4 de noviembre de 1838, disposición que por otra parte manifestaba claramente una influencia francesa en el recurso, el que determinó los supuestos ante los cuales procedía su admisión, de este modo, ante la infracción de normas sustantivas o procesales, era el Alto Tribunal el que conocía sobre la validez de la sentencia, pero para este fin no entraba sobre el fondo del asunto, sino que al igual que el Decreto de 27 de noviembre de 1790 (disposición creadora del Tribunal de Casación francés) si se anulaba la sentencia había reenvío al tribunal de instancia.

Tal y como se ha señalado en otros foros, la superioridad del Tribunal Supremo se desenvuelve por medio de un cauce específico que es el recurso de casación (Delgado Barrio, J., 2000). Al respecto cabe tener en consideración que este medio de impugnación aparece por primera vez con esta terminología a través del Real Decreto de 20 de junio de 1852 solamente referido al orden jurisdiccional penal y únicamente para determinados delitos. Esta disposición es importante porque supone un distanciamiento de la casación francesa, porque declarada la procedencia del recurso, era la Sala segunda quien resolvía por infracción de ley.

Ulteriormente se reguló la casación penal con carácter general por Ley de 18 de junio de 1870, es decir, en el mismo año que tuvo lugar la aprobación de la Ley de Tribunales. Por su parte, en lo civil, el recurso de casación se regulará a través de la Real Cédula de 1855, por medio de esta disposición legal el recurso casacional se singulariza, incorporándose características que van a diferenciarlo del medio de impugnación francés.

Precisamente es en 1855 cuando se procede a la aprobación de la primera Ley de Enjuiciamiento Civil, este código procesal regulará el recurso de manera similar a la establecida en la Real Cédula más arriba mencionada. Con posterioridad, será la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 la que atribuya el conocimiento de la casación al Alto Tribunal, distinguiéndose entre casación por infracción de ley o de doctrina legal y casación por quebrantamiento de forma.

IV. LA LEY PROVISIONAL SOBRE ORGANIZACIÓN DEL PODER JUDICIAL DE 1870 Y OTRAS LEYES DE NATURALEZA PROCESAL

Es notorio que en el siglo XIX se produjeron dos acontecimientos de gran relevancia en lo relativo a la Justicia, por un lado, el constitucionalismo se desarrolló en este siglo y, por otro lado, tuvo lugar el origen del poder judicial, teniendo los dos sucesos una relación entre sí. La innovación que supuso la Ley de 1870 se puso de manifiesto con la exposición que se hizo ante las Cortes Constituyentes de la presentación del texto legal. En tal sentido, se ha defendido que, la ordenación que se hizo de la carrera judicial es una de las materias más notables, teniendo presente que la Constitución española de 1869 determinó el ingreso mediante oposición, exceptuándose solamente la cuarta parte de los magistrados de los órganos colegiados (Rodríguez Padrón, C., 2002: 9-42).

Hay que tener presente, en relación con la Ley provisional de 1870, que esta norma jurídica tuvo distintos antecedentes porque, como ya se ha apuntado desde diferentes ámbitos contaba con diversos precedentes que se encontraban recogidos en los trabajos de las Comisiones de Codificación. Se ha atribuido de esta manera el mérito en su elaboración a los codificadores y a los ministros de Gracia y Justicia (Ruiz Zumilla y Montero Ríos) al haber presentado en las Cortes el Proyecto de 8 de junio de 1870. Tras su presentación, la Comisión a la que se le atribuyó su estudio expuso su dictamen y tras las distintas enmiendas tuvo lugar su aprobación con fecha de 23 de junio (Rodríguez Ramos 2020). Desde el punto de vista político la Ley de Tribunales obedeció a dos criterios, de una parte al liberalismo fundamentado en la división de poderes, y de otra, al principio democrático que tuvo su origen en la Revolución y que se recogió en el texto constitucional (Rosado Villaverde, C., 2022: 117-126).

Antes de la promulgación de la Ley de los Tribunales de 1870, se aprobó el Reglamento Provisional para la Administración de Justicia en lo respectivo a la Real Jurisdicción ordinaria, de 26 de septiembre de 1835. En este Real Decreto ya se recogía cuál era la obligación de los magistrados y jueces instituidos por el gobierno, además de las prohibiciones que con posterioridad han caracterizado a estos funcionarios públicos. En particular, el art. 1 disponía lo que a continuación se transcribe:

«La pronta y cabal administración de justicia es el particular instituto y la primera obligación de los magistrados y jueces establecidos por el Gobierno para ello; los cuales por tanto no podrán tener ningún otro empleo común ni cargo público que les impida o dificulte desempeñar bien las funciones judiciales».

El Reglamento provisional para la Administración de Justicia de 1835 ha sido considerado la primera norma importante que supuso la superación de la organización y el funcionamiento del Antiguo Régimen instaurando los principios liberales sobre todo en el proceso penal (Rodríguez Ramos, L., 2020: 1-21). En dicho Reglamento se regulaban las facultades y atribuciones del Supremo Tribunal de España e Indias, entre ellas destacaba la remisión que hacía el alto tribunal (con su dictamen) a S. M. de las consultas recibidas por las Audiencias sobre dudas legislativas o sobre aquellas que al propio órgano supremo le surgieran para la mejor administración de justicia (art. 90). En cuanto al procedimiento para dirigir dichas cuestiones a S.M. se dispuso que debería de acordarse sobre ello en pleno, después de oído el fiscal o fiscales, insertando el dictamen de estos, y dirigiéndolo el propio tribunal. En estas consultas también se debían introducir los votos particulares.

La Ley Orgánica de 1870 declaró explícitamente que la potestad de aplicar las leyes, en los distintos juicios, correspondía a los jueces y magistrados, y esta función quedaba definida, de conformidad con el art. 2, como aquella que consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Además, se estableció que los tribunales no ejercerían ninguna otra función distinta a las designadas con anterioridad (art. 3) salvo las señaladas por la propia legislación orgánica u otras leyes.

Asimismo, la ley precisaba, en orden a las funciones propias de los tribunales de justicia, que los tribunales no se podían inmiscuir ni directa ni indirectamente en aquellos asuntos de la Administración del Estado, ni tampoco «dictar reglas o disposiciones de carácter general acerca de la aplicación o interpretación de las leyes» (art. 4). En esta línea el precepto que se acaba de citar afirmaba que los jueces no podían aprobar, censurar o corregir la aplicación o interpretación de la ley realizada por el inferior jerárquico. Esta facultad únicamente se reconocía en virtud de los recursos establecidos legalmente. No obstante, lo que sí se permitía, ya que estas tareas se relacionaban con la Administración de Justicia, era que los presidentes de los Tribunales y las Salas de gobierno, a través de sus presidentes dirigieran a los Juzgados y Tribunales inferiores integrados en su territorio, las precisiones que estimaran oportunas. Realizadas estas actuaciones debían comunicarlo inmediatamente al superior jerárquico y también al Ministerio de Gracia y Justicia.

Por otro lado, el art. 6 garantizaba la regulación propia relativa a la organización de los juzgados y tribunales cuando el ejecutivo hiciera uso de la potestad reglamentaria, pues no se le permitía ni derogar ni modificar la materia mencionada. Tampoco podía el poder ejecutivo realizar cambios en las condiciones previstas para el ingreso y ascenso en la carrera judicial previstas legalmente.

En relación con la selección de los jueces, la Ley Orgánica de 1870, en su Título II, con el nombre «De las condiciones necesarias para ingresar y ascender en la carrera judicial» y su Capítulo I «De los aspirantes a la judicatura» determinaba que los aspirantes a la judicatura constituirán un cuerpo formado por un número variable fijado por el Gobierno. Dicho cuerpo estará dividido en colegios, con un mínimo igual al de las Audiencias en la Península y en las Islas Baleares y Canarias.

Dentro del Capítulo II, del Título II denominado «De las condiciones necesarias para ingresar y ascender en la carrera judicial», el art. 109 determinaba cuáles eran las condiciones comunes a todos los cargos judiciales, siendo estas las siguientes: ser español de estado seglar, tener cumplidos los veinticinco años, no estar comprendido en ningún caso de incapacidad o incompatibilidad establecido en la propia ley orgánica y encontrarse dentro de las condiciones que para cada tipo de cargos determinara la propia ley. Por su parte el artículo siguiente, (art. 110) disponía que no podían ser nombrados jueces ni magistrados:

«1.º Los impedidos física o intelectualmente.

2.º Los que estuvieren procesados por cualquier delito.

3.º Los que estuvieren condenados a cualquier pena correccional o aflictiva, mientras que no la hayan sufrido u obtenido de ella indulto total.

4.º Los que hubieren sufrido y cumplido cualquiera pena que los haga desmerecer en el concepto público.

5.º Los que hubieren sido absueltos de la instancia en causa criminal, mientras que por el transcurso del tiempo la absolución no se hubiere convertido en libre.

6.º Los quebrados no rehabilitados.

7.º Los concursados mientras no sean declarados inculpables.

8.º Los deudores a fondos públicos como segundos contribuyentes.

9.º Los que tuvieren vicios vergonzosos.

10.º Los que hubieren ejecutado actos u omisiones que, aunque no penables, los hagan desmerecer en el concepto público».

Las incompatibilidades de los jueces y magistrados con el ejercicio de otros cargos o empleos se recogían en el art. 111, disponiéndose al efecto que existía incompatibilidad con el ejercicio de cualquiera otra jurisdicción y con otros empleos o cargos dotados o retribuidos por el Estado, por las provincias o por los pueblos. Asimismo, había incompatibilidad con los cargos de diputados provinciales, de alcaldes, regidores y otros de carácter provincial o municipal. También con empleos de subalternos de Tribunales o Juzgados.

La admisión en este cuerpo requería las siguientes condiciones: ser español, haber cumplido 23 años, ser licenciado en Derecho civil por una Universidad costeada por el Estado y no estar incurso en una situación de incapacidad. Se hacían también necesarios unos certificados de aptitud y para el acceso era preciso realizar un examen que constaba de ejercicios teóricos y prácticos establecidos reglamentariamente. Se constituía una junta calificadora (sita en Madrid) teniendo en la mencionada junta una clara intervención el Gobierno. Cuando se habían realizado los certificados de aptitud, los expedientes se remitían al Gobierno con información sobre la conducta moral, circunstancias y cualidades de los aspirantes y el Gobierno los remitía a la junta calificadora.

En cuanto a la formación de la Junta, el art. 85 de la Ley Orgánica de 1870 disponía lo siguiente:

«Para el examen de los que pretendan entrar en el cuerpo de aspirantes habré en Madrid una junta calificadora, compuesta:

Del presidente del Tribunal Supremo, que lo será también de dicha junta.

Del fiscal del Tribunal Supremo.

De dos magistrados del Tribunal Supremo o de la Audiencia de Madrid, nombrados por el Gobierno.

Del Decano del Colegio de Abogados de Madrid.

De tres letrados nombrados por el Gobierno a propuesta en terna hecha por la junta de gobierno del Colegio de Madrid entre los que paguen en el concepto de abogados una de las tres primeras cuotas del subsidio industrial.

De dos catedráticos de Derecho de la universidad Central, nombrados por el Gobierno.

De un secretario con voto, que nombrará el Gobierno a propuesta de una terna de la Junta calificadora».

Si en el cuerpo de aspirantes a la judicatura había una clara presencia gubernamental, también tenía lugar dicha circunstancia en el ingreso y ascenso en los Juzgados de Instrucción y en los Tribunales de partido, en tal sentido, el art. 123 disponía lo siguiente:

«Los Juzgados de instrucción se proveerán únicamente con aspirantes a la judicatura, confiriendo de cada cinco vacantes:

1.º Dos a los que tengan los dos primeros números en el Cuerpo de aspirantes.

2.º Dos a los que el Gobierno considere más dignos entre los aspirantes comprendidos en la tercera parte superior de la escala.

3.º Uno que el Gobierno considere más digno entre todos los que correspondan al mismo cuerpo de aspirantes, con tal que lleven en él un año por lo menos».

Por su parte también el art. 128 determinaba que de cada cinco vacantes que ocurrieran en los Tribunales de partido, dos se conferían a los que el Gobierno considerara más dignos dentro de la escala legalmente constituida, asimismo una tercera vacante también se determinaba por criterio gubernamental.

Asimismo, el art. 145 atendía a las condiciones para ser presidente de Sala del Tribunal Supremo precisando la necesidad de hallarse en alguna de las siguientes circunstancias: haber sido Ministro de Gracia y Justicia; haber sido fiscal del Tribunal Supremo; haber sido magistrado del TS tres años por lo menos y, por último, haber sido Ministro de la Corona y ejercido los cargos de magistrado o de fiscal de Audiencia o en su caso la abogacía en Madrid durante 15 años.

Igualmente, en esta línea, en la que se destaca la presencia del poder ejecutivo en la jurisdicción, la Ley Orgánica citada (art. 146) recogía los casos en los que procedía el nombramiento del presidente del Tribunal Supremo, requiriéndose haber sido presidente del Consejo de Ministros o Ministro de Gracia y Justicia, si se hubiera antes sido magistrado del TS, magistrado o fiscal de la audiencia o se hubiera ejercido la abogacía durante diez años por lo menos; de igual modo y en este caso aparece relacionado con el poder legislativo, haber sido presidente del Senado o del Congreso de los Diputados cuando se cumplieran las circunstancias antes citadas e incluso también podrá serlo quien hubiere sido presidente del Consejo de Estado o de la Sección de Estado y Gracia y Justicia dándose las circunstancias anteriores.

Sin embargo, hay que precisar que también la citada ley orgánica al recoger numerosas normas de derecho procesal penal reguló las atribuciones del jurado y el juicio ante este tribunal. El procedimiento se desarrollaría en la Ley provisional de Enjuiciamiento Criminal de 1872 (Gómez Orbaneja, E., 1951: 200-355). Dicha ley dispuso en su art. 276 lo que a continuación se expresa:

«Corresponderá a las Salas de lo Criminal de las Audiencias:

1.º Decidir las competencias en materia criminal que se susciten entre los Tribunales de partido, cuando los contendientes correspondan a su distrito.

2.º Conocer con intervención del Jurado:

De las causas por delitos a que las leyes señalaren penas superiores a la de presidio mayor en cualquiera de sus grados, según la escala general.

De las causas, cualquiera que sea la penalidad que las leyes impongan, por delitos:

De lesa majestad.

De rebelión.,

De sedición.»

La LECRIM de 1872, siguiendo los pasos del Code d´instruction criminelle francés, reguló el juicio ante el Jurado (Gómez Orbaneja, E., 1951: 200-355) no así la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 que reguló la institución en una ley complementaria, esto es, en la Ley del Jurado de 20 de abril de 1888. La Ley provisional de 1872 fue la que determinó las circunstancias necesarias para ser jurado, en particular, los requisitos se establecieron en el art. 664, precisándose las siguientes condiciones: ser español; mayor de treinta años; estar en el pleno goce de los derechos políticos y civiles, saber leer y escribir; tener la cualidad de vecino en el término municipal respectivo y hallarse incluido como cabeza de familia en casa abierta, en las listas que se formaban en cada uno de los términos municipales.

La justicia popular que recogía la LECRIM de 1872 atribuía al Jurado la facultad de declarar la culpabilidad o inculpabilidad del procesado respecto de los hechos delictivos dispuestos por la acusación y la defensa, asimismo permitía que el Jurado pudiera declarar la culpabilidad por un delito más grave que el que hubiese sido objeto de la acusación. Estas eran las facultades del Jurado, mientras que, a los magistrados, como jueces profesionales, se les atribuía la capacidad de imponer las penas por los delitos cometidos, así como determinar la responsabilidad civil.

Sin embargo, hay que precisar que, tanto la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 como la Ley de Enjuiciamiento provisional de 1872 estaban previstas para unos tribunales que no llegaron a constituirse (Gómez Orbaneja, E., 1951: 200-355). La promulgación de la Ley provisional de Enjuiciamiento Criminal tuvo lugar por Real Decreto de 22 de diciembre y se ordenó su entrada en vigor desde el 15 de enero, no obstante, se estableció que mientras no entrara en funcionamiento la organización relacionada con los juzgados de instrucción y los tribunales de partido, las competencias recogidas en la nueva ley estarían atribuidas a los Juzgados de primera instancia y a las Audiencias. Cabe señalar al respecto que los tribunales de partido nunca se constituyeron y que la propuesta fue crearlos cuando se mandó a la Comisión General de Codificación la redacción de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en vigor, o al menos crear las Audiencias que fueran necesarias, siendo esto lo que se hizo en la Ley Adicional a la Orgánica del Poder Judicial.

Por otra parte, es importante tener presente que la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1872 quedó parcialmente en suspenso por Decreto de 3 de enero de 1875 y la parte que quedó vigente se refundió en la compilación de 16 de octubre de 1879, aunque debido a los errores e imperfecciones habidas fue fuertemente censurada, lo que dio lugar al Decreto de 6 de mayo de 1880 (Prieto Castro y Ferrándiz, L., 1987: 105-235).

A pesar de que la justicia popular se introdujo en nuestro ordenamiento jurídico decimonónico, esta institución sufrió los altibajos propios de la etapa histórica referida y así por Decreto de 3 de enero de 1875 el Jurado fue suspendido. Tuvo lugar una etapa de desconcierto en la que no se sabía con exactitud, en el proceso penal, que normas estaban en vigor y cuáles habían sido derogadas. Ante esta situación, el Gobierno encargó a la Comisión General de Codificación la realización de una Compilación General que ordenara la materia procesal. Una vez efectuada la compilación pasaron a este nuevo texto legal las disposiciones sobre competencia procesal penal, recursos y recusaciones que se recogían en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 y a su vez la Compilación General supuso la supresión del Jurado (Gómez Orbaneja, E., 1951: 200-355).

Con posterioridad, como se ha señalado anteriormente, el Jurado se reguló en la Ley provisional de Enjuiciamiento Criminal de 1872, pero tras la promulgación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, esta institución se suprime del código procesal penal y posteriormente, mediante ley complementaria, la institución del Jurado se regula por la Ley del Jurado de 20 de abril de 1888. La Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 ha sido un texto procesal elogiado por sus principios inspiradores, no obstante, ha sido censurada por su técnica legislativa así por cómo está ordenada, incluso por el lenguaje utilizado (Prieto Castro y Ferrándiz, L., 1987: 105-235).

La Ley del Jurado de 1888 fue objeto de varias modificaciones a través de los Decretos de 22 de septiembre de 1931 y de 27 de julio de 1933, siendo después suspendida por Decreto de 8 de septiembre de 1936 (Gómez Orbaneja, E., 1951: 200-355). Esta ley formó parte de las fuentes legales del Derecho procesal penal, siendo una ley importante, pero de cuidadoso manejo, tras su suspensión se anunció su vuelta en la actual Ley Orgánica del Poder Judicial (Prieto Castro y Ferrándiz, L., 1987: 105-235).

En cuanto al Jurado, tal y como se reguló la participación popular en la jurisdicción, la Ley de 20 de abril de 1888 reguló tanto la competencia como el procedimiento. Su composición se establecía del siguiente modo: doce jurados y tres magistrados o jueces de derecho. Junto a estos debían asistir a las audiencias dos jurados más en calidad de suplentes para los casos de enfermedad u otra imposibilidad análoga de alguno de los jurados (art. 1). De acuerdo con la configuración que se asignaba al tribunal del jurado, este era el órgano competente para declarar la culpabilidad o inculpabilidad de los procesados en relación con los hechos delictivos atribuidos por la acusación.

Con respecto a la calificación fáctica eran los magistrados quienes debían efectuarla, imponiendo en su caso las penas establecidas con arreglo a la ley, así como la responsabilidad civil que correspondiera. Los delitos competencia del Tribunal del Jurado se establecían de forma extensa. Estas competencias ya no se recogían de forma limitada como sucedió en la Ley provisional de Enjuiciamiento Criminal de 1872, sino que abarcaban desde los delitos de traición, delitos contra los órganos del Estado, los cometidos por particulares y por funcionarios contra el ejercicio de derechos individuales garantizados por la Constitución, delitos de rebelión, de sedición, de falsificación, incluso delitos contra la vida como el parricidio, el asesinato, el homicidio, el infanticidio o el aborto, entre otros muchos que se recogían en el art. 4 de la ley comentada.

Asimismo, la competencia del Jurado no solo alcanzaba a los delitos consumados, sino también a los delitos en grado de frustración y de tentativa, incluida también la proposición y la conspiración, así como la complicidad y el encubrimiento. Acerca de los requisitos para ser jurado se requería ser mayor de treinta años, saber leer y escribir, ser cabeza de familia y vecino del término municipal respectivo (con ciertas condiciones) y se añadían los que tuvieran algún título académico o profesional, incluso algún cargo público, aun no siendo cabeza de familia y los que fueren o hubiesen sido: concejales, diputados provinciales, diputados a Cortes o senadores y retirados del ejército o de la Armada.

De igual modo se dispusieron unas causas que supusieron un impedimento en la capacidad para ser jurado y por otra parte se establecieron una serie de incompatibilidades, entre las que cabe destacar: el ejercicio de la carrera judicial o fiscal, ser Ministro de la Corona, Subsecretario y Director de Ministerio, Gobernadores de provincia, delegados de Hacienda, y Secretarios de Gobierno de provincia. Igualmente había incompatibilidad en los auxiliares, subalternos de los tribunales y Juzgados y en los empleados y agentes del orden público o la policía. Además, se incluía una serie de excusas entre las cuales cabe destacar la de los senadores y diputados de cortes durante su apertura. A su vez la Ley del Jurado también regulaba las actuaciones preparatorias para la constitución de este órgano, el juicio y los recursos procedentes entre otros actos propios del proceso

V. LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN LA LEY PROVISIONAL DE 1870

Por otro lado, y dejando aparte lo relacionado con la jurisdicción y la justicia popular, el Título XVIII de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, también reguló lo relativo a la Administración de Justicia. Concretamente, el título citado llevaba por nombre «De la inspección y vigilancia sobre la Administración de Justicia». En esta parte de la ley el art. 709 dispuso quien ejercía las funciones de inspección y vigilancia sobre el cumplimiento de los deberes de los jueces y tribunales, siendo realizadas por los presidentes de los tribunales, por las Salas de gobierno de las Audiencias y del Tribunal Supremo, por las Salas de Justicia de las Audiencias y del Tribunal Supremo y por los Tribunales de partido.

El presidente del Tribunal Supremo y los de las Audiencias debían ejercer las labores mencionadas según lo recogido en los arts. 584, 585 y 586 de la Ley Orgánica y los presidentes de los tribunales de partido conforme al art. 594 de la ley comentada. Es importante tener presente que el art. 584 de la Ley Orgánica de 1870 asignaba a los presidentes de las Audiencias y del Tribunal Supremo una serie de atribuciones y obligaciones que se expresaban del siguiente modo: el cumplimiento de la Ley Orgánica y las leyes referidas a los cargos judiciales; hacer guardar el orden debido en los tribunales; exposición al Gobierno de lo que se considerara necesario para la más cumplida Administración de Justicia; recibir así como despachar la correspondencia oficial; cursar con su informe las solicitudes, quejas y consultas que el Tribunal y sus integrantes elevaran al Ministro de Gracia y Justicia; la reunión y presidencia del Tribunal en pleno y de la Sala de Gobierno; recepción de excusas de asistencia de los magistrados cuando fuere necesario para completar su número; ordenación de los días para celebrar audiencia y presidencia de la Sala de Justicia;

Igualmente, se estableció la de vigilar que todos los magistrados e integrantes del órgano judicial cumplieran sus deberes; comunicar órdenes y amonestaciones; llamamiento al fiscal para hacerle las indicaciones oportunas para una mejor Administración de Justicia (también incluso pudiéndose dirigir al Gobierno); comunicar las faltas por correcciones disciplinarias a magistrados, así como los delitos que hubiesen cometido en el ejercicio de sus funciones; poner en conocimiento del Gobierno las vacantes; escuchar las quejas de los interesados en pleitos por el retraso en las causas judiciales; realizar los nombramientos que procedieran; dictado de medidas necesarias para el mantenimiento de archivos y bibliotecas de los tribunales y, por último, avisar en caso de ausencia a sus sustitutos.

A su vez, el art. 585 confería al presidente del Tribunal Supremo, además de las atribuciones antes mencionadas y otras que la propia ley determinaba, así como otras leyes, la facultad de pedir por sí directamente a los presidentes de las Audiencias (también a los Tribunales de partido y a los Juzgados municipales) los expedientes terminados o tramitados completamente en ejecución cuando interesara a la Administración de Justicia o al Estado. Tras su examen se establecía su devolución al órgano jurisdiccional de procedencia. Asimismo, se estableció la facultad de disponer visitas de inspección para examinar el estado de la administración de justicia en las audiencias, Tribunales de partido o Juzgados municipales, todo ello si existían motivos fundados para realizarlas, luego de oír a la Junta de gobierno del Tribunal Supremo.

De igual modo, se conferían las mismas atribuciones a los presidentes de las Audiencias, aunque tratándose de la primera facultad (pleitos, causas o expedientes terminados y llevados a ejecución) los referidos a los Juzgados de partido y a los municipales de su distrito, mientras que la segunda facultad, esto es, las visitas de inspección quedaban referidas a los Tribunales de partido y Juzgados municipales tras oír a la Junta de Gobierno (art. 586). Por otro lado, fue el art. 594, como antes se ha mencionado, el que dispuso las atribuciones del presidente de los Tribunales de partido.

El art. 715 determinó que tanto el presidente del Tribunal Supremo como los presidentes de las Audiencias podían ordenar las visitas de inspección, tal y como se recogía, como anteriormente se ha comentado (art. 585 y 586) y que tales visitas se harían por orden del Gobierno, de oficio, en virtud de excitación del Ministerio fiscal, de las Salas de gobierno o de las Salas de Justicia. Además, cuando el presidente del Tribunal Supremo y los presidentes de las Audiencias hicieran uso de esta atribución debían expresar en la comisión de visita los puntos a los que debía extenderse.

En esta línea y, profundizando en las visitas de inspección, la Ley Orgánica de 1870 disponía el ámbito de su realización. Así ordenaba que incluyeran el examen de «las reglas establecidas para el Gobierno de los Tribunales y para la buena Administración de Justicia, a sus Secretarías y a todas sus dependencias» (art. 725). Las visitas de inspección también englobaban, en los casos expresamente ordenados por los presidentes de las Audiencias o del Tribunal Supremo, el Registro Civil, el Registro de la Propiedad, el registro que conforme a la ley se debía llevar en los Tribunales de partido respecto a los cargos de tutores y curadores de bienes, los de Notarías y también la confrontación de la exactitud de los estados anuales de los negocios civiles y criminales que estuvieren pendientes y los que hubiesen terminado el año anterior. Los mencionados estados anuales una vez que se efectuaban se remitían a los Tribunales de partido, a la Audiencias y al Tribunal Supremo.

Después de realizada la visita de inspección, los visitadores redactaban una memoria que se trasladaba al fiscal del Tribunal que había decretado la visita. Tras el dictamen del fiscal, la junta de gobierno del Tribunal correspondiente adoptaba las medidas oportunas y, en su caso, proponía al Gobierno, lo que estimara conveniente. Finalmente, y, en relación con las visitas de inspección, también se ponía de manifiesto en la Ley Orgánica de 1870 la facultad que tenía el Gobierno cuando lo considerara necesario para nombrar comisarios regios que visitaran los tribunales y juzgados. Con este propósito se debían facilitar a los visitadores el secretario y dependientes necesarios recibiendo con este objeto la retribución fijada en los presupuestos del Estado.

VI. EL MINISTERIO FISCAL EN LA LEY PROVISIONAL DEL PODER JUDICIAL DE 1870

Las funciones del Ministerio Público quedaban claramente reflejadas en la Ley Orgánica puesto que se estableció que este órgano se ocuparía de la observancia de las leyes referidas a la organización de tribunales, a la promoción del interés público y asimismo recogía una característica esencial en la figura de este ministerio, pues se le atribuyó la representación del Gobierno en sus relaciones con el poder judicial. El Ministerio Publico en la Ley Orgánica decimonónica se organizaba según su grado, de conformidad con el art. 766

«El orden jerárquico de los funcionarios del Ministerio Fiscal será:

1.º El fiscal del Tribunal Supremo

2.º Fiscales de las audiencias

3.º Fiscales de los Tribunales de partido

4.º Fiscales de los Juzgados municipales

Los tenientes y abogados fiscales serán considerados solo como auxiliares de los fiscales».

Igualmente, la Ley de Tribunales configuraba el orden de categorías del Ministerio Fiscal. De este modo, en primer lugar, situaba al Fiscal del Tribunal Supremo, seguido del Fiscal de la Audiencia de Madrid y el Teniente fiscal del Tribunal Supremo. Posteriormente estaban los fiscales de las Audiencias, los abogados fiscales del TS y el teniente fiscal de la Audiencia de Madrid. Después los fiscales de las demás Audiencias y los abogados fiscales de la Audiencia de Madrid, seguidos de los demás fiscales de las Audiencias. En las últimas categorías se situaban los fiscales de los Tribunales de partido de ascenso y los de ingreso. Finalmente, la Ley Orgánica de 1870 indicaba como sujetos sin categoría a los fiscales de los Juzgados municipales. Cada categoría enumerada con anterioridad formaba una sola clase y categoría y estas servían para los ascensos, respecto a la antigüedad esta solo era considerada en cada clase.

En relación con el cuerpo de aspirantes al Ministerio fiscal, la ley hizo extensivo lo dispuesto para los jueces en el capítulo I, del título II, aunque con las excepciones previstas legalmente. En consecuencia, se unificaba el modo de acceso en ambas carreras con las particularidades referidas a la junta calificadora en el cuerpo de aspirantes a fiscal. Estas características estaban referidas al fiscal del Tribunal Supremo que era quien la presidía, disponiéndose un régimen de sustituciones en caso de ausencia y además se fijaron otras especialidades en relación con los nombramientos.

Al establecerse la ordenación jerárquica de la fiscalía ciertamente se reconocía la dependencia de este órgano respecto del Gobierno, especialmente si se tiene presente que la fiscalía del Tribunal Supremo era nombrada directamente por aquel. También la dependencia del poder ejecutivo se ponía de manifiesto en el sistema de ascensos pues en los Tribunales de partido de cada tres vacantes, dos eran cubiertas por decisión gubernamental, de acuerdo con los criterios legalmente establecidos. De la misma manera en las Audiencias, dos de cada cuatro vacantes eran provistas por el Gobierno y tratándose de los abogados fiscales del TS y del teniente fiscal de la Audiencia de Madrid una de cada tres era proveída por el poder ejecutivo.

Son numerosas las manifestaciones de los principios y facultades que inspiraban el funcionamiento de la fiscalía y que se expresaban en diversos apartados de la ley. De este modo, el art. 838 dispuso las atribuciones de este órgano, declarando que le correspondía la vigilancia en el cumplimiento del ordenamiento jurídico en lo referido a la administración de justicia y la reclamación de su observancia; también velar por la integridad de los tribunales de justicia en cuanto a sus competencias y respecto a su defensa de posibles invasiones; de igual modo, le correspondía la representación de la administración pública, la intervención en procesos sobre el estado civil de las personas y la representación de menores y de otros sujetos que requerían de su protección.

Sin embargo, esta enumeración no concluía aquí, pues ya en la ley de 1870 las atribuciones fueron, conforme a lo dicho, muy numerosas y diversas. Así también se determinó la promoción de correcciones disciplinarias, la vigilancia en el cumplimiento de las sentencias, la realización de dictámenes, la investigación de detenciones arbitrarias, la asistencia a vistas, la comunicación de abusos e irregularidades en los tribunales de justicia, petición de auxilio a las autoridades y las demás obligaciones recogidas en las leyes.

A su vez se dispusieron ciertas atribuciones propias en materia procesal penal debido a que le correspondía el planteamiento de causas criminales por la perpetración de delitos y faltas que le fueran conocidas y no hubiera iniciación de oficio. En esta línea, cabe recordar que la Ley provisional de Enjuiciamiento Criminal de 1872 hacía alusión a la responsabilidad penal y a la civil, esta última por medio de la restitución de la cosa, la reparación del daño y la indemnización de los perjuicios, disponiéndose que los funcionarios del Ministerio fiscal tenían la obligación de ejercitar todas las acciones penales, hubiera o no acusador particular en las causas salvo en aquellas perseguibles a instancia de parte. Igualmente, la fiscalía para el ejercicio de las acciones penales precisaba de la querella en todos aquellos procesos en los que estaba obligado a ejercitar la acción pública ante el juzgado de instrucción competente.

De todas las atribuciones dispuestas legalmente hay una de ellas que evidencia la relación entre las facultades de la fiscalía y los principios que, de conformidad con la ley, informaban su actuación, dicha atribución estaba referida a la de dictar instrucciones generales o especiales a sus subordinados para el cumplimiento de los deberes de este funcionariado y para conseguir la unidad de acción. Los principios eran precisamente el de unidad y el de dependencia. Para su consecución se constituyó al fiscal del TS como jefe del Ministerio fiscal de toda la monarquía bajo la inmediata dependencia del Ministerio de Gracia y Justicia.

Simultáneamente, se resolvió que los fiscales de las Audiencias fueran los jefes de sus respectivos distritos y los de los tribunales de partido los jefes de los que ejercían sus funciones en los juzgados municipales. En virtud de esta relación de subordinación, entre los distintos funcionarios que integraban la fiscalía, se dispuso que cada fiscal comunicara la comisión de los delitos y faltas de que tuviera conocimiento a su inmediato superior jerárquico, ya hubiesen sido promovidos a instancia del agraviado, de oficio por el juzgado o por su requerimiento. Dicha noticia debía tener lugar en el tiempo establecido y se debía acomodar a las instrucciones dadas por el superior jerárquico. Además, se dispuso la consulta al superior cuando fuera necesario o conveniente.

Esta relación de dependencia jerárquica entre superiores y subordinados quedaba legalmente reconocida en la Ley Orgánica; sin embargo, a la vez, se disponía la facultad que ostentaba el fiscal de realizar las observaciones oportunas a su superior jerárquico respecto de las órdenes e instrucciones que hubiese recibido y que considerara contrarias a las leyes. No obstante, a pesar de que esta facultad estaba reconocida, el fiscal proponente no podía separarse de las órdenes e instrucciones del superior jerárquico si no existía orden en tal sentido dictada por el superior. Asimismo, se permitía que el inferior pudiera interponer los recursos procedentes si no existía instrucción en contrario.

Para llevar a cabo las actividades antes mencionadas, una vez que el inferior comunicaba sus consideraciones al superior, este dejaba sin efecto las órdenes e instrucciones que hubiese realizado. Aunque podía ocurrir que estas procediesen de otro superior, debido a la organización jerarquizada del Ministerio fiscal, en dicho supuesto se debían poner en su conocimiento dichas observaciones para su resolución. Asimismo, debido a la dependencia del Gobierno, si las órdenes o instrucciones procedían de este órgano las consideraciones se le debían comunicar para que este decidiera lo pertinente. Evidentemente, era factible que el superior jerárquico no encontrara legales o procedentes las observaciones hechas por el inferior, en cuyo caso dictaba las instrucciones convenientes, incluso si se daba esta circunstancia el superior podía nombrar a otro subordinado en sustitución del primero.

Una vez expuesta la organización y los principios inspiradores del Ministerio fiscal en la Ley de Tribunales, hay que tener en consideración que la propia Constitución de 1869 no aludió a esta figura y que, salvo el Estatuto de Bayona de 1808, el primer texto constitucional que se refirió al Ministerio Público fue el de 1931, en el que se afirmaba que se constituía en un solo cuerpo y que tendría las mismas garantías de independencia que la Administración de Justicia. Si se analiza la legislación previa a la Ley Orgánica de 1870 se comprueba la existencia de diversos textos legales que recogen esta figura. De este modo, se puede poner de relieve, el Reglamento provisional para la Administración de Justicia de 1835 que recoge la organización de este ministerio. Sin duda partía de una estructura jerarquizada, encontrándose primero los fiscales del Tribunal Supremo, en segundo lugar, los de la Audiencias y en último lugar los promotores fiscales. Además, en el propio Reglamento se recogen las labores de inspección superior y las órdenes sobre los inferiores (Martín Ostos, J., 2020: 25-121).

Posteriormente el Real Decreto de 26 de abril de 1844 hace hincapié en la unidad de la fiscalía y en relación con su organización se dispone la presencia de un solo fiscal en el Tribunal Supremo de Justicia, otro en cada una de las Audiencias y se incrementa el número de agentes fiscales (Martín Ostos, J., 2020: 25-121).

Existe una línea continuista entre la Ley Orgánica de 1870 y el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal de 1926, esta línea se pone de manifiesto en los principios de unidad y dependencia que informaban la actuación del ministerio público y también en las atribuciones de este cuerpo de funcionarios. Respecto a estas últimas se evidencia un aumento de sus facultades, de forma que históricamente se puede afirmar que la fiscalía ha ido progresivamente incrementando su presencia en los asuntos públicos.

Entrando en el análisis del Estatuto, la ley que reguló la actuación de la fiscalía dispuso la carrera separada de los jueces y fiscales y se estableció la misión de este funcionariado estableciendo que le correspondía velar por las leyes y demás disposiciones referentes a la organización de los tribunales; asimismo se constituía como promotor de la justicia en relación con el interés público y además le correspondía ser el representante del gobierno en sus relaciones con el poder judicial.

De igual modo se reconocieron sus atribuciones, disponiéndose al respecto lo siguiente: la vigilancia del ordenamiento jurídico referido a la Administración de Justicia y la reclamación de su observancia; sostener la integridad de la competencia de los tribunales de justicia, representación del Estado y administración (siempre que esta no esté atribuida a los Abogados del Estado u otros funcionarios), intervención en pleitos sobre el estado civil de las personas, títulos nobiliarios, suspensión de pagos de los comerciantes y a los que afecta el interés social por disposición legal o por decisión del Gobierno. De igual modo, se le atribuyó la representación de menores y de otros sujetos necesitados de protección.

En lo penal, se le asignó la promoción de las causas y de los procedimientos para la depuración de los hechos delictivos perseguibles de oficio, el procesamiento y el castigo de los responsables y la absolución de los hubieran sido acusados injustificadamente por otros. También se le atribuyó la acción pública salvo en causas que solo pudieran ser promovidas a instancia de parte y la investigación de las detenciones arbitrarias y la promoción de su castigo.

Continuando con sus atribuciones también se dispuso su intervención en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo en la forma prevista legalmente. Además, la asistencia a las vistas civiles, contenciosas-administrativas y a las criminales, en este último caso siempre que se pueda ejercitar la acción pública. Asimismo, se constituyó como promotor de correcciones disciplinarias de funcionarios relacionados con la Administración Pública y a su vez se le atribuyó el cuidado en el cumplimiento de las sentencias civiles, contencioso-administrativas y criminales, así como de los acuerdos gubernativos de jueces y tribunales. Del mismo modo y, como ya se dispuso, en la Ley Orgánica de 1870 la fiscalía se estableció como órgano dictaminador, así como órgano de vigilancia sobre la Administración de Justicia y de auxilio de las autoridades para el desempeño de su ministerio. Finalmente se dispuso la dación de órdenes e instrucciones a la policía judicial y las demás atribuciones establecidas por las leyes o por el Gobierno sin vulnerar la legalidad.

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[1] Este trabajo se ha elaborado en el marco del proyecto titulado «Unidad e independencia del poder judicial en el constitucionalismo actual». Entidad financiadora: Asociación Científica EU Acquis. Código: 2022/00349/001.

[2] <www.congreso.es> [Última consulta: 28/03/2024].

 

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