Estudios de Deusto

Revista de Derecho Público

ISSN 0423-4847 (Print)

ISSN 2386-9062 (Online)

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed

Vol. 72/1 enero-junio 2024

DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed7212024

Recensiones

Castellanos Claramunt, Jorge, La cultura de la cancelación y su impacto en los derechos fundamentales. Especial análisis de su afectación a la libertad de expresión, Atelier, Barcelona, 2023, 232 pp., ISBN 978-84-19773-01-2.

https://doi.org/10.18543/ed.3114

Fecha de recepción: 01.02.2024

Fecha de aceptación: 10.05.2024

Fecha de publicación en línea: junio 2024

Empecemos por poner de manifiesto que la obra del profesor J. Castellanos Claramunt que reseñamos no es una obra jurídica al uso, sino un manifiesto contra la cancelación, una obra militante en contra de la llamada “cultura de la cancelación”, una “cultura” –utilizamos este término tan solo porque, significativamente, la expresión ha hecho fortuna, pero no nos resistimos al menos a las comillas– que se sitúa en el polo opuesto a la célebre expresión de la escritora británica Evelyn Beatrice Hall en su biografía sobre Voltaire “estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé a muerte tu derecho a decirlo”.

Convencionalmente, y siguiendo la propia definición acogida por el autor, podemos considerar como “cultura de la cancelación” “el acoso grupal por denuncias de comportamientos racistas, homofóbicos, machistas, que llevan al ostracismo” o “la práctica de boicotear o dejar de apoyar a personas o empresas debido a su comportamiento o expresiones consideradas inapropiadas u ofensivas”. Se trata de un fenómeno que, como tantos otros, tuvo su origen y ha conocido su “esplendor” en los Estados Unidos de América, y de ahí se ha expandido, en mayor o menor medida, a todo Occidente. Las manifestaciones son de todo tipo: abucheos en el espacio público real, acoso en el virtual, rescisión de contratos, despido o fuerce a la renuncia de profesores, bloqueo de publicaciones en las redes sociales –incluso si se trata de un párrafo de la Declaración de Independencia americana–, retirada de estatuas de padres fundadores y presidentes de la nación, cambio de la rotulación de edificios y calles… No se trata de un fenómeno nuevo, pero sí facilitado, acelerado y magnificado por las redes sociales. Los ejemplos son innumerables y afectan a todas los movimientos, instituciones y colectivos sociales. En el relato con el que nos ilustra el autor, aparecen “movimientos” (me too, black lives matter), universidades (Harvard, Yale, Berkeley, De Paul), empresas (Dolce & Gabbana), asociaciones (Asociación Nacional del Rifle, Boy Scouts de América), expresidentes (T. Jefferson), escritores (J. K. Rowling), académicos (A. Zaera-Polo, J. Errasti y M. Pérez, P. de Lora, J. Gallego), pensadores y comunicadores (J. B. Peterson), deportistas (K. West), cineastas (W. Allen), actores (K. Spacey), deportistas (T. Woods), directores de opinión de medios de comunicación (J. Bennet) e incluso personas sin relevancia pública (por ejemplo, el caso de Heidi, una madre estadounidense acusada de apropiación cultural y racismo por organizar para su hija de cinco años un cumpleaños temático japonés y colgar una foto en una red social; o el de Carson King, un héroe de la captación de fondos para un hospital, acusado de racismo por dos tuits “posteados” cuando tenía dieciséis años…)

— El autor comienza analizando en el capítulo primero sus orígenes y evolución. Expone que la “cultura de la cancelación” se presenta por sus defensores como una manifestación de la libertad de expresión, caracterizada por la crítica de unas reglas establecidas por una élite ajena a las necesidades del resto de los ciudadanos que serían sus víctimas históricas. Su fuerza radica en el uso de acusaciones culturalmente destacadas, como el racismo, el sexismo o la transfobia, que suponen violaciones del valor estatal fundamental de la igualdad. Ahora bien, para el profesor Castellanos Claramunt, abiertamente opuesto a esta “cultura”, se trata de una práctica de ida y vuelta, en la que el verdugo se convertirá en víctima tarde o temprano, y que no tiene límites, ya que siempre habrá un colectivo o una persona que se sentirá ofendida.

— Para el profesor Castellanos Claramunt, y ese es el espíritu que recorre toda la obra, se trata de una “cultura” que supone una grave amenaza para los derechos fundamentales. No por casualidad, el capítulo segundo dedicado a analizar el impacto de la cancelación en los derechos fundamentales es el más extenso. El autor parte la constatación de que la sociedad a través de redes sociales puede afectar a los derechos fundamentales igual o más que las autoridades públicas. De hecho, en la doctrina internacional se ha generalizado la idea de que la “censura” ha desbordado su concepto clásico que la vincula en exclusiva al control previo llevado a cabo por una autoridad pública condicionante de la posibilidad de emisión de una información u opinión, concepto originario que, paradójicamente, se ha proscrito prácticamente de los ordenamientos occidentales. Baste para constatar que hay en ello un notable consenso consultar la reciente obra Censure et Arts, dirigida por el profesor S. Saunier, en la que catorce profesores franceses de Derecho público analizan el fenómeno de la censura (véase, en particular, el trabajo del profesor D. Truchet “La censure, quelle définition juridique?”, pero la idea está presente también en las demás colaboraciones).

A falta de una sentencia estrella sobre el tema que sirva de referente general sobre las relaciones entre cancelación social y derechos fundamentales, el autor emprende el análisis de todos y cada uno de los derechos que pueden ser afectados por estas prácticas. La relación, ejemplificada en cada caso con supuestos reales, es abrumadora y pone de relieve la gravedad de estas prácticas para el libre desarrollo de la personalidad de los afectados En algunos casos, nos parece, algo forzada, dado que el autor, como decimos, hace un repaso por todos los derechos de los artículos 14 al 29, tratando de anudarlos todos con la práctica de la cancelación. En todo caso, hay algunos que están muy directamente afectados, por no decir amenazados. Así, el derecho al honor (con los insultos y descalificaciones vertidos en redes o la imputación de hechos delictivos incluso cuando ha habido sentencia absolutoria). O el derecho a la intimidad (piénsese, en los escraches frente a domicilios, o en la publicación en redes de números de teléfono o direcciones). O los propios principios que presiden la esfera penal, de presunción de inocencia, irretroactividad o de finalidad de reinserción social, pisoteados en la práctica por la cancelación de personas por conductas en las que incurrieron hace mucho, en no pocas ocasiones cuando no tenían desvalor social o que, teniendo desvalor penal, fueron absueltas o ya cumplieron su condena –lo que, por cierto, también contradice el llamado “derecho al olvido” acogido en la normativa europea como integrante del derecho a la protección de datos para posibilitar el libre desenvolvimiento del individuo en sociedad–.

Pero la libertad más afectada es, sin duda, la libertad de expresión. Observamos aquí la paradoja de que las redes sociales, que han hecho viable la conversión de cualquier ciudadano con un móvil con conexión en emisores públicos de opinión ha supuesto, también, un medio por el que se ejerce la mayor censura por parte de los usuarios –que a menudo recuerda a la actuación de las pandillas o de la psicología de las masas de las que dejaban constancia G. Le Bon o J. Ortega y Gasset– y por los propios administradores de algunas de las redes sociales fuertemente ideologizadas en el mismo espíritu censor–. Esta censura lleva a una restricción de facto de la libertad, como constatan las propias encuestas en Estados Unidos, país cuna de la “cultura de la cancelación”. Con ello se empobrece el debate y el conocimiento. Al respecto resultan imperecederas las reflexiones de J. S. Mill en De la Libertad (On Liberty, 1859), que pone de relieve como todo conocimiento empezó con una afirmación que ofendió a alguien, y explica que “(l)a peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana; a la posterioridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan en ella. Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”. En ese sentido, nos parece que la actual política de X (antes Twitter), de contextualizar la información, esto es, someterla a contradicción, manteniendo el original y la réplica y dando así cuenta del debate sobre hechos y opiniones, respeta mucho mejor la esencial del debate democrático y la libertad de expresión que otras formas de censura de la expresión por las que parece optar el regulador europeo, en la misma línea de lo que postulara, por traer a otro “apóstol” de la libertad de expresión, el admirable L. D. Brandeis, al afirmar que “el discurso ofensivo exige más discurso, no silencio forzado” (en su voto concurrente en Whitney versus California, 1927, recogido por el propio autor en el libro que reseñamos). El profesor Castellanos Claramunt se encuadra en esta visión y apunta lúcidamente que “[…] el hecho de que la “cultura de la cancelación” pretenda imponer opiniones universalmente aceptadas y respaldadas por el Estado la hace aún más sospechosa, en lugar de menos. La libertad de expresión existe, precisamente, para proteger la expresión de las minorías.”.

A juicio del autor, y es una de las ideas que nos parece centrales de este trabajo, y de mayor guía para el jurista, la ley debe cumplir 3 funciones: establecer un estándar de tolerancia, no promoviendo la cultura de la cancelación, porque las sanciones legales refuerzan el estigma social; prohibir las peticiones de cancelación difamatorias o acosadoras y proteger la privacidad; e imponer obligaciones a las instituciones y a los intermediarios para que puedan oponerse a las peticiones de cancelación injustificadas, sin interferir con la libertad de expresión. Y ello, máxime en la actualidad, en que los medios de comunicación son ahora más dependientes de suscriptores de sus ediciones digitales y, por ello, de presiones de lectores afines ideológicamente hasta el punto de “comprometerse” mediante el pago de una suscripción.

— En el capítulo tercero el profesor Castellanos Claramunt hace un análisis (muy) crítico de la cultura de la cancelación. Pone el dedo en la llaga al evocar la doctrina del chilling effect, esto es, el cómo la censura social organizada –a menudo por activistas, y en no pocas ocasiones de forma concertada e incluso utilizando bots– genera una espiral de silencio provocada por el miedo a las consecuencias de la expresión libre del pensamiento, lo que es “particularmente relevante en contextos en los que existe una falta de claridad de las leyes o en los criterios de aplicación, o en situaciones en las que se ha utilizado la ley o la acción legal para sancionar o intimidar a personas que han ejercido sus derechos de manera legítima.” Se llega así a una censura preventiva, un “control de daños”, denunciada en Estados Unidos por PEN y por la Asociación Nacional contra la Censura. Y, lo que resulta paradójico, la Universidad, en especial en los Estados Unidos, que fue cuna del pensamiento libre y que actualmente está dominada por una abrumadora hegemonía de izquierdas en el profesorado (liberal, en el sentido americano), como de nuevo muestran las encuestas, y en sus dirigentes, se ha convertido en lo contrario, con los “espacios seguros”, los cursos de sensibilización sobre expresiones políticas de identidad, las trigger warnings para que estudiantes sensibles puedan abandonar el aula antes de que se inicien exposiciones o debates “incómodos”… En España, no hace falta decir que hemos sufrido ya no pocos casos groseros de boicots a conferenciantes por parte de activistas, y, en ocasiones, con la connivencia por acción u omisión de las propias Universidades.

Para el profesor Castellanos Claramunt, y en ello convenimos, este fenómeno es la derivación natural y deformada hasta el extremo (“de aquellos polvos estos lodos”) de lo “políticamente correcto”, y supone en muchas ocasiones una reescritura de la historia con ojos actuales que acaba en la retirada de estatuas de padres fundadores… y, en no pocas, un puro desprecio por la verdad. Otra faceta de la “cultura de la cancelación” se relaciona con la llamada “apropiación cultural”, que ha llevado al acoso en redes a ciudadanos y empresas anónimas, por conductas tan asociales como organizar un cumpleaños de disfraces para una niña o modificar una receta culinaria. La “cultura de la cancelación” genera o traviste, en realidad, señala el autor, una “cultura del odio”, por cuanto “darle voz a las presuntas víctimas de la injusticia es algo a lo que nadie se opone, pero organizar todo un sistema normativo con base en cómo cada colectivo se siente afectado por las percepciones sociales es diferente.” Se genera, así, un problema casi irresoluble y a una espiral de victimizaciones.

— El trabajo del profesor Castellanos Claramunt se cierra con un capítulo dedicado a las alternativas a la cultura de la cancelación, que no son, a juicio del autor, sino la tolerancia, el diálogo, la empatía, la educación, la lucha contra la hipocresía…

En fin, como advertimos, el libro es todo un “manifiesto por la libertad” que llama a la “cancelación de la cancelación”, una llamada a superarla como se ha superado el fascismo, el nazismo y el comunismo soviético, tal y como proclama el autor.

Como puede verse, este trabajo desborda lo jurídico, para analizar las raíces y las manifestaciones de la “cultura de la cancelación” y llamar al combate en su contra. Entronca, por así decirlo, con los autores moralistas ilustrados a la francesa. También, claro está, aborda una inicial y panorámica aproximación a su incidencia en los derechos fundamentales y abre el camino para que estudiosos de otras disciplinas jurídicas continúen analizando el salto se ha producido cuando el fenómeno de la cultura de la cancelación recibe el respaldo público. Así, cuando se juridifica en forma de introducción de la lábil categoría de los “delitos de odio”, muy discutible en su propia existencia –teniendo en cuenta que ya el Derecho penal conoce de diversas formas de autoría y de participación en los delitos y de una tipificación de delitos como las amenazas, las injurias…– y tan propicia al recurso abusivo, provocando así un aterrador chilling effect ante la amenaza penal, y un uso y abuso en forma de querellas y en la propia actuación del Ministerio Fiscal. Pero también, a su mucho menos estudiada juridificación en el Derecho administrativo sancionador en toda una batería de leyes, en las que las de comunicación audiovisual han sido la avanzadilla, pero que se ha extendido a aquellas que persiguen generar un relato incontrovertido de la Historia o de la propia genética o de la sexualidad humana.

Emilio Guichot Reina

Catedrático de Derecho administrativo

Universidad de Sevilla, España

https://orcid.org/0000-0001-8945-4604

 

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