Estudios de Deusto
Revista de Derecho Público
ISSN 0423-4847 (Print)
ISSN 2386-9062 (Online)
DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed
Vol. 73/1, enero-junio 2025
DOI: http://dx.doi.org/10.18543/ed7312025
Estudios
REFLEXIONES SOBRE DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y LAS PRERROGATIVAS E IMPLICACIONE EN EL HACER PARLAMENTARIO[1]
Reflections on the freedom of speech and its prerogatives and implications in parliamentary activities
Mª Isabel Álvarez Vélez
Profesora Propia Ordinaria de Derecho Constitucional
Facultad de Derecho (ICADE)
Universidad Pontificia Comillas, Madrid. España
https://orcid.org/0000-0002-1814-1931
https://doi.org/10.18543/ed.3325
Fecha de recepción: 12.03.2025
Fecha de aprobación: 10.06.2025
Fecha de publicación en línea: junio 2025
Resumen
En el presente estudio se aborda la libertad de expresión con esencial alcance en un Estado democrático y la conexión que tiene en las prerrogativas parlamentarias de la inviolabilidad y la inmunidad. La libertad de expresión dentro del Parlamento está amparada por la inviolabilidad para garantizar la independencia de los parlamentarios, puesto que es esencial para el ejercicio de la democracia pues permite a los miembros del Parlamento debatir y deliberar fomentando un intercambio abierto de ideas y opiniones. Sin embargo, este derecho también conlleva responsabilidades, ya que debe ejercerse dentro de un marco que respete el orden público y los derechos de los demás, evitando abusos que pudieran deslegitimar el proceso democrático. Finalmente, se plantean también algunos interrogantes sobre si existe alguna incidencia entre el derecho de expresión y la inmunidad parlamentaria.
Palabras clave
Derecho de expresión, inviolabilidad parlamentaria, inmunidad parlamentaria, Tribunal Constitucional.
Abstract
This study addresses freedom of expression, with its essential scope in a democratic state, and its connection to the parliamentary prerogatives of inviolability and immunity. Freedom of expression within Parliament is protected by inviolability to guarantee the independence of parliamentarians, as it is essential to the exercise of democracy, allowing members of Parliament to debate and deliberate, fostering an open exchange of ideas and opinions. However, this right also entails responsibilities, as it must be exercised within a framework that respects public order and the rights of others, avoiding abuses that could delegitimize the democratic process. Finally, some questions are raised about whether there is any connection between the right of expression and parliamentary immunity.
Keywords
Right of expression, parliamentary inviolability, parliamentary immunity, Constitutional Court.
Sumario: I. Planteamiento de la cuestión: la libertad de expresión como esencia de la actividad parlamentaria. II. Relaciones y conflictos entre la inviolabilidad y la libertad de expresión en el ejercicio de la función parlamentaria. III. Inmunidad y libertad de expresión: ¿existe relación? ¿es una relación confusa? IV. Reflexiones finales: ¿son las prerrogativas parlamentarias garantías del derecho de expresión? V. Bibliografía.
I. PLANTEAMIENTO DE LA CUESTIÓN: LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN COMO ESENCIA DE LA ACTIVIDAD PARLAMENTARIA
El derecho de expresión, pilar fundamental en las democracias modernas, garantiza la libre comunicación de ideas, pensamientos y opiniones. Es un derecho que se recoge en los textos constitucionales como derecho esencial para el desarrollo de una sociedad pluralista, democrática y tolerante. Y es un derecho que nuestra Constitución recoge entre los fundamentales en el art. 20, proclamando diferentes derechos conectados con la libertad de expresión: libertad de información, libertad de creación y libertad de cátedra.
La libertad de expresión se define como el derecho de todos a manifestar y comunicar sin trabas el propio pensamiento. Libertad, por una parte, que no queda circunscrita a la expresión de ideologías políticas o similares, sino que se extiende a cualquier expresión del pensamiento con independencia de su mayor o menor, o incluso, nula conexión con el pensamiento político. Libertad, por otra parte, que tampoco queda circunscrita a su forma más habitual, la forma oral o verbal, quedando protegida cualquier otra forma de expresión del pensamiento, cualquiera que sea su soporte y siempre que éste sea apto para expresar el pensamiento. La protección alcanza, por supuesto, aquellas manifestaciones que a priori puedan producir rechazo popular, puesto que de otro modo no tendría sentido esta libertad constitucional, sin que esta afirmación suponga negar la necesidad, también constitucional, de límites.
La libertad de expresión constituye un derecho fundamental, anclado en el marco normativo de los derechos humanos, que permite a los individuos manifestar y comunicar sus ideas, opiniones y pensamientos sin interferencias indebidas. Este concepto se fundamenta en principios democráticos esenciales, como la búsqueda de la verdad, el debate social y la participación ciudadana. De acuerdo con instrumentos internacionales, como el art. 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, este derecho abarca no solo la expresión de ideologías políticas, sino que se extiende a todo tipo de contenido comunicativo, incluidas creencias, sentimientos y reflexiones personales. Desde una perspectiva más amplia, es pertinente destacar que la libertad de expresión no se limita a un ámbito particular de la existencia humana; al contrario, abarca un espectro vasto de manifestaciones del pensamiento. Incluye, pero no se restringe, a la divulgación de pensamientos artísticos, científicos y filosóficos. Esta amplitud subraya la importancia de garantizar un entorno en el que la pluralidad de ideas y opiniones pueda prosperar, lo que a su vez enriquece la vida pública y fomenta un diálogo constructivo en la sociedad.
Asimismo, cabe señalar que la libertad de expresión no se agota en su forma más común, que es la expresión oral o verbal. De hecho, el derecho abarca una multiplicidad de modalidades de comunicación, que pueden incluir, entre otras, la expresión escrita, las artes visuales, la música, la danza y las nuevas tecnologías digitales. Cada una de estas formas de expresión posee sus propias características y matices, lo que exige un enfoque inclusivo al momento de considerar las manifestaciones del pensamiento. En este sentido, el soporte de la expresión, ya sea papel, tela, pantallas digitales o incluso el ambiente sonoro, no limita la protección otorgada a la libertad de expresión; lo crucial es su capacidad para transmitir un mensaje o idea que se considere pensamiento. Al reconocer esta diversidad de formas de expresión, también se pone de manifiesto la necesidad de desarrollar un marco legal que no solo proteja la libertad de expresión en su forma tradicional, sino que dé cuenta de las dinámicas contemporáneas de comunicación. Esto es especialmente relevante en un contexto donde las nuevas tecnologías han transformado radicalmente la manera en que se comparte y se recibe información. La regulación de plataformas digitales, por ejemplo, plantea desafíos significativos en la garantía de este derecho, ya que se interrelaciona con cuestiones de censura, discurso de odio y desinformación.
Finalmente, es importante resaltar que, aunque la libertad de expresión es un derecho fundamental, no es un derecho absoluto. Existen limitaciones que buscan equilibrar este derecho con otros derechos y valores sociales, como la protección de la dignidad humana, el orden público y la seguridad nacional. Estas restricciones han de estar claramente definidas por la ley y deben cumplir con el principio de proporcionalidad para garantizar que la intervención del Estado en la libertad de expresión sea justificada y no arbitraria. La protección de la libertad de expresión debe ser considerada no solo desde una perspectiva legal, sino también desde su impacto real en la construcción de una sociedad plural, democrática y respetuosa de la diversidad de pensamientos.
La libertad de expresión presenta una doble dimensión en cuanto a su fundamento.
En primer lugar, encuentra su cimiento en la dignidad y en el libre desarrollo de la personalidad (arts. 9.2 y 10.1 CE). Evidentemente, la dignidad es presupuesto esencial de los derechos fundamentales, pues supone el reconocimiento de que “en el ser humano hay una dignidad que debe ser respetada en todo caso, cualquiera que sea el ordenamiento jurídico, político, económico y social, y cualesquiera que sean los valores prevalentes en la colectividad histórica” (Sánchez de la Torre, 1968, p. 62). Y en relación a lo que nos ocupa, “privar a un hombre de su derecho a comunicarse libremente lesiona gravemente su dignidad, pues le condena al aislamiento –él, que es un ser locuaz y comunicativo, que puede hablar y le gusta que le hablen– y al empobrecimiento intelectual y moral, al embrutecimiento individual y colectivo” (Solozábal Echavarría, 1988, p. 140).
En segundo lugar, la libertad de expresión constituye también un instrumento del principio de Estado democrático (art. 1.1 CE), ya que sin libertad de expresión no hay verdadera democracia. Y en este punto creemos que “la democracia debe ser entendida como el gobierno a través de la discusión, y las decisiones democráticas como el resultado del consenso obtenido a través de esas discusiones en las que diferentes opiniones e ideas son expresadas y debatidas” (Bouzat, 1989, pp. 89-90). Así pues, libertad de expresión no es un mero instrumento del Estado democrático (garantía de democracia), sino que enlaza directamente con la esencia de la persona.
Existe un claro acuerdo en que la libertad de expresión es esencial en la labor que desarrollan los Parlamentos. Este derecho también promueve el pluralismo, valor superior de nuestro ordenamiento, que es el reconocimiento y el respeto de una diversidad de opiniones y perspectivas dentro de una sociedad. El pluralismo es fundamental para una democracia, ya que permite el debate y el diálogo entre los distintos grupos sociales, ideológicos y culturales. Debate que alcanza su máxima expresión en sede parlamentaria.
De esta forma, la función de representación exige que en los Parlamentos se delibere sobre los diferentes temas de importancia social, jurídica, política y económica para que se puedan tomar las decisiones en cada momento. Un Parlamento es, ante todo, un espacio para el debate y la deliberación. Su función esencial es permitir que se discutan y se contrasten diferentes opiniones, que van a conllevar la toma las decisiones que afectan a la sociedad. Este proceso de debate y deliberación requiere libertad de expresión para garantizar que todas las perspectivas sean escuchadas, respetadas y consideradas. Si los representantes no pueden hablar abiertamente, el Parlamento pierde su esencia como espacio de diálogo y se convierte en un mero órgano administrativo. En el Parlamento están representados los diferentes partidos políticos y no podemos olvidar la importancia de los partidos en un sistema democrático como el nuestro. Los partidos son efectivamente un elemento de comunicación entre lo social y lo jurídico que hace posible la integración entre gobernantes y gobernados, ideal del sistema democrático[2]. El protagonismo de los partidos políticos ha sido notorio a lo largo de estos años de democracia, puesto que desde los debates constituyentes quedó claro que la nueva democracia iba a asentarse sobre el pluralismo político que expresan los partidos, que han ido ganando terreno de modo paulatino. En este sentido, “la elaboración de la Constitución española de 1978, y el propio texto, ponen de relieve un auténtico movimiento pendular, en el que los partidos –negados durante el franquismo– pretendieron convertirse en los exclusivos cauces de participación ciudadana” (Fernández Sarasola, 2006, p. 101). En la actualidad, tanto en el orden político como en el orden social, el papel que juegan los partidos es consecuencia de la propia evolución del sistema de partidos. Y asimismo las Cortes Generales, donde están representados los diferentes partidos y formaciones políticas, como es común en los Parlamentos de las modernas democracias representativas, son el órgano central del sistema constitucional por ser el escenario en que se representa la actualización de la soberanía y son un órgano cuya forma de adoptar acuerdos se basa en el principio mayoritario y, paralelamente, en el de respeto a las minorías.
Si bien el derecho de expresión es básico para el funcionamiento de una sociedad democrática y esencial como un derecho dentro del Parlamento, no es ilimitado. Según el art. 20.4 CE la libertad de expresión tiene “su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que los desarrollan y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”. La doctrina del Tribunal Constitucional ha sido reiterada en entender que los derechos y libertades no son ilimitados, y que su ejercicio “está sujeto tanto a límites expresos constitucionalmente como a otros que puedan fijarse para proteger o preservar otros derechos o bienes constitucionalmente protegidos”[3], límites que cumplen así una “función limitadora” en relación con dichas libertades[4]. Y en este sentido señala el Tribunal que “los tribunales han de llevar a efecto un juicio motivado de ponderación para determinar cuál de los derechos en colisión ha de prevalecer, inclinando la balanza a favor de uno u otro, según las específicas circunstancias concurrentes y el valor axiológico correspondiente a cada uno de los derechos en conflicto”[5].
Y enlazando esta afirmación de nuestro Tribunal con los derechos de los parlamentarios en concreto, toca ahora realizar una breve mención previa a lo que son las prerrogativas parlamentarias. La protección de la independencia y la autonomía del Parlamento es condición necesaria para garantizar que el órgano pueda cumplir, sin mediatizaciones, la tarea que tiene encomendada. Pero la cobertura de la independencia inherente a la función parlamentaria, resultaría incompleta sino alcanzase también a los parlamentarios individualmente considerados. Por ello, los ordenamientos jurídicos dotan a los parlamentarios de una serie de garantías específicas, que no deben ser consideradas como “privilegios” sino como prerrogativas y que constituyen lo que se denomina “el estatuto de los parlamentarios”. En este sentido, son una proyección del art. 66.3 CE en el que se proclama la inviolabilidad de las Cortes Generales. Supone “resguardar al Parlamento de injerencias externas, de perturbaciones del funcionamiento del órgano depositario de la representación popular que atenten no solo contra el espacio físico en el que desarrolla sus funciones, sino también, y principalmente, contra la libre deliberación, conformación y expresión de la voluntad política de los representantes libremente elegidos” (De Miguel Bárcena, 2023, p. 158). Se consagra así “la posición de preeminencia que ocupan las Cortes Generales en relación con las demás instituciones y órganos del Estado”, pues en cualquier caso las Cortes Generales son el único poder del Estado del que se predica la inviolabilidad (González Del Campo, 2022, p. 72).
Se trata de circunstancias jurídicas singulares reconocidas exclusivamente a los parlamentarios en garantía del libre e independiente ejercicio de su mandato representativo. Son normas de protección al Parlamento, a las Cortes Generales y, por extensión, de protección a los parlamentarios frente a posibles abusos. No se trata de un privilegio de naturaleza personal sino de una garantía de naturaleza institucional. Para no devenir en privilegios, el Tribunal Constitucional indica que las prerrogativas parlamentarias deben ser interpretadas estrictamente[6]. Y añade “las prerrogativas parlamentarias no se confunden con el privilegio ni tampoco pueden considerarse como expresión de un pretendido ius singulare, pues en ellas no encontramos las notas de la desigualdad y la excepcionalidad”[7]. Las prerrogativas parlamentarias existen con distinto alcance en prácticamente todos los países de nuestro entorno, tienen origen remoto y aunque han ido cambiando de significación jurídica con el paso del tiempo, son objeto de frecuente debate político.
Las prerrogativas parlamentarias establecidas por la Constitución son tres la inviolabilidad, la inmunidad y el fuero especial. Dejando al margen esta última, en las páginas siguientes nos centraremos fundamentalmente en la inviolabilidad y su relación con el derecho de expresión; planteándonos también algunos interrogantes si existe alguna incidencia entre el derecho de expresión y la inmunidad sobreparlamentaria.
II. RELACIONES Y CONFLICTOS ENTRE LA INVIOLABILIDAD Y LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN EL EJERCICIO DE LA FUNCIÓN PARLAMENTARIA
El art. 71.1 CE establece que los Diputados y Senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones.
La inviolabilidad tiene como finalidad proteger lo que el aforismo británico denomina como freedom of speech, y que constituye la base para la libre discusión y decisión. En consecuencia, la inviolabilidad protege la libertad de expresión, opinión y voto del parlamentario, manifestados en el ejercicio de sus funciones, tanto en sede parlamentaria como fuera de las Cámaras y durante su mandato. La prerrogativa le protege por aquellas opiniones y votos emitidos cuando era parlamentario, aún después de haber cesado en su mandato. Las consecuencias de la existencia de esta prerrogativa supone que no se pueda proceder judicialmente contra un parlamentario o ex parlamentario por sus votos u opiniones manifestados en el ejercicio de sus funciones, mediante la inadmisión judicial de toda acción de naturaleza penal, civil, o de cualquier otro orden, que traiga causa de sus opiniones o votos emitidos como parlamentario, quedando por tanto en manos del Juez o Tribunal dicha protección constitucional, ya que no se requiere ninguna decisión de la Cámara para su activación.
Definida la inviolabilidad no cabe duda de su clara relación con la libertad de expresión. El contenido esencial de la libertad de expresión se desarrolla en las Cámaras. Esto es, no hay que olvidar “el parlar como origen del Parlamento, y como característica perdurable del mismo”, lo “convierte en foco esencial de legitimación de todo el sistema democrático” y esto conecta, sin duda, con “la inviolabilidad, o imposibilidad de cualquier tipo de persecución por el hablar y votar en Parlamento” (Pérez-Serrano Jauregui, 2018, p. 600).
El Tribunal Constitucional señala que la inviolabilidad “garantiza la irresponsabilidad jurídica de los parlamentarios por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones, entendiendo por tales aquellas que realicen en actos parlamentarios exteriores a la vida de las Cámaras, siendo finalidad específica del privilegio asegurar, a través de la libertad de expresión de los parlamentarios la libre formación de la voluntad del órgano al que pertenezcan”[8]. Así, pues, la inviolabilidad aparece configurada, como ha señalado el Tribunal Constitucional como una causa de justificación que excluye la antijuridicidad de la conducta.
Cierto es que, en algunas ocasiones, tanto en la práctica parlamentaria como en el actuar del propio legislador, se ha tendido, de forma consciente o inconsciente, a desnaturalizar esta figura y transformarla, mediante una interpretación forzada del texto constitucional, en un auténtico privilegio personal. Con frecuencia, se han desvirtuado los objetivos que la inviolabilidad parlamentaria persigue y que, tal y como ha declarado el Tribunal Constitucional tras una exégesis de los preceptos constitucionales y legales sobre la materia, congruente con las exigencias impuestas por el principio de igualdad, no pueden ser otros que la protección de la función parlamentaria[9]. La pregunta que subyace es si resulta imprescindible para el ejercicio de las funciones parlamentarias que desde la tribuna se recurra al insulto, a las injurias, a las calumnias, o a los ataques a otros poderes del Estado, actitudes que puedan verse amparadas por la prerrogativa.
En la actualidad, la Constitución concede la posibilidad de establecer un tratamiento normativo diferenciado para los ciudadanos en ciertas circunstancias. Sin embargo, este enfoque plantea un importante desafío legal: determinar cuándo esta desigualdad en el trato puede considerarse legítima y respaldada por el marco jurídico, y cuándo, por el contrario, resulta ilegítima y en contravención del ordenamiento legal vigente. Esta cuestión es fundamental para garantizar que la aplicación de la ley sea justa y equitativa.
En esencia, nos enfrentamos a la necesidad de discernir cuando una acción, independientemente de su origen institucional, puede ser catalogada como arbitraria. Para ello, es preciso analizar criterios claros que nos permitan establecer las fronteras de lo que se entiende como una justificación válida para la desigualdad ante la ley. Esto implica revisar tanto los principios constitucionales que rigen la igualdad como los contextos específicos que podrían justificar un trato diferente a ciertos grupos de personas, ya sea por razones de política pública, desarrollo social o protección de derechos.
Así, la tarea de definir estos límites se convierte en un ejercicio de equilibrio entre el reconocimiento de la diversidad y la vigencia del principio de igualdad, asegurando que cualquier diferencia de trato esté fundamentada en razones objetivas y razonables, de tal forma que se eviten situaciones de arbitrariedad que puedan vulnerar los derechos de los ciudadanos.
En otras palabras, las prerrogativas parlamentarias, en concreto la inviolabilidad, han de interpretarse en función de los valores que la Constitución establece y no al margen de los mismos: es por ello inadmisible un uso arbitrario y discrecional de aquellas. Sobre este punto y, con el fin de evitar que se convierta en un privilegio que suponga que el parlamentario no tiene límites en el ejercicio de su libertad de expresión, tenemos que tener en cuenta la importancia de la disciplina parlamentaria y quizá el seguimiento de los códigos de conducta. Y así, “las prerrogativas parlamentarias han de ser interpretadas estrictamente para no devenir privilegios que lesionen derechos fundamentales de terceros”[10].
Al contrario, por cuanto no están en el patrimonio del supuesto favorecido, sino que se otorgan en beneficio del Parlamento y su función, se explica que las prerrogativas analizadas resulten irrenunciables para el parlamentario, y sea la Cámara, y no cada uno de sus miembros aisladamente considerados, la que cuide de la observancia y mantenimiento de aquellas. Y también por ello no encuentra el Diputado o Senador apoyo alguno en el ordenamiento jurídico para hacer valer la inviolabilidad frente a autoridades y particulares: sólo la Cámara legislativa, tutelando intereses propios y distintos de los personales de cada uno de sus miembros, tiene facultades para hacerla efectiva. Porque, en cualquier caso, “el interés a cuyo servicio se encuentra establecida la inviolabilidad es el de la protección de la libre discusión y decisión parlamentarias”[11].
Por tanto, y resumiendo en palabras del propio Tribunal Constitucional, las prerrogativas parlamentarias se confieren “no como derechos personales, sino como derechos reflejados de los que goza el parlamentario en su condición de miembro de la Cámara legislativa y que sólo se justifican en cuanto son condición del funcionamiento eficaz y libre de la institución”[12].
Rechazado el carácter de privilegio personal de Diputados y Senadores que a la inviolabilidad parlamentaria pudiera atribuírsele y afirmada, por el contrario, su naturaleza de garantía de carácter institucional establecida en beneficio de la función parlamentaria, es necesario fijar con toda claridad los límites de la misma a partir de la recta comprensión de su sentido y de sus fines, evitando así una desnaturalización de esta figura fácilmente operable mediante una desvirtuación de sus objetivos.
En cuanto al ámbito material de la inviolabilidad, el art. 71.1 CE, cita expresamente las “opiniones”, de manera que parece la prerrogativa estudiada amparar únicamente declaraciones de juicio o voluntad del parlamentario, ya se produzcan por escrito o de palabra, declaraciones entre las que hemos de entender incluidos los votos, pues estos no son sino un modo particular de expresar una opinión. En este sentido, nos parece innecesaria, por reiterativa, la previsión contenida en el art. 21 del Reglamento del Senado, en virtud de la cual la inviolabilidad ampara, además de las opiniones, los votos emitidos por el parlamentario en el ejercicio de su cargo, supuesto no recogido ni en el precepto constitucional, ni en el concordante del Reglamento del Congreso.
En cuanto a su ámbito funcional, el mismo art. 71.1 CE establece con validez el nexo entre la inviolabilidad y el ejercicio de las funciones propias de la condición de parlamentario, de modo que tal prerrogativa, como acabamos de apuntar, ampara al miembro de la Cámara respecto de las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones[13].
En este sentido, una parte, hoy minoritaria, de la doctrina, ha venido manteniendo que la inviolabilidad debe amparar toda la actividad política desarrollada ordinariamente por el parlamentario, pues vincula las “funciones parlamentarias” a todas aquellas actuaciones derivadas del mandato legislativo, de manera que en tales funciones se incluirían cualesquiera actividades que el parlamentario desarrolle en su calidad de representante de un determinado colectivo electoral, con independencia de que tengan lugar dentro o fuera de las Cámaras y se encuentren recogidas en los Reglamentos de las mismas o no (Gómez Benítez, 1982, p. 27).
Señalábamos anteriormente la importancia que tiene la disciplina parlamentaria para no desvirtuar la inviolabilidad y que sea considerada como un privilegio del parlamentario. Entendemos por disciplina parlamentaria las “actitudes y medidas tendentes a preservar y conseguir un determinado orden parlamentario” (Pérez-Serrano Jauregui, 1996, p. 439). Hay múltiples aspectos que hacen referencia a cuestiones de disciplina que no vamos a tocar ahora (sanciones por incumplimiento de determinados deberes parlamentarios). Nos queremos referir con exclusividad a la disciplina en relación al mantenimiento del orden en el desarrollo de los debates parlamentarios. Evidentemente durante los debates es cuando puede suceder que se profieran insultos, palabras malsonantes…, en definitiva, los parlamentarios se excedan en el ejercicio de su libertad de expresión traspasando unos límites que deben ser recordados por el Presidente de la Cámara en uso de sus facultades de mantenimiento de la disciplina. En la inviolabilidad “no pueden encontrar amparo ni las calumnias, ni las injurias, ni conceptos ofensivos contra personas o instituciones, ni la apología para la comisión de delitos, pues tales manifestaciones mal pueden contribuir al ejercicio de las funciones parlamentarias” (Fernández Segado, 2011, p. 28).
Recordando lo que señala el Tribunal Constitucional “dicha prerrogativa se traduce, por tanto, en la imposibilidad de perseguir judicialmente a los parlamentarios por las manifestaciones efectuadas en el ejercicio de sus funciones, pero en ningún caso puede impedir –dada la finalidad que la justifica– la aplicación, cuando proceda, de las reglas de disciplina interna previstas en el respectivo reglamento”[14]. Esto es, “se mantiene el límite genérico propio de la libertad de expresión: no existe un derecho al insulto, dentro del derecho a la inviolabilidad parlamentaria, como no podía ser de otra forma, pues en nada beneficia al fin propio del derecho, esto es, apoyar al parlamentario en el ejercicio de sus altas funciones” (González-Trevijano, 2019, p. 21).
Algunas manifestaciones de los parlamentarios realizadas desde la misma tribuna parlamentaria son en ocasiones claramente sospechosas de ser insultos o descalificaciones dirigidas a otros parlamentarios y que quedan amparados por el ejercicio de su libertad de expresión y, desde luego, por la inviolabilidad. Bochornoso es en esos momentos para el ciudadano tener noticias del desarrollo de algunos debates. Lo hemos visto recientemente por ejemplo en el Congreso en los debates de la ley de amnistía. Esas actitudes deben ser controladas por el Presidente de la Cámara a través de la aplicación de la disciplina.
La disciplina es clave para la cohesión y el óptimo funcionamiento de cualquier cuerpo legislativo. Y así se consigue que “la inviolabilidad por las opiniones vertidas se vea necesariamente contrapesada por la sujeción a la disciplina parlamentaria”[15]. Porque en los debates el parlamentario “puede, cuando olvida las moderaciones éticas y de obligada corrección, ofender, ultrajar a personas e instituciones, denostar a autoridades y particulares, imputar delitos, utilizar falsedades, con lo cual se plantean serios problemas de cara a la defensa de los ciudadanos, especialmente de los particulares” (Fernández-Viagas Bartolomé, 1990, p. 17).
En este último caso, el agraviado no sólo vería frustradas las legítimas expectativas de reparación de su honor a través del correspondiente proceso judicial, sino que tendría que enfrentarse en desigualdad de condiciones respecto del difamador a otro juicio por él no deseado: el de la opinión pública, sobre cuyo fallo es patente que puede influir de manera decisiva el Diputado o Senador aprovechando la publicidad que la tribuna parlamentaria otorga a todas sus actuaciones.
La inviolabilidad “se orienta a la preservación de un ámbito cualificado de libertad en la crítica y en la decisión sin el cual el ejercicio de las funciones parlamentarias podría resultar mediatizado y frustrado, por ello el proceso de libre formación de voluntad del órgano”[16]. Pero no puede ser utilizada como licencia para insultar por parte de los parlamentarios con intención de que su actuar quede impune. En este sentido, es un lugar común en la doctrina la afirmación de que esta potestad disciplinaria reconocida por los Reglamentos constituye un claro límite a la inviolabilidad parlamentaria[17].
Problema aparte es si la inviolabilidad ampara a los parlamentarios en el ejercicio de su derecho de expresión fuera de la sede parlamentaria o en su caso al margen de sus funciones de parlamentarios.
Por otra parte, nos referíamos a la necesidad de que los parlamentarios actúen conforme a determinados Códigos de Conducta como existen en algunos países anglosajones o en el Parlamento Europeo y tal como están aprobados en nuestras Cortes Generales. Así es, tenemos el Acuerdo de las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado, de 1 de octubre de 2020, por el que se aprueba el Código de Conducta de las Cortes Generales. El contenido del Código tiene carácter vinculante y es de aplicación a todos los miembros de las Cortes Generales en el ejercicio de sus funciones y durante todo el periodo de su mandato. En cualquier caso, los códigos de ética parlamentaria buscan definir reglas para que el parlamentario tenga claridad sobre aquellas conductas permitidas o prohibidas, de acuerdo a la moral profesional, que no necesariamente se identifica con la privada.
Estos documentos pretenden, por ello, explicar a la ciudadanía que los parlamentarios, al asumir estas reglas, se regirán por normas suficientemente rigurosas en materia de ética, acordes con las importantes funciones que les corresponden en la defensa del interés público, y que van a poder hacer frente así a las exigencias ciudadanas de que rindan cuentas en su actividad y su situación individual. También se persigue con este texto disuadir a los parlamentarios de que puedan incurrir en conductas contrarias a la ética y buen desempeño de su cargo como miembros de una cámara parlamentaria, e incluso propiciar que eventualmente puedan imponerse sanciones dirigidas a prevenir y, en su caso, combatir algunas prácticas considerables como ilegales o corruptas. Como bien se ha señalado, “la aprobación de Códigos éticos es un signo de autorresponsabilidad y de «madurez» de las instituciones, que va más allá de cumplir con las obligaciones legales” (López Donaire, 2022, p. 440).
No obstante, tal y como consta en el preámbulo del Código, son las exigencias impuestas por las nuevas tecnologías y las demandas de los ciudadanos en materia de transparencia, las razones por las que la Mesa «ha querido desarrollar» esta regulación, y “se obvia pues en el preámbulo la recomendación del Grupo de Estados Contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO) de aprobar un Código de conducta en cada Cámara y su reiterado incumplimiento, lo que nos permite calificar de poco seria la consideración según la cual la decisión de aprobar el Código de conducta ha partido de la libre voluntad de la Cámara” (Nieto Jiménez, 2020, p. 42). El Código de conducta de los parlamentarios se refiere a cuestiones que tienen que ver con la transparencia parlamentaria y ciertamente fue un requisito del informe GRECO de hace unos años[18]. Desde el primer Informe de evaluación sobre España en 2001, se señala la posibilidad de adoptar un Código Nacional de Conducta para funcionarios públicos que haga referencia además a los grupos de interés. Esta cuestión vuelve a mencionarse en el último informe de cumplimiento sobre España, publicado en abril de 2025. La recomendación a España hacía referencia a “adoptar normas sobre la manera en que el personal con altas funciones ejecutivas entabla contactos con los grupos de interés y otros terceros que buscan influir en el trabajo legislativo o de otro tipo del Gobierno”.
Aprobado el Código de conducta desde 2020, representa el resultado de un proceso participativo e inclusivo, en el que los parlamentarios han evaluado sus responsabilidades éticas y la mejor manera de establecer un marco sólido de integridad para ambas Cámaras. En su preámbulo se subraya que las Mesas de ambas Cámaras han acordado aprobar este Código “con el fin de garantizar que la ejemplaridad y transparencia constituyen hoy en día los principios básicos de la conducta de los parlamentarios y parlamentarias ya que, en cuanto representantes del pueblo, su comportamiento ha de responder a los más exigentes imperativos éticos”. En relación al tema que nos ocupa, el Código de conducta de los parlamentarios se refiere más bien a cuestiones que tienen que ver con la transparencia parlamentaria y, por ello, no es una cuestión que afecte al derecho de expresión, aunque sí a las prerrogativas parlamentarias.
El Código recoge los principios básicos que deben regir el actuar de todo diputado, estableciendo que, en el ejercicio de sus funciones, deben actuar con respeto a la Constitución y a las leyes, especialmente al Reglamento del Congreso; con responsabilidad y en favor del interés general; y con respeto a los demás miembros y a la ciudadanía, manteniendo plena transparencia en su actividad. Asimismo, declara que deben actuar “con integridad, honradez, responsabilidad y de forma desinteresada para la consecución del interés general”. En consonancia con el principio de integridad, que garantiza priorizar el interés general sobre cualquier interés personal, el Código establece que un diputado incurrirá en conflicto de interés si posee un interés personal que pueda afectar su objetividad o independencia en el cumplimiento de sus funciones. Asimismo, se indica que los diputados deben evitar estos conflictos y, si no pueden resolverlos, deberán informar por escrito al Presidente de la Cámara o de la Comisión antes de que se inicie el debate parlamentario. En caso de duda sobre un posible conflicto, el diputado podrá consultar a la Mesa de la Cámara, que resolverá confidencialmente, pudiendo solicitar un informe a la Comisión del Estatuto del Diputado.
Deseable sería que el Código de conducta hiciese referencia a cuestiones de orden, de cortesía o de disciplinas parlamentarias. Así lo hace, por ejemplo, el Código de conducta de los miembros del Parlamento de Cataluña[19], cuyo art. 7 hace referencia a la obligatoriedad de los parlamentarios de tener una “Actitud ejemplar” en los siguientes términos:
1. El comportamiento de los diputados del Parlamento debe responder siempre a la confianza pública de la que son depositarios como cargos electos.
2. Los diputados del Parlamento deben mantener en todo momento una conducta respetuosa con los demás diputados y con los ciudadanos, y una actitud escrupulosa y ejemplar de acuerdo con el principio de igualdad sin discriminación por razón de género, orientación sexual, creencias, ideología, origen o condición social, etnia, lengua o cualquier otra. Este comportamiento debe implicar siempre la utilización de un lenguaje adecuado, así como un sistema de relación fundado en la interacción constructiva, cordial y dialogante con todas las personas y todos los colectivos sin exclusión.
3. Los diputados del Parlamento deben tener un trato adecuado y respetuoso con todas las personas que prestan servicios en el Parlamento. Este trato debe respetar siempre los derechos que los Estatutos del régimen y el gobierno interiores reconocen al personal al servicio del Parlamento.
En definitiva, la inviolabilidad tiene límites. Como hemos venido indicando la actuación de los parlamentarios en el ejercicio de su derecho de expresión, de sus funciones, tiene que estar modulada mediante la disciplina parlamentario o por los códigos de conducta, formulados por los propios órganos parlamentarios, con los que se pretende preservar unos elementales principios éticos frente a una lógica discursiva que incentiva la descortesía en la expresión de ideas u opiniones (Ridao, 2019, p. 466).
III. INMUNIDAD Y LIBERTAD DE EXPRESIÓN: ¿EXISTE RELACIÓN? ¿ES UNA RELACIÓN CONFUSA?
En lo referente a la inmunidad, el art. 71.2 CE señala que es una prerrogativa que afecta a Diputados y Senadores durante el período de su mandato, de tal manera que solo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. Además, tampoco podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva, conocida como suplicatorio[20].
En palabras del Tribunal Constitucional “ningún límite o exigencia señala la CE a las Cámaras en este punto, por lo que, según la misma opinión, habrá de entenderse que la adopción de tales decisiones es un puro acto de voluntad política, atribuido a dichas Cámaras, y que encierra un juicio, no sobre la culpabilidad, sino sobre la oportunidad de proceder contra un parlamentario, de modo que aceptar la posibilidad de revisar dicho juicio desde otra instancia supondría contradecir la misma figura constitucional de la inmunidad”[21].
La inmunidad tiene como finalidad proteger lo que el aforismo británico denomina como freedom from arrest[22], y por lo tanto protege la libertad personal de los parlamentarios como elemento imprescindible para la normal composición y el funcionamiento de las cámaras, frente a cualquier intento de manipulación mediante su detención, inculpación o procesamiento, por cualquier acto de relevancia penal, incluyendo aquellos actos ajenos a su función como parlamentario. La prerrogativa de la inmunidad comienza a aplicarse desde el momento en el que el parlamentario es proclamado electo y, exclusivamente, hasta la finalización de su mandato. Si en el momento de ser proclamado electo el parlamentario estuviese siendo procesado, será imprescindible el permiso de la Cámara para continuar.
La figura de la inmunidad parlamentaria establece un marco jurídico que otorga a los miembros del Parlamento una protección especial en el ejercicio de sus funciones, particularmente en el contexto de las investigaciones judiciales. Este mecanismo no solo preserva la independencia de los parlamentarios en el ejercicio de su labor representativa, sino que también refleja un equilibrio de poderes esencial para el funcionamiento de un Estado democrático.
En primer lugar, es importante destacar que la inmunidad permite a las autoridades judiciales investigar aquellos actos que puedan levantar sospechas sobre la conducta de un parlamentario. Esta fase de instrucción se encuentra sujeta a estrictos estándares legales y debe operar dentro de los límites del Estado de Derecho. Sin embargo, una vez culminada dicha investigación, surgen restricciones significativas para el órgano judicial: la incapacidad para acordar la inculpación o el procesamiento del parlamentario investigado. Esta disposición se fundamenta en la necesidad de proteger la función esencial que los legisladores desempeñan en la representación del pueblo, evitando que sean objeto de persecuciones o represalias que puedan entorpecer su labor.
Adicionalmente, y en segundo lugar, la inmunidad impide que la autoridad competente detenga a un parlamentario, salvo en circunstancias excepcionales como la comisión de un delito en flagrancia. En tales situaciones, la detención debe ser notificada a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo dentro de un plazo de 24 horas. Esta medida garantiza que, en caso de que se decida proceder contra un parlamentario, el proceso se realice bajo la supervisión del Tribunal Supremo, lo que añade un nivel de control judicial a la actuación de las fuerzas del orden.
Una vez notificada la detención, corresponde al Pleno de la Cámara evaluar la situación y sujetar el proceder judicial a la consideración de un suplicatorio, que es un permiso o autorización para actuar contra el parlamentario. Este análisis no es trivial; se debe valorar la existencia de indicios de persecución política, de atentado a la inviolabilidad de las Cortes Generales que proclama la Constitución, un aspecto que resulta crucial en el contexto actual, donde el uso político de la justicia puede socavar la confianza en las instituciones. La concesión del suplicatorio se realiza mediante un acuerdo motivado del Pleno en sesión secreta, lo que garantiza tanto la confidencialidad del proceso como la necesidad de fundamentar la decisión tomada.
Finalmente, el Tribunal Constitucional ejerce un papel fundamental en la revisión de estos acuerdos, adoptando un enfoque riguroso respecto a la exigencia de una motivación adecuada. El organismo se asegura de que las decisiones referentes a la inmunidad parlamentaria no solo sean procedimentales, sino que también estén sustentadas en un sólido razonamiento que respete los principios del debido proceso y que evite cualquier tipo de arbitrariedad. De este modo, se contribuye a fortalecer el sistema democrático al garantizar que los derechos de los parlamentarios no sean vulnerados, a la vez que se permite el adecuado control judicial sobre la conducta de los mismos.
Si la Cámara no se pronuncia en un plazo de 60 días naturales, el silencio es negativo y, por lo tanto, se desestima el otorgamiento del suplicatorio. Esencial como finalidad de la inmunidad, en palabras de un autor ya histórico, “evitar que la pasión política o la intriga de los particulares arranque de su escaño al Senador o Diputado, so pretexto de infracciones punibles cuya persecución no se inspire en móviles de pureza y de corrección legal” (Pérez Serrano, 1986, p. 781).
De manera contundente, el Tribunal Constitucional ha señalado que “la inmunidad parlamentaria no puede concebirse como un privilegio personal, esto es, como un instrumento que únicamente se establece en beneficio de las personas de Diputados o Senadores, al objeto de sustraer sus conductas del conocimiento o decisión de Jueces y Tribunales. La existencia de tal tipo de privilegios pugnaría, entre otras cosas, con los valores de «justicia» e «igualdad» que el art. 1.1 de la C.E. reconoce como «superiores» de nuestro ordenamiento jurídico. La inmunidad, como el resto de prerrogativas que en el art. 71 de la misma Constitución se establecen, se justifica en atención al conjunto de funciones parlamentarias respecto a las que tiene, como finalidad primordial, su protección. De ahí que el ejercicio de la facultad concreta que de la inmunidad deriva se haga en forma de decisión que la totalidad de la Cámara respectiva adopta”[23]. Y de manera clara el Tribunal insiste en que dicha prerrogativa no había sido establecida por el constituyente “para generar zonas inmunes al imperio de la Ley”, así como que quedaría desnaturalizada como prerrogativa institucional “si quedase a merced del puro juego del respectivo peso de las fracciones parlamentarias”, reiterando, una vez más, que responde “al interés superior de la representación nacional de no verse alterada ni perturbada, ni en su composición, ni en su funcionamiento, por eventuales procesos penales que puedan incoarse frente a sus miembros, por actos producidos tanto antes como durante su mandato, en la medida en que de dichos procesamientos o inculpaciones pueda resultar la imposibilidad de un parlamentario de cumplir efectivamente sus funciones”[24].
Señala el Tribunal Constitucional que “la previa autorización que requiere el art. 71 de la Constitución para inculpar o procesar a Diputados o Senadores no puede exigirse para la admisión, tramitación y resolución de demandas civiles que en nada pueden afectar a su libertad personal y, en consecuencia, que la extensión del ámbito civil de dicha garantía procesal resulta constitucionalmente ilegítima”[25].
Así, “conviene resaltar que el carácter objetivo de las prerrogativas parlamentarias se refuerza […] en el caso de la inmunidad, de tal modo que la misma adquiere el sentido de una prerrogativa institucional”[26]. Como ya hemos señalado, “en cuanto expresión más característica de la inviolabilidad de las Cortes Generales, la inmunidad […] se justifica en atención al conjunto de funciones parlamentarias respecto de las que tiene, como finalidad primordial, su protección […], de ahí que el ejercicio de la facultad concreta que de la inmunidad deriva se haga en forma de decisión que la totalidad de la Cámara respectiva adopta”. Y “esta protección a la que la inmunidad se orienta no lo es, sin embargo, frente a la improcedencia o a la falta de fundamentación de las acciones penales dirigidas contra los diputados y senadores, sino frente a la amenaza de tipo político consistente en la eventualidad de que la vía penal sea utilizada, injustificada o torticeramente, con la intención de perturbar el funcionamiento de las cámaras o de alterar la composición que a las mismas le ha dado el cuerpo electoral en el ejercicio del derecho de sufragio activo (art. 23.1 CE)”[27].
El gran problema de la inmunidad y el derecho de expresión de los parlamentarios está en el mundo digitalizado que estamos viviendo. Internet y todas las redes sociales ofrecen un espacio ilimitado y sin controles para la expresión, para la comunicación, para la información y para la interacción entre ciudadanos del mundo. En este sentido, el Senado español, concretamente la Comisión especial sobre Redes Informáticas, entendía que “la Red es un espacio de encuentro e intercambio en libertad, sin fronteras ni límites, abierto y universal, en el que se va a desarrollar la sociedad del siglo XXI”[28]. En ocasiones las nuevas tecnologías son novedosas formas de populismo, por lo que sería esencial “una reforma en los partidos políticos que advierta de su papel central de vertebradores de las corrientes de pensamiento y opinión políticas, en vez de que las fuentes de polarización de la opinión externas o internas” sean las que acaben supliendo a los partidos (González de la Garza, 2018, p. 300). Ciertamente, la polarización política, el auge de populismos y el control mediático han generado un ambiente donde la disidencia se silencia y los debates constructivos se convierten en ataques personales. En estos contextos, la dignidad y la eficacia de las instituciones democráticas se ven amenazadas, ya que los ciudadanos perciben a sus representantes como incapaces de actuar de manera independiente, lo que desemboca en un deslegitimación del sistema.
Y hay por ello que dejar claro, como lo ha hecho el Tribunal Constitucional que la inmunidad no alcanza a las manifestaciones injuriosas que los parlamentarios realicen “en uso –correcto o no– de su libertad de expresión” al margen de sus funciones, pues “resulta claro que el instituto de la inmunidad no tiene como finalidad garantizar la libertad de expresión, ni aun cuando ésta viene ejercida por un representante del pueblo español”[29].
La prerrogativa de la inmunidad no deja de tener polémicas constantes, pues puede entrar en conflicto con el principio de igualdad, al otorgar un trato especial los parlamentarios. Diseñada para proteger la independencia de las Cortes Generales, a menudo es criticada por ser utilizada como un escudo frente a investigaciones, especialmente en los casos de corrupción. Esto ha generado tensiones en una sociedad democrática como la nuestra, ya que parece contradecir el principio de que todos los ciudadanos deben ser iguales ante la ley. En algunos casos, esta protección se extiende más allá de sus fines originales, debilitando la confianza pública en las instituciones. En este sentido, “en un Estado democrático la mejor garantía para impedir la instrumentación política del procesamiento o detención de un parlamentario consiste en la independencia de los jueces y tribunales. El efectivo sometimiento de la policía a los jueces, la prohibición de las detenciones arbitrarias y la autonomía de los Tribunales son la mejor caución frente a cualquier ataque a la independencia de las Cámaras. Logradas estas circunstancias, la inmunidad se hace superflua” (Santaolalla López, 1983, p. 87).
IV. REFLEXIONES FINALES: ¿SON LAS PRERROGATIVAS PARLAMENTARIAS GARANTÍAS DEL DERECHO DE EXPRESIÓN?
Estamos viviendo un tiempo en el que se están poniendo severamente a prueba las instituciones y los procedimientos constitucionales. Y en el que, los Parlamentos democráticos, en particular, están atravesando una fase muy inquietante de su historia. Como ha señalado Astarloa “los parlamentos son hijos de las circunstancias y, que, siendo éstas por definición cambiantes, aquéllos están evidentemente afectados de discontinuidad política, seriamente condicionados por los acontecimientos históricos y por la evolución social de las distintas fuerzas sociales y políticas que entran en cada época y lugar en juego. Sin olvidar tampoco la importancia del factor humano y la repercusión del desigual talento político de los líderes de cada momento” (2017, p. 57).
Los debates están sufriendo un gran declive, por causas diversas, y muy especialmente porque la naturaleza de la confrontación ya no es poner de manifiesto los desacuerdos existentes, sino buscar la descalificación y el descredito. Ya no vemos una reflexión detenida y sólida, intervenciones concienzudas y con entidad, ni el contraste profundo de pareceres. Además, la constante utilización de fake news en el debate político conlleva la aparición de una herramienta con un gran riesgo que afecta la calidad del diálogo democrático y distorsiona la percepción pública de la realidad. Las fake news son noticias falsas, manipuladas o malintencionadamente inexactas, creadas para desinformar o engañar al público y que son fácilmente difundidas a través de redes sociales llegando a un número elevadísimo de personas en un tiempo récord. Su impacto en el ámbito político es profundo, ya que se utilizan para influir en opiniones, desacreditar oponentes y manipular resultados electorales.
Hemos venido afirmando que la inviolabilidad y, en su caso, la inmunidad tienen como finalidad la de asegurar, a través de la libertad de expresión de los parlamentarios, la libre formación de la voluntad del órgano legislativo al que pertenecen. El abuso de las garantías parlamentarias puede llevar a situaciones donde la rendición de cuentas se vea comprometida, alimentando prácticas de opacidad y corrupción. Por lo tanto, es imperativo que los sistemas democráticos encuentren un equilibrio que preserve la libertad de expresión de los parlamentarios, al tiempo que se asegure que se mantenga un nivel adecuado de transparencia y responsabilidad.
Pues bien, ¿en qué medida puede perjudicar tales objetivos la interposición de una demanda contra un Diputado o Senador, la tramitación de la pretensión a través del correspondiente proceso civil y la resolución del litigio con la oportuna sentencia? ¿Acaso el temor a un posible procesamiento o los efectos de éste podrían perturbar gravemente al parlamentario e impedir que se manifestase con la libertad deseable para la recta formación de la voluntad de la Cámara?
La interposición de una demanda civil contra un Diputado o Senador, así como el subsiguiente proceso judicial y eventual sentencia, puede tener repercusiones significativas en el ámbito parlamentario y en el ejercicio de la función legislativa. No cabe duda que es relevante considerar el principio de separación de poderes que sustenta la estructura política de un Estado democrático. Este principio implica que las funciones del poder legislativo deben desarrollarse sin interferencias externas, incluidas aquellas que provienen del poder judicial. La posibilidad de que un parlamentario enfrente un proceso judicial genera incertidumbre que puede afectar no solo su desempeño individual, sino también el funcionamiento general de la Cámara. En este contexto, es plausible que el miedo al procesamiento y sus consecuencias, así como a una eventual condena, interfieran con la capacidad del legislador para actuar con independencia y libertad.
Además, desde una perspectiva psicológica, la presión emocional de una demanda, especialmente si conlleva la pública exposición de la figura del parlamentario, puede resultar en una disminución de su capacidad de concentración y, por ende, en la eficacia de su labor. Esta perturbación podría traducirse en una dinámica legislativa menos productiva, afectando la calidad del debate y de las decisiones adoptadas.
En términos jurídicos, el proceso civil contra un parlamentario podría estar en contradicción con ciertas prerrogativas, como la inmunidad parlamentaria, que protege a los miembros de un poder legislativo de ser perseguidos judicialmente por acciones derivadas de su labor en el ejercicio de sus funciones. Sin embargo, esta inmunidad no es absoluta y su aplicación puede variar dependiendo de la jurisdicción y el contexto del caso. Además, es necesario considerar la percepción pública que puede surgir a raíz de un litigio en curso. Un parlamentario que está enfrentando una demanda podría ser percibido como menos competente o incluso corrupto, lo que podría erosionar la confianza del electorado en la institución legislativa en su conjunto. Esto puede influir en la capacidad de la Cámara para operar eficazmente y en la legitimidad de sus actos. En conclusión, la interposición de una demanda civil contra un parlamentario puede tener efectos nocivos en su capacidad de ejercer sus funciones, tanto a nivel individual como institucional. El temor al procesamiento y sus posibles consecuencias pueden afectar no solo el rendimiento personal del legislador, sino también el manejo y la dinámica de la función parlamentaria, impactando la calidad de la representación y la formación de la voluntad de la Cámara. Por lo tanto, es fundamental encontrar un balance que permita proteger las prerrogativas de los parlamentarios, al mismo tiempo que se garantiza la justicia y se previenen abusos, asegurando la salud del sistema democrático en su conjunto.
Nuestro planteamiento puede ir más allá: ¿hasta qué punto, si desapareciera la inviolabilidad y la inmunidad como prerrogativas se perjudicarían los parlamentarios? Probablemente, la oposición mayor a su desaparición vendría por parte de los parlamentarios o, incluso, en último extremo de los grupos parlamentarios. Parece lógico, que, si la libertad de actuación de los parlamentarios está en entredicho por la existencia del principio aceptado de la disciplina de voto del grupo al que pertenecen, no es descabellado plantear que la inviolabilidad y la inmunidad, esto es, la irresponsabilidad jurídica que ampara la actuación del sujeto, alcanza de forma inequívoca al grupo al que pertenece. Si, por otra parte, existe en nuestra reciente evolución parlamentaria, una clara identificación entre los grupos parlamentarios que se forman en el seno de las Cámaras, con los partidos políticos que se presentan a las elecciones, de tal forma, que son éstos los que en la práctica marcan las directrices de actuación del grupo, la prerrogativa o irresponsabilidad alcanza a los partidos y no a cada uno de los miembros de la Cámara.
Como hemos señalado, las prerrogativas parlamentarias tienen sus raíces en el desarrollo histórico y político del parlamentarismo, que se consolidó en Europa a lo largo de los siglos XIII al XVII. Estas prerrogativas surgen como una respuesta a la necesidad de los Parlamentos, inicialmente compuestos por representantes de las ciudades y estamentos, de proteger su autonomía y asegurar su funcionamiento efectivo en un contexto de monarquías absolutas y conflictos de poder. El origen de estas prerrogativas suele centrarse en la Magna Carta de 1215 en Inglaterra, que, aunque no se refería específicamente a los derechos parlamentarios, sentó las bases para la limitación del poder real y el reconocimiento de ciertos derechos. A lo largo del tiempo, los Parlamentos comenzaron a exigir la inmunidad de sus miembros frente a acciones legales que pudieran interferir en su labor legislativa. Esta inmunidad se consolidó en diversas reformas constitucionales y prácticas políticas, promoviendo un marco en el que los representantes pudieran actuar sin temor a represalias.
Durante el siglo XVII, fenómenos como la Guerra Civil Inglesa y la Revolución Gloriosa contribuyeron a la afirmación de las prerrogativas parlamentarias, reforzando la idea de que el Parlamento no solo representaba al pueblo, sino que también debía ser un contrapeso al poder ejecutivo. Este proceso histórico fue fundamental para la posterior evolución de la democracia moderna y el desarrollo de las constituciones contemporáneas que consagran estas prerrogativas como esenciales para el funcionamiento del sistema parlamentario. A medida que las democracias se expandieron y evolucionaron, especialmente tras las dos guerras mundiales, el marco jurídico que regía el funcionamiento de los Parlamentos se consolidó constitucionalmente. De ahí que las constituciones del siglo XX, particularmente aquellas surgidas en Europa y América Latina, enfatizaron la separación de poderes y la protección de los derechos fundamentales, lo que incluyó la formalización de las prerrogativas parlamentarias.
El constitucionalismo del siglo XX también propició un enfoque más amplio sobre la rendición de cuentas, la transparencia y la participación ciudadana, aspectos que refuerzan la función del Parlamento como representante de la voluntad popular.
En la actualidad, en el análisis de las democracias contemporáneas, la relación entre los grupos parlamentarios y los partidos políticos es fundamental para entender el funcionamiento del sistema político. La cuasi-identificación se refiere a la relación simbiótica que se establece entre estos dos elementos, donde los integrantes de un grupo parlamentario comparten objetivos, ideologías y, en muchos casos, lealtades partidarias que trascienden la simple afiliación formal al partido político.
Los grupos parlamentarios, constituidos por los miembros de un partido o coalición que se agrupan en el Parlamento, actúan como intermediarios esenciales entre los partidos políticos y el proceso legislativo. Esta integración tiene implicaciones significativas para el ejercicio de las prerrogativas parlamentarias.Los grupos parlamentarios podrían ser definidos como las asociaciones en que se distribuyen e integran todos los miembros de una Cámara según sus afinidades de partido o ideológicas para canalizar una unidad de voto, casi toda la actividad parlamentaria. Los grupos nacen más en la práctica parlamentaria, convirtiéndose en la actualidad en los sujetos con plena capacidad en la actividad de las Cámaras. De ahí que la mayor parte de la doctrina los considere al mismo tiempo órganos de las Cámaras y del respectivo partido político. Así, de entre sus funciones hay que destacar la presentación de mociones, interpelaciones, uso de la tribuna, formar en proporción a su número el resto de los órganos de las asambleas, o incluso votar. Así, la configuración actual del Parlamento como asociación de grupos parlamentarios y de los parlamentarios como miembros de los partidos políticos, nos induce a tratar la prohibición habitual de los textos constitucionales del mandato imperativo. Muestra Constitución en su art. 67, establece que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”, optando así por un mandato representativo, hoy en crisis en los modernos Estados de partidos. Ante esta prohibición surge la lógica pregunta acerca de si la disciplina de voto que vincula a los parlamentarios al grupo que pertenecen, no es una nueva forma de mandato que supone una infracción del precepto constitucional.
Los partidos políticos pueden utilizar su poder para estructurar el acceso a determinadas prerrogativas, como el tiempo de habla en debate o el acceso a recursos legislativos, favoreciendo así a los parlamentarios leales y limitando la disidencia interna. Por lo tanto, esta relación entre grupos parlamentarios y partidos políticos es clave para entender cómo las prerrogativas parlamentarias se configuran y se ejercen, reflejando la tensión entre la disciplina partidaria y la independencia legislativa. Fiel a esta dinámica, la prohibición del mandato imperativo puede ser visto como un mecanismo que busca garantizar que los intereses del electorado se mantengan en el centro de la actuación política. Sin embargo, en sistemas donde prevalece la disciplina de partido, la implementación de un mandato imperativo puro puede resultar problemática. En este sentido, cada vez con más frecuencia se aprecia la introducción de prácticas parlamentarias que suponen modalidades de mandato imperativo a través de los especiales lazos de unión que ligan a los parlamentarios con los partidos políticos. Entre estas prácticas se suelen mencionar las siguientes: la renuncia por escrito y en blanco de la condición del parlamentario cuando se rompa la disciplina, lo que parece indicar que el escaño es propiedad del partido; la renuncia del escaño cuando el parlamentario se pasa a otro grupo; etc. Es cierto que en ninguno de estos supuestos el parlamentario quedaría obligado jurídicamente a dimitir. La cuestión debe relacionarse con la ya mencionada crisis del mandato representativo.
En España al contrario de lo que sucede en otros países estamos asistiendo a un proceso en virtud del cual se pierde la imparcialidad de los órganos que intervienen en ese proceso y la práctica política, alentada por necesidades de gobierno ha ido desarrollando formas de pensar y de hacer que empiezan a amenazar seriamente las grandes declaraciones constitucionales que construyeron los autores de los primeros textos solemnes del mundo contemporáneo.
Las prerrogativas parlamentarias son más que simples derechos otorgados a los legisladores, son garantías fundamentales que aseguran la libertad de expresión y el funcionamiento efectivo del poder legislativo en una democracia. Estas prerrogativas permiten un debate abierto y honesto, promueven la rendición de cuentas y contribuyen a una cultura política que respete la diversidad de opiniones. La interacción entre el mandato imperativo y las prerrogativas parlamentarias es clave para comprender la dinámica de la representación política. Los parlamentarios deben navegar entre cumplir con las expectativas de sus electores y respetar las decisiones colectivas de su partido, todo mientras se benefician de las garantías que les ofrecen sus prerrogativas. Esta complejidad resalta la necesidad de una cultura política que promueva tanto la responsabilidad hacia los electores como la libertad de acción parlamentaria.
El progresivo fortalecimiento del poder ejecutivo y la influencia de los partidos, como señalábamos antes, están diseñando una nueva democracia orientada hacia la gestión de los acuerdos parlamentarios y extraparlamentarios de las fuerzas políticas. La consecuencia es una actividad política dedicada a la administración de la dinámica consenso-disenso y de aspectos concretos de la acción pública, mientras que los fundamentos constitucionales de la modernidad se diluyen en frases preparadas para la propaganda política. Por otra parte, los Tribunales Constitucionales están jugando un papel esencial en los sistemas democráticos pues “su desbordada preponderancia en un contexto global de erosión democrática los ha posicionado actualmente como ‘la rama más amenazada’ por los asaltos populistas y autocráticos que muchas instituciones judiciales están sufriendo a nivel global (Bezemek y Roznai, 2023).
En cualquier caso, volviendo a lo que ya hemos señalado la seguridad jurídica constituye un valor esencial para el funcionamiento del Estado de Derecho, garante máximo de la libertad y, además, un valor vinculado a la estabilidad social. Esto significa que, siendo la libertad la máxima aspiración del individuo y de la colectividad, el Derecho en su conjunto debe afinar sus cualidades formales y sustantivas, sin relegar su eficacia. La seguridad jurídica convierte en valor axiomático esa necesidad y pasa de este modo a inspirar la vida jurídica entera, desde que la norma se proyecta y elabora hasta que se aplica. Durante mucho tiempo, los Tribunales Constitucionales y, por supuesto, también el español, han actuado con cautela al ejercer sus facultades revisoras en este ámbito.
En este contexto, las prerrogativas no sólo pierden su auténtico sentido, especialmente cuando se produzca una utilización abusiva de cualquiera de ellas, lo que supone la existencia de una desconfianza hacia la clase política, que puede llegar a constituir un auténtico ataque al Estado de Derecho (García Morillo, 1994, p. 74). El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha observado que el hecho de que los Estados concedan generalmente una inmunidad más o menos extensa a los miembros del parlamento constituye una antigua práctica, que tiene como finalidad la protección de la libre expresión de la Cámara y el mantenimiento de la separación de los poderes legislativo y judicial. Bajo sus diferentes formas, la inmunidad parlamentaria puede servir para proteger un régimen jurídico verdaderamente democrático. Pero también ha entendido el Tribunal que cuanto más amplia sea una inmunidad, más imperiosas deben ser las razones que puedan justificar dicha amplitud.
Por muy relevante que sean los motivos que aconsejen otorgar a diputados y senadores unos márgenes excepcionalmente amplios a su libertad de expresión, en ningún caso y de ninguna forma puede el ordenamiento jurídico amparar, favorecer o permitir el abuso, la extralimitación. Antes bien, la actitud del ordenamiento ha de ser la de proteger y procurar la restitución de los derechos de aquellos que injustamente los hayan visto lesionados, poniendo a su disposición los oportunos mecanismos de defensa y reparación, aun cuando de ello pueda derivarse un recorte de los márgenes de libertad del responsable, incluso si éste es un parlamentario y tales márgenes excepcionalmente amplios.
Sin embargo esa restitución de derechos de los que se sienten lesionados por la libertad de expresión de los parlamentarios es especialmente complicadas en una mundo digitalizado. Las redes sociales como vías de información son en ocasiones frecuentes vías de desinformación y esa actuación puede claramente minar a las democracias. Especialmente preocupante es esta cuestión para las personas más jóvenes que tienden a no valorar la importancia de la democracia, pues es un sistema que no ofrece los rendimientos que esperan, incluso podría ser un tipo de sistema del que se podría prescindir buscando modelos alternativos en los que vean más rendimiento. La desinformación presenta graves riesgos, pues conlleva además la consecuente manipulación en la opinión pública. La velocidad a la que se difunden determinadas informaciones falsas, erróneas o incluso maliciosas hacia el sistema democrático constitucional supone una amenaza contra la que es muy difícil competir. En este sentido como bien señala Balaguer “son muchos los ámbitos en los que las redes sociales están generando disfunciones desde el punto de vista constitucional y democrático”, y especialmente “desde los derechos fundamentales a los procesos electorales, pasando por la configuración misma del orden constitucional, en un contexto en el que las condiciones del espacio y el tiempo se han transformado como consecuencia de la globalización y del desarrollo tecnológico” (2019).
Las prerrogativas parlamentarias existen con una finalidad objetiva, pues “no obedecen al propósito de proteger a las concretas personas elegidas, aunque se beneficien de ellas, sino que miran a defender la posición del órgano al que pertenecen y del significado que es propio del Parlamento en el ordenamiento del Estado democrático”, y en última instancia, protegen a una institución cuyo carácter esencial se debe, simplemente, a que está integrada por aquellos que los ciudadanos –quienes poseen la soberanía– han votado y autorizado para que, desde ese ente, los representen y legislen en su nombre, fomenten la formación del Gobierno, aprueben su dirección política y supervisen las acciones que este lleve a cabo (Lucas, 2020, p. 174).
Los parlamentarios tienen que tener una defensa clara en el ejercicio de sus funciones y su función es esencial dentro de un Estado democrático. Los ciudadanos conocen la actividad parlamentarias a través de la libertad de expresión de los parlamentarios y conocen así cómo se toman las decisiones políticas, qué leyes se están debatiendo y cómo se ejerce el poder. Es cierto que esa transparencia. La transparencia parlamentaria implica que los ciudadanos tengan acceso a información clara y precisa sobre las actividades, decisiones y postura de los representantes. Si los parlamentarios son transparentes, es menos probable que circulen rumores o desinformación sobre sus acciones, ya que la ciudadanía puede verificar la información directamente. Las informaciones que se difunden a través de las redes actúan como elementos de radicalización, pues hemos visto con frecuencia cómo navegan por ella mensajes que bordean los límites de la Ley, que insultan a los adversarios… Nos encontramos así con gran cantidad de informaciones que menoscaban la democracia pues tienen en definitiva a producir enfrentamiento social y en cualquier caso político. Parece importante recordar la famosa frase de Sófocles: “Un Estado donde queden impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina por hundirse en el abismo”. Recuperar la cultura democrática, el valor del consenso entre políticos y la importancia del respeto entre los ciudadanos es uno de los retos que tiene pendiente nuestro sistema democrático, maduro no cabe duda, pero tambaleante.
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[1] Este artículo está elaborado como parte del proyecto de I+D+I PID 2022-141112NB-I00 “La importancia de la independencia del Tribunal Constitucional para la defensa de la democracia”, Financiado por MCIN/AEI.
[2] STC 48/2003, de 12 de marzo, F. J. 5. A este respecto, resultan ilustrativos los términos en los que se expresa la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos: “aunque los partidos políticos no son órganos constitucionales sino entes privados de base asociativa, forman parte esencial de la arquitectura constitucional, realizan funciones de una importancia constitucional primaria y disponen de una segunda naturaleza que la doctrina suele resumir con referencias reiteradas a su relevancia constitucional y a la garantía institucional de los mismos por parte de la Constitución”.
[3] STC 181/1990, de 15 de noviembre, FJ 3.
[4] STC 23/2010, de 27 de abril, FJ 3.
[5] STS 910/2023, 8 de junio, FJ 3. En esta sentencia el Tribunal Supremo condenó por lo civil a la que en ese momento era Ministra de Igualdad, Irene Montero, a indemnizar con 18.000 euros a un hombre al que acusó de ser un maltratador. Los jueces consideran que la ministra vulneró el derecho al honor de este hombre, al afirmar que era un maltratador cuando no había sido condenado. “Es evidente que las palabras proferidas y la imputación realizada suponen objetivamente un daño moral, como sinónimo de malestar, desasosiego e incluso indignación, en el marco además, de un largo proceso judicial sufrido por el demandante”, señala la STS. Además de pagar la indemnización, fue obligada a borrar un tuit donde difundió estas declaraciones y a publicar el fallo de su condena en su cuenta de Twitter.
[6] Así lo ha señalado reiteradamente el Tribunal desde la STC 51/1985, de 10 de abril.
[7] STC 22/1997, de 11 de febrero, FJ 5.
[8] STC 243/1988, de 19 de diciembre, FJ 3 y en la STC 9/1990, de 18 de enero, FJ 3.
[9] Entre otras en la STC 90/1985 de 22 de julio.
[10] STC 51/1985, de 10 de abril, FJ 6.
[11] Ibidem.
[12] STC 9/1990 de 18 de enero, FJ 3.
[13] STC 51/1985, de 10 de abril, FJ 6.
[14] STC 78/2016, de 25 de abril, FJ 3
[15] STC 51/1985, de 10 de abril, FJ. 6.
[16] STC 51/1985, de 10 de abril, FJ 6.
[17] Así, entre otros, Abellán, A. M., El Estatuto de los parlamentarios y los derechos fundamentales, Madrid, 1992; Fernández-Viagas Bartolomé, P., La inviolabilidad e inmunidad de los Diputados y Senadores: la crisis de los “privilegios” parlamentarios, Madrid, 1990.
[18] El Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) fue creado en 1999 por el Consejo de Europa para supervisar el cumplimiento de los estándares anticorrupción de la organización por parte de los Estados. El objetivo del GRECO es mejorar la capacidad de sus miembros para luchar contra la corrupción supervisando su cumplimiento de los estándares anticorrupción del Consejo de Europa mediante un proceso dinámico de evaluación mutua y presión de pares. El GRECO ayuda a identificar deficiencias en las políticas nacionales anticorrupción, impulsando las reformas legislativas, institucionales y prácticas necesarias. El GRECO también proporciona una plataforma para compartir las mejores prácticas en materia de prevención y detección de la corrupción.
[19] DOGC n.º 7177, de 4 de agosto 2016, corrección de erratas DOGC n.º 7315, de 23 de febrero de 2017. Otras Comunidades Autónomas también tiene un Código de Conducta de sus propios Parlamentos. El Código de Conducta canario, aunque es similar al catalán, es más breve, más flexible y menos detallado. Así, incluye sanciones menores y no clasifica infracciones por gravedad. También en 2016, se aprobó en las Islas Baleares un Código ético para su Gobierno, en el que se crea una Comisión de ética pública, cuya principal función es supervisar la implementación y el complimiento del Código Ético. Además, el Código requiere la firma individual de los cargos públicos como muestra de adhesión al código. El País Vasco también aprobó un Código de Conducta aplicable a los altos cargos y al personal directivo de la Administración General e Institucional de la Comunidad Autónoma de Euskadi. Aunque fue aprobado en 2013, se considera uno de los más avanzados por la promoción de valores éticos y sus mecanismos de seguimiento, que son adecuados para su cumplimiento. Asimismo, la Comunidad Autónoma de Galicia adoptó su propio Código ético institucional dirigido mejorar el funcionamiento de su Administración autonómica. Otras Comunidades Autónomas, como Andalucía, Aragón o Navarra están desarrollando iniciativas similares, aunque se encuentran en diferentes etapas de progreso en su implementación.
[20] El procedimiento para la solicitud y concesión o denegación de dicha autorización se regula en los arts. 118 bis y 750 a 756 de la LECRIM, en la Ley de 6 de febrero de 1912 declarando los tribunales que han de entender en el conocimiento de las causas contra los Senadores y Diputados, en los arts. 500 y 501 del Código Penal y en los Reglamentos de ambas Cámaras (arts. 11 a 14 RCD y 22 RS).
[21] STC 90/1985, de 14 de agosto, FJ 2.
[22] Existe alguna polémica sobre el antecedente inmediato de la inmunidad parlamentaria: Vid. por ejemplo Fernández-Miranda Campoamor, A., “Origen histórico de la inviolabilidad e inmunidad parlamentarias”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, n.º 10 (extra), 1986, pp. 175-206.
[23] STC 90/1985, de 14 de agosto, FJ 6.
[24] STC 206/1992, de 27 de noviembre, FJ 3.
[25] STC 9/1990, de 18 de enero, FJ 4.
[26] STC 206/1992, de 27 de noviembre, FJ 3.
[27] STC 90/1985, de 22 de julio, FJ 6; doctrina que reiteran las SSTC 206/1992, de 27 de noviembre, FJ 3; 123/200, de 4 de junio y 124/2001, de 4 de junio FFJJ 4).
[28] Informe de la Comisión Especial sobre redes informáticas. BOCG, Senado, n.º 812, de 27 de diciembre de 1999, p. 46.
[29] STC 206/1992, de 27 de noviembre, FJ 5.
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